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– Eso pienso yo, doña María. Tiene que haber más moral si no, estamos perdiditas.

Doña Rosa vuelve a pegar la hebra.

– Y además, si le duele el estómago, ¿por qué no me pide un poco de bicarbonato? ¿Cuándo le he negado a usted un un poco de bicarbonato? ¡Cualquiera diría que no sabe usted hablar!

Doña Rosa se vuelve y domina con su voz chillona y desagradable todas las conversaciones del Café.

– ¡López! ¡López! ¡Manda bicarbonato para el violín!

El echador deja las cacharras sobre una mesa y trae un plato con un vaso mediado de agua, una cucharilla y el azucarero de alpaca que guarda el bicarbonato.

– ¿Ya habéis acabado con las bandejas?

– Así me lo dio el señor López, señorita.

– Anda, anda; ponió ahí y lárgate.

El echador coloca todo sobre el piano y se marcha. Seoane llena la cuchara de polvitos, echa la cabeza atrás, abre la boca… y adentro. Los mastica como si fueran nueces y después bebe un sorbito de agua.

– Gracias, doña Rosa.

– ¿Lo ve usted, hombre, lo ve usted qué poco trabajo cuesta tener educación? A usted le duele el estómago, yo le mando traer bicarbonato y todos tan amigos. Aquí estamos para ayudarnos unos a otros; lo que pasa es que no se puede porque no queremos. Ésa es la vida.

Los niños que juegan al tren han parado de repente. Un señor les está diciendo que hay que tener más educación y más compostura, y ellos, sin saber qué hacer con las manos, lo miran con curiosidad. Uno, el mayor, que se llama Bernabé, está pensando en un vecino suyo, de su edad poco más o menos, que se llama Chus. El otro, el pequeño, que se llama Paquito, está pensando en que al señor le huele mal la boca.

– Le huele como a goma podrida. A Bernabé le da la risa al pensar aquello tan gracioso que le pasó a Chus con su tía.

– Chus, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino; ¿no te da vergüenza?

Bernabé contiene la risa; el señor se hubiera puesto furioso.

– No, tía, no me da vergüenza; papá también deja palomino.

¡Era para morirse de risa! Paquito estuvo cavilando un rato.

– No, a ese señor no le huele la boca a goma podrida. Le huele a lombarda y a pies. Si yo fuese de ese señor mepondría una vela derretida en la nariz. Entonces hablaria como la prima Emilita -gua, gua-, que la tienen que operar de la garganta. Mamá dice que cuando la operen de la garganta se le quitará esa cara de boba que tiene y ya no dormirá con la boca abierta. A lo mejor, cuándo la operen se muere.

¾Entonces la meterán en una caja blanca, porque aún no tiene tetas ni lleva tacón.

Las dos pensionistas, recostadas sobre el diván, miran para doña Pura.

Aún flotan en el aire, como globitos vagabundos, las ideas de los dos loros sobre el violinista.

¾Yo no sé cómo hay mujeres así; ésa es igual que un sapo. Se pasa el día sacándole el pellejo a tiras a todo el mundo y no se da cuenta de que si su marido la aguanta es por-que todavía le quedan algunos duros. El tal don Pablo es un punto filipino, un tío de mucho cuidado. Cuando mira para una, parece como si la desnudara.

¾Ya, ya.

¾Y aquella otra, la Elvira de marras, también tiene sus ronchas.

¾Porque lo que yo digo: no es lo mismo lo de su niña, la Paquita, que después de todo vive decentemente, aunque sin los papeles en orden, que lo de ésta, que anda por ahí rodando como una peonza y sacándole los cuartos cualquiera para malcomer.

¾Y además, no compare usted, doña Matilde, a ese pelao del don Pablo con el novio de mi hija, que es catedrático de Psicología, Lógica y Ética, y todo un caballero.

¾Naturalmente que no. El novio de la Paquita la respeta y la hace feliz y ella, que tiene un buen parecer y es simpática, pues se deja querer, que para eso está. Pero estas pelanduscas ni tienen conciencia ni saben otra cosa que abrir la boca para pedir algo. ¡Vergüenza les había de dar!

Doña Rosa sigue su conversación con los músicos. Gorda, abundante, su cuerpecillo hinchado se estremece de gozo al discursear; parece un gobernador civil.

