Don Leoncio estaba tan embebido en su amoroso recuerdo que no notaba el frío de la lata de su baúl debajo de sus posaderas.
El señor Suárez dejó el taxi a la puerta. Su cojera era ya jacarandosa. Se sujetó los lentes de pinza y se metió en el ascensor. El señor Suárez vivía con su madre, ya vieja, y se llevaban tan bien que, por las noches, antes de irse a la cama, la señora iba a taparlo y a darle su bendición.
– ¿Estás bien, hijito?
– Muy bien, mami querida.
– Pues hasta mañana, si Dios quiere. Tápate, no te vayas a enfriar. Que descanses.
– Gracias, mamita, igualmente; dame un beso.
– Tómalo, hijo; no te olvides de rezar tus oraciones.
– No, mami. Adiós.
El señor Suárez tiene unos cincuenta años; su madre, Veinte o veintidós más.
El señor Suárez llegó al tercero, letra C, sacó su llavín y abrió la puerta. Pensaba cambiarse la corbata, peinarse bien, echarse un poco de colonia, inventar una disculpa caritativa y marcharse a toda prisa, otra vez en el taxi.
– ¡Mami!
La voz del señor Suárez al llamar a su madre desde la puerta, cada vez que entraba en casa, era una voz que imitaba un poco la de los alpinistas del Tirol que salen en las películas.
– ¡Mami!
Desde el cuarto de delante, que tenía la luz encendida, nadie contestó.
– ¡Mami! ¡Mami!
El señor Suárez empezó a ponerse nervioso.
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Ay, santo Dios! ¡Ay, que yo no entro! ¡Mami!
El señor Suárez, empujado por una fuerza un poco rara, tiró por el pasillo. Esa fuerza un poco rara era, probablemente, curiosidad.
– ¡Mami!
Ya casi con la mano en el picaporte, el señor Suárez dio marcha atrás y salió huyendo. Desde la puerta volvió a repetir:
– ¡Mami! ¡Mami!
Después notó que el corazón le palpitaba muy de prisa y bajó las escaleras, de dos en dos.
– Lléveme a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso.
El taxi lo llevó a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso.
Mauricio Segovia, cuando se aburrió de ver y de oír cómo doña Rosa insultaba a sus camareros, se levantó y se marchó del Café.
– Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros. ¡Si un día le dieran entre todos una buena tunda!
Mauricio Segovia es bondadoso, como todos los pelirrojos, y no puede aguantar las injusticias. Si él preconiza que lo mejor que podían hacer los camareros era darle una somanta a doña Rosa, es porque ha visto que doña Rosa los trataba mal; así, al menos, quedarían empatados -uno a uno- y se podría empezar a contar de nuevo.
– Todo es cuestión de cuajos: los hay que lo deben tener grande y blanducho, como una babosa, y los hay también que lo tienen pequeñito y duro, como una piedra de mechero.
Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull se encaró con el espejo, levantó la cabeza, se acarició la barba y exclamó:
– Señores académicos: No quisiera distraer vuestra atención más tiempo, etc., etc. (Sí, esto sale bordado… La cabeza en arrogante ademán… Hay que tener cuidado con los puños, a veces asoman demasiado, parece como si fueran a salir volando.)
Don Ibrahim encendió la pipa y se puso a pasear por la habitación, para arriba y para abajo. Con una mano sobre el respaldo de la silla y con la otra con la pipa en alto, como el rollito que suelen tener los señores de las estatuas, continuó:
– ¿Cómo admitir, como quiere el señor Clemente de Diego, que la usucapión sea el modo de adquirir derechos por el ejercicio de los mismos? Salta a la vista la escasa consistencia del argumento, señores académicos. Perdóneseme la insistencia y permítaseme que vuelva, una vez más, a mi ya vieja invocación a la lógica; nada, sin ella, es posible en el mundo de las ideas. (Aquí, seguramente, habrá murmullos de aprobación.) ¿No es evidente, ilustre senado, que para usar algo hay que poseerlo? En vuestros ojos adivino que pensáis que sí. (A lo mejor, uno del público dice en voz baja: "Evidente, evidente".) Luego si para usar algo hay que poseerlo, podremos, volviendo la oración por pasiva, asegurar que nada puede ser usado sin una previa posesión. Don Ibrahim adelantó un pie hacia las candilejas y acarició, con un gesto elegante, las solapas de su balín. Bien: de su frac. Después sonrió…
– Pues bien, señores académicos: así como para usar algo hay que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a titulo de qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente nada, puede ser poseído sin una previa adquisición. (Quizá me interrumpan los aplausos. Conviene estar preparado.)
