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– Ande, largo.

– Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

– Nada. Vayase por ahi. Aqui no lo queremos ver más.

El camarero procura poner voz seria, voz de respeto. Tiene un marcado deje gallego que quita violencia, autoridad, a sus palabras, que tiñe de dulzor su seriedad. A los hombres blandos, cuando desde fuera se les empuja a la acritud, les tiembla un poquito el labio de arriba; parece como si se lo rozara una mosca invisible.

– Si quiere, le dejo el libro.

– No; lléveselo.

Martín Marco, paliducho, desmedrado, con el pantalón desflecado y la americana raída, se despide del camarero llevándose la mano al ala de su triste y mugriento sombrero gris.

– Adiós, muchas gracias; es usted muy amable.

– Nada. Vayase por ahí. Aquí no vuelva a arrimar. Martin Marco mira para el camarero; quisiera decir algo hermoso.

– En mí tiene usted un amigo.

– Bueno.

– Yo sabré corresponder.

Martín Marco se sujeta sus gafas de cerquillo de alambre y rompe a andar. A su lado pasa una muchacha que le resulta una cara conocida.

– Adiós.

La chica lo mira durante un segundo y sigue su camino. Es jovencita y muy mona. No va bien vestida. Debe de ser una sombrerera; las sombrereras tienen todas un aire casi distinguido; así como las buenas amas de cría son pasiegas y las buenas cocineras, vizcaínas, las buenas queridas, las que se pueden vestir bien y llevarlas a cualquier lado, suelen ser sombrereras.

Martín Marco tira lentamente por el bulevar abajo, camino de Santa Bárbara.

El camarero se para un instante en la acera, antes de empujar la puerta.

– ¡Va sin un real!

Las gentes pasan apresuradas, bien envueltas en sus gabanes, huyendo del frío.

Martín Marco, el hombre que no ha pagado el café y que mira la ciudad como un niño enfermo y acosado, mete las manos en los bolsillos del pantalón.

Las luces de la plaza brillan con un resplandor hiriente, casi inofensivo.

Don Roberto González, levantando la cabeza del grueso libro de contabilidad, habla con el patrón.

¾¿Le sería a usted igual darme tres duros á cuenta? Mañana es el cumpleaños de mi mujer.

El patrón es un hombre de buena sangre, un hombre honrado que hace sus estraperlos, como cada hijo de vecino, pero que no tiene hiél en el cuerpo.

¾Si, hombre. A mí, ¿qué más me da?

¾Muchas gracias, señor Ramón.

El panadero saca del bolsillo una gruesa cartera de piel de becerro y le da cinco duros a don Roberto.

¾Estoy muy contento con usted, González; las cuentas de la tahona marchan muy bien. Con esos dos duros de más, les compra usted unas porquerías a los niños.

El señor Ramón se queda un momento callado. Se rasca la cabeza y baja la voz.

– No le diga nada a la Paulina.

– Descuide.

El señor Ramón se mira la puntera de las botas.

– No es por nada, ¿sabe? Yo sé que es usted un hombre discreto que no se va de la lengua, pero a lo mejor, por un casual, se le escapaba a usted algo y ya teníamos monserga para quince días. Aquí mando yo, como usted sabe, pero las mujeres ya las conoce usted…

– Descuide, y muchas gracias. No hablaré, por la cuenta que me trae.

Don Roberto baja la voz.

– Muchas gracias…

– No hay que darlas; lo que yo quiero es que usted trabaje a gusto.

A don Roberto, las palabras del panadero le llegan al alma. Si el panadero prodigase sus frases amables, don Roberto le llevaría las cuentas gratis.

El señor Ramón anda por los cincuenta o cincuenta y dos años y es un hombre fornido, bigotudo, colorado, un hombre sano, por fuera y por dentro, que lleva una vida honesta de viejo menestral, levantándose al alba, bebiendo vino tinto y tirando pellizcos en el lomo a las criadas de servir. Cuando llegó a Madrid, a principios de siglo, traía las botas al hombro para no estropearlas.