– ¿Que tiene usted un apuro? Pues me lo dice y yo, si puedo, se lo arreglo. ¿Que usted trabaja bien y está ahí subido, rascando como Dios manda? Pues yo voy y, cuando toca cerrar, le doy su durito y en paz. ¡Si lo mejor es llevarse bien! ¿Por qué cree usted que yo estoy a matar con mi cuñado? Pues porque es un golfante, que anda por ahí de flete las veinticuatro horas del día y luego se viene a casa para comerse la sopa boba. Mi hermana, que es tonta y se lo aguanta, la pobre fue siempre así. ¡Anda que si da con migo! Por su cara bonita le iba a pasar yo que anduviese todo el día por ahí calentándose con las marmotas. ¡Sería bueno! Si mi cuñado trabajara, como trabajo yo, y arrimara el hombro y trajera algo para casa, otra cosa sería; pero el hombre prefiere camelar a la simple de la Visi y pegarse la gran vida sin dar golpe.

– Claro, claro.

– Pues eso. El andova es un zángano malcriado que nació para chulo. Y no crea usted que esto lo digo a sus espaldas, que lo mismo se lo casqué el otro dia en sus propias narices.

– Ha hecho usted bien.

– Y tan bien. ¿Por quién nos ha tomado ese muerto de hambre?

– ¿Va bien ese reló, Padilla?

– Sí, señorita Elvira.

– ¿Me da usted fuego? Todavía es temprano. El cerillero le dio fuego a la señorita Elvira.

¾Está usted contenta, señorita. ¿Usted cree?

¾Vamos, me parece a mí. La encuentro a usted más animada que otras tardes.

¾…¡Psché! A veces la mala uva pone buena cara.

La señorita Elvira tiene un aire débil, enfermizo, casi vicioso. La pobre no come lo bastante para ser ni viciosa ni virtuosa.

La del hijo muerto que se estaba preparando para Correos dice:

¾Bueno, me voy.

Don Jaime Arce, reverenciosamente, se levanta al po de hablar, sonriendo.

¾A sus pies, señora; hasta mañana si Dios quiere. La señora aparta una silla.

¾Adiós, siga usted bien.

¾Lo mismo digo, señora; usted me manda.

Doña Isabel Montes, viuda de Sanz, anda como una reina. Con su raida capita de quiero y no puedo, doña Isabel parece una gastada hetaira de lujo que vivió como las cigarras y no guardó para la vejez. Cruza el salón en silencio y se cuela por la puerta. La gente la sigue con una mirada donde puede haber de todo menos indiferencia; donde puede haber admiración, o envidia, o simpatía, o desconfianza, cariño, vaya usted a saber.

Don Jaime Arce ya no piensa ni en los espejos, ni en las viejas pudibundas, ni en los tuberculosos que albergará el Café (un 10% aproximadamente), ni en los afiladores de lápices, ni en la circulación de la sangre. A don Jaime Arce, a última hora de la tarde, le invade un sopor que le atonta.

¾¿Cuántas son siete por cuatro? Veintiocho. ¿Y seis por nueve? Cincuenta y cuatro. ¿Y el cuadrado de nueve? Cincuenta y uno. ¿Dónde nace el Ebro? En Reinosa, provincia de Santander. Bien.

Don Jaime Arce sonríe; está satisfecho de su repaso, y. mientras deslia unas colillas, repite por lo bajo:

– Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo… ¿A que esto no lo sabe ese imbécil?

Ese imbécil es el joven poeta que sale, blanco como la cal, de su cura de reposo en el retrete.

– Deshilvanando, en aguas, el estio…

Enlutada, nadie sabe por qué, desde que casi era un niña, hace ya muchos años, y sucia y llena de brillantes que va len un dineral, doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan de prisa como amontona los cuartos.

La mujer es riquísima; la casa donde está el Café es suya, y en las calles de Apodaca, de Churruca, de Campoa mor, de Fuencarral, docenas de vecinos tiemblan como muchachos de la escuela todos los primeros de mes.

– En cuanto una se confia -suele decir-, ya están abusando. Son unos golfos, unos verdaderos golfos. ¡Si no hu biera jueces honrados, no sé lo que sería de una!