La voz de don Ibrahim sonaba solemne como la de un fagot. Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de su trabajo, preguntaba a su mujer:
– ¿Ha hecho su caquita la nena?
Don Ibrahim sintió algo de frío y se arregló un poco la bufanda. En el espejo se veía un lacito negro, el que se lleva en el frac por las tardes.
Don Mario de la Vega, el impresor del puro, se había ido a cenar con el bachiller del plan del 3.
– Mire, ¿sabe lo que le digo? Pues que no vaya mañana a verme; mañana vaya a trabajar. A mi me gusta hacer las cosas así, sobre la marcha.
El otro, al principio, se quedó un poco perplejo. Le hubiera gustado decir que quizá fuera mejor ir al cabo de un par de días, para tener tiempo de dejar en orden algunas cosillas, pero pensó que estaba expuesto a que le dijeran que no.
– Pues nada, muchas gracias, procuraré hacerlo lo mejor que sepa.
– Eso saldrá usted ganando. Don Mario de la Vega sonrió.
– Pues trato hecho. Y ahora, para empezar con buen pie, le invito a usted a cenar.
Al bachiller se le nubló la vista.
– Hombre…
El impresor le salió al paso.
– Vamos, se entiende que si no tiene usted ningún compromiso, yo no quisiera ser inoportuno.
– No, no, descuide usted, no es usted inoportuno, todo lo contrario. Yo no tengo ningún compromiso. El bachiller se armó de valor y añadió:
– Esta noche no tengo ningún compromiso, estoy a su disposición.
Ya en la taberna, don Mario se puso un poco pesado y le explicó que a él le gustaba tratar bien a sus subordinados, que sus subordinados estuvieran a gusto, que sus subordinados prosperasen, que sus subordinados viesen en él a un padre, y que sus subordinados llegasen a cogerle cariño a la imprenta.
– Sin una colaboración entre el jefe y los subordinados no hay manera de que el negocio prospere. Y si el negocio prospera, mejor para todos: para el amo y para los subordinados. Espere un instante, que voy a telefonear, tengo que dar un recado.
El bachiller, tras la perorata de su nuevo patrón, se dio cuenta perfectamente de que su papel era el de subordinado. Por si no lo había entendido del todo, don Mario, a media comida, le soltó:
– Usted entrará cobrando dieciséis pesetas; pero de contrato de trabajo, ni hablar. ¿Entendido?
– Sí, señor; entendido.
El señor Suárez se apeó de su taxi enfrente del Congreso y se metió por la calle del Prado, en busca del Café donde lo esperaban. El señor Suárez, para que no se le notase demasiado que llevaba la boquita hecha agua, había optado por no llegar con el taxi hasta la puerta del Café.
– ¡Ay, chico! Estoy pasado. En mi casa debe suceder algo horrible, mi mamita no contesta.
La voz del señor Suárez, al entrar en el Café, se hizo aún más casquivana que de costumbre, era ya casi una voz de golfa de bar de camareras.
– ¡Déjala y no te apures! Se habrá dormido.
– ¡Ay! ¿Tú crees?
– Lo más seguro. Las viejas se quedan dormidas en seguida.
Su amigo era un barbián con aire achulado, corbata verde, zapatos color corinto y calcetines a rayas. Se llama José Giménez Higueras y aunque tiene un aspecto sobrecogedor, con su barba dura y su mirar de moro, le llaman, por mal nombre, Pepito el Astilla.