Pablo Alonso levanta la cabeza.
– Manhattan.
– No hay whisky escocés, señor.
– Di en el mostrador que es para mi.
– Bien.
Pablo vuelve a coger la mano de la chica.
– Como te decía, Laurita. Es un gran muchacho, no puede ser más bueno de lo que es. Lo que pasa es que lo ves pobre y desastrado, a lo mejor con la camisa sucia de un mes y los pies fuera de los zapatos.
– ¡Pobre chico! ¿Y no hace nada?
¾Nada. Él anda con sus cosas a vueltas en la cabeza, pero, a fin de cuentas, no hace nada. Es una pena porque no tiene pelo de tonto.
– ¿Y tiene donde dormir?
– Si, en mi casa.
– ¿En tu casa?
– Sí, mandé que le pusieran una cama en un cuarto ropero y allí se mete. Por lo menos, no le llueve encima y está caliente.
La chica, que ha conocido la miseria de cerca, mira a Pablo a los ojos. En el fondo está emocionadilla.
– ¡Qué bueno eres, Pablo!
– No, bobita; es un amigo viejo, un amigo de antes de la guerra. Ahora está pasando una mala temporada, la verdad es que nunca lo pasó muy bien.
– ¿Y es bachiller?
Pablo se ríe.
– Sí, hija, es bachiller. Anda, hablemos de otra cosa. Laurita, para variar, volvió a la cantinela que empezara quince días atrás.
– ¿Me quieres mucho?
– Mucho.
– ¿Más que a nadie?
– Más que a nadie.
– ¿Me querrás siempre?
– Siempre.
– ¿No me dejarás nunca?
– Nunca.
– ¿Aunque vaya tan sucia como tu amigo?
– No digas tonterías.
El camarero, al inclinarse para dejar el servicio sobre la mesa, sonrió.
– Quedaba un fondo de White Label, señor.
– ¿Lo ves?
Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un comentario puritano.
¾¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego?
El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro verdades a la mujer, se palpó un poco la cara y siguió andando. A la puerta de otra taberna volvió a cantar:
El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son muy pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo -o de la resignación- en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro.
Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días. El año tiene cuatro estaciones; primavera, verano, otoño, invierno. Hay verdades que se sienten den tro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar.
Las cuatro castañas se acabaron pronto y Martin, con el real que le quedaba, se fue hasta Goya.
– Nosotros vamos corriendo por debajo de todos los que están sentados en el retrete. Colón: muy bien; duques, notarios y algún carabinero de la Casa de la Moneda. ¡Qué ajenos están, leyendo el periódico o mirándose para los pliegues de la barriga! Serrano: señoritos y señoritas. Las señoritas no salen de noche. Éste es un barrio donde vale todo hasta las diez. Ahora estarán cenando. Velázquez: más señoritas, da gusto. Éste es un Metro muy fino. ¿Va mos a la Ópera? Bueno. ¿Has estado el domingo en los caballos? No. Goya: se acabó lo que se daba.
Martín, por el andén, se finge cojo; algunas veces lo hace.
– Puede que cene en casa de la Filo (¡sin empujar, señora, que no hay prisa!) y si no, pues mira, ¡de tal día en un año!
La Filo es su hermana, la mujer de don Roberto González -la bestia de González, como le llamaba su cuñado-, empleado de la Diputación y republicano de Alcalá Zamora.
El matrimonio González vive al final de la calle de Ibiza, en un pisito de los de la Ley Salmón, y lleva un apañado pasar, aunque bien sudado.
Ella trabaja hasta caer rendida, con cinco niños pequeños y una criadita de dieciocho años para mirar por ellos, y él hace todas las horas extraordinarias que puede y donde se tercie; esta temporada tiene suerte y lleva los libros en una perfumería, donde va dos veces al mes para que le den cinco duros por las dos, y en una tahona de ciertos perendengues que hay en la calle de San Bernardo y donde le pagan treinta pesetas. Otras veces, cuando la suerte se le vuelve de espaldas y no encuentra un tajo para las horas de más, don Roberto se vuelve triste y ensimismado y le da el mal humor.
Los cuñados, por esas cosas que pasan, no se pueden ni ver. Martín dice de don Roberto que es un cerdo ansioso y don Roberto dice de Martín que es un cerdo huraño y sin compostura. ¡Cualquiera sabe quién tiene la razón! Lo único cierto es que la pobre Filo, entre la espada y la pared, se pasa la vida ingeniándoselas para capear el temporal de la mejor manera posible.
Cuando el marido no está en casa le fríe un huevo o le calienta un poco de café con leche al hermano, y cuando no puede, porque don Roberto, con sus zapatillas y su chaqueta vieja, hubiera armado un escándalo espantoso llamándole vago y parásito, la Filo le guarda las sobras de la comida en una vieja lata de galletas que baja la muchacha hasta la calle.
– ¿Eso es justo, Petrita?
– No, señorito, no lo es.
– ¡ Ay, hija! ¡Si no fuera porque tú me endulzas un poco esta bazofia!
Petrita se pone colorada.
– Ande, déme la lata, que hace frío.
– ¡Hace frío para todos, desgraciada!
– Usted perdone…
Martín reacciona en seguida.
– No me hagas caso. ¿Sabes que estás hecha una mujer?
– Ande, cállese.
– ¡Ay, hija, ya me callo! ¿Sabes lo que yo te daría, si tuviese menos conciencia?
– Calle.
– ¡Un buen susto!
– ¡Calle!
Aquel día tocó que el marido de Filo no estuviese en casa y Martín se comió su huevo y se bebió su taza de café.
– Pan no hay. Hasta tenemos que comprar un poco de estraperlo para los niños.
– Está bien así, gracias; Filo, eres muy buena, eres una verdadera santa.
¾No seas bobo.
A Martin se le nubló la vista.
– Sí; una santa, pero una santa que se ha casado con un miserable. Tu marido es un miserable, Filo.
– Calla, bien honrado es.
– Allá tú. Después de todo, ya le has dado cinco becerros.
Hay unos momentos de silencio. Al otro lado de la casa se oye la vocecita de un niño que reza. La Filo se sonríe.
– Es Javierín. Oye, ¿tienes dinero?
– No.
– Coge esas dos pesetas.
– No. ¿Para qué? ¿A dónde voy yo con dos pesetas?
– También es verdad. Pero ya sabes, quien da lo que tiene…
– Ya sé.
– ¿Te has encargado la ropa que te dije, Laurita?
– Sí, Pablo. El abrigo me queda muy bien, ya verás como te gusto.
Pablo Alonso sonríe con la sonrisa de buey benévolo del hombre que tiene las mujeres no por la cara, sino por la cartera.