Su biografía es una biografía de cinco líneas. Llegó a la capital a los ocho o diez años, se colocó en una tahona y estuvo ahorrando hasta los veintiuno, que fue al servicio. Desde que llegó a la ciudad hasta que se fue quinto no gastó ni un céntimo, lo guardó todo. Comió pan y bebió agua, durmió debajo del mostrador y no conoció mujer. Cuando se fue a servir al Rey dejó sus cuartos en la Caja Postal y, cuando lo licenciaron, retiró su dinero y se compró una panadería; en doce años había ahorrado veinticuatro mil reales, todo lo que ganó: algo más de una peseta diaria, unos tiempos con otros. En el servicio aprendió a leer, a escribir y a sumar, y perdió la inocencia. Abrió la tahona, se casó, tuvo doce hijos, compró un calendario y se sentó a ver pasar el tiempo. Los patriarcas antiguos debieron ser bastante parecidos al señor Ramón.

El camarero entra en el Café. Se siente, de golpe, calor en la cara; dan ganas de toser, más bien bajo, como para arrancar esa flema que posó en la garganta el frío de la calle. Después parece hasta que se habla mejor. Al entrar notó que le dolían un poco las sienes; notó también, o se lo figuró, que a doña Rosa le temblaba un destellito de lascivia en el bigote.

– Oye, ven acá.

El camarero se le acercó.

– ¿Le has arreado?

– Sí, señorita.

– ¿Cuántas?

– Dos.

– ¿Dónde?

– Donde pude, en las piernas.

– ¡Bien hecho! ¡Por mangante!

Al camarero le da un repeluco por el espinazo. Si fuese un hombre decidido, hubiera ahogado a la dueña; afortunadamente no lo es. La dueña se ríe por lo bajo con una risita cruel. Hay gentes a las que divierte ver pasar calamidades a los demás; para verlas bien de cerca se dedican a visitar los barrios miserables, a hacer regalos viejos a los moribundos, a los tísicos arrumbados en una manta astrosa, a los niños anémicos y panzudos que tienen los huesos blandos, a las niñas que son madres a los once años, a las golfas cuarentonas comidas de bubas: las golfas que parecen caciques indios con sarna. Doña Rosa no llega ni amp; esa categoría. Doña Rosa prefiere la emoción a domicilio, ese temblor.

Don Roberto sonríe satisfecho; al hombre ya le preocupaba que le cogiera el cumpleaños de su mujer sin un real en el bolsillo. ¡También hubiese sido fatalidad!

– Mañana le llevaré a la Filo unos bombones -piensa-.

La Filo es como una criatura, es igual que un niño pequeño, que un niño de seis años… Con las diez pesetas les compraré alguna coseja a los chicos y me tomaré un vermú… Lo que más les gustará será una pelota… Con seis pesetas hay ya una pelota bastante buena…

Don Roberto había pensado despacio, incluso con regodeo. Su cabeza estaba llena de buenas intenciones y de puntos suspensivos.

Por el ventanillo de la tahona entraron, a través de los cristales y de las maderas, unas agrias, agudas, desabridas notas de flamenco callejero. Al principio no se hubiera sabido si quien cantaba era una mujer o un niño. A don Roberto le cogió el concierto rascándose los labios con el mango de la pluma.

En la acera de enfrente, un niño se desgañitaba a la puerta de una taberna:

Esgraciaito aquel que come

el pan por manila ajena;

siempre mirando a la cara

si la ponen mala o buena.

De la taberna le tiran un par de perras y tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo, muy de prisa. El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el pecho al aire, y representa tener unos seis años. Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito a compás.

Don Roberto cierra el tragaluz y se queda de pie en medio de la habitación. Estuvo pensando en llamar al niño y darle un real.

– No…

A don Roberto, al imponerse el buen sentido, le volvió el optimismo.

¾Sí, unos bombones… La Filo es como una criatura, es igual que un…