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– ¿Qué número tiene?

– ¡Yo qué sé, hija mia; míralo en la lista! Y usted, amigo Maestre, póngase en guardia en la escalera, que nadie suba ni baje. En el perchero tiene usted un bastón. Yo voy a avisar al médico.

Don Ibrahim, cuando le abrieron la puerta de la casa del médico, preguntó, con aire de gran serenidad:

– ¿Está el doctor?

– Sí, señor; espere usted un momento.

Don Ibrahim ya sabía que el médico estaba en casa. Cuando salió a ver lo que queria, don Ibrahim, como no acertando por dónde empezar, le sonrió:

– ¿Qué tal la nena, se le arregla ya su tripita?

Don Mario de la Vega, después de cenar, invitó a café a Eloy Rubio Antofagasta, que era el bachiller del plan 3. Se veía que queria abusar.

– ¿Le apetece un purito?

– Sí, señor; muchas gracias.

– ¡Caramba, amigo, no pasa usted a nada! Eloy Rubio Antofagasta sonrió humildemente.

– No, señor. Después añadió:

– Es que estoy muy contento de haber encontrado trabajo, ¿sabe usted?

– ¿Y de haber cenado?

– Sí, señor; de haber cenado también.

El señor Suárez se estaba fumando un purito que le regaló Pepe, el Astilla.

– ¡Ay, qué rico me sabe! Tiene tu aroma. El señor Suárez miró a los ojos a su amigo.

– ¿Vamos a tomarnos unos chatos? Yo no tengo ganas de cenar; estando contigo se me quita el apetito.

– Bueno, vamonos.

– ¿Me dejas que te invite?

La Fotógrafa y el Astilla se fueron, muy cogiditos del brazo, por la calle del Prado arriba, por la acera de la izquierda, según se sube, donde hay unos billares. Algunas personas, al verlos, volvian un poco la cabeza.

– ¿Nos metemos aquí un rato, a ver posturas?

– No, déjalo; el otro día por poco me meten un taco por la boca.

– ¡Qué bestias! Es que hay hombres sin cultura, ¡hay que ver! ¡Qué barbaridad! Te habrás llevado un susto inmenso, ¿verdad, Astillita?

Pepe, el Astilla, se puso de mal humor.

– Oye, le vas a llamar Astillita a tu madre. Al señor Suárez le dio la histeria.

– ¡Ay, mi mamita! ¡Ay, qué le habrá pasado! ¡Ay Dios mío!

– ¿Te quieres callar?

– Perdóname, Pepe, ya no te hablaré más de mi mamá. ¡Ay, pobrecita! Oye, Pepe, ¿me compras una flor? Quiero que me compres una camelia roja; yendo contigo conviene llevar el cartelito de prohibido…

Pepe, el Astilla, sonrió, muy ufano, y le compró al señor Suárez una camelia roja.

– Póntela en la solapa.

– Donde tú quieras.

El doctor, después de comprobar que la señora estaba muerta y bien muerta, atendió a don Leoncio Maestre, que el pobre estaba con un ataque de nervios, casi sin sentido y tirando patadas a todos lados.

– ¡Ay, doctor! ¿Mire que si ahora se nos muere éste? Doña Genoveva Cuadrado de Ostolaza estaba muy apurada.

– No se preocupe, señora, éste no tiene nada importante, un susto de ordago y nada más.

Don Leoncio, sentado en una butaca, tenía los ojos en blanco y echaba espuma por la boca. Don Ibrahim; mientras tanto, había organizado al vecindario.

– Calma, sobre todo una gran calma. Que cada cabeza de familia registre concienzudamente su domicilio. Sirvamos la causa de la Justicia, prestándole el apoyo y la colaboración que esté a nuestros alcances.

– Sí; sí, señor, muy bien hablado. En estos momentos, lo mejor es que uno mande y los demás obedezcamos.

Los vecinos de la casa del crimen, que eran todos españoles, pronunciaron, quién más, quién menos, su frase lapidaria.

– A éste prepárenle una taza de tila.

– Sí, doctor.

Don Mario y el bachiller Eloy acordaron acostarse temprano.

– Bueno, amigo mío, mañana, ¡a chutar! ¿Eh?

– Si, señor, ya verá usted como queda contento de mi trabajo.

– Eso espero. Mañana a las nueve tendrá usted ocasión de empezar a demostrármelo. ¿Hacia dónde va usted?

– Pues a casa, ¿a dónde voy a ir? Iré a acostarme. ¿Usted también se acuesta temprano?

– Toda la vida. Yo soy un hombre de costumbres ordenadas.

Eloy Rubio Antofagasta se sintió cobista; el ser cobista era, probablemente, su estado natural.

– Pues si usted no tiene inconveniente, señor Vega, yo le acompaño primero.

– Como usted guste, amigo Eloy, y muy agradecido. ¡Cómo se ve que está usted seguro de que aún ha de caer algún que otro pitillo!

– No es por eso, señor Vega, créame usted.

– ¡Ande y no sea tonto, hombre de Dios, que todos hemos sido cocineros antes que frailes!

Don Mario y su nuevo corrector de pruebas, aunque la noche estaba más bien fría, se fueron dando un paseito, con el cuello de los gabanes subido. A don Mario, cuando le dejaban hablar de lo que le gustaba, no le hacían mella ni el frío, ni el calor, ni el hambre.

Después de bastante andar, don Mario y Eloy Rubio Antofagasta se encontraron con un grupo de gente estacionada en una bocacalle, y con dos guardias que no dejaban pasar a nadie.

– ¿Ha ocurrido algo? Una mujer se volvió.

– No sé, dicen que han hecho un crimen, que han matado a puñaladas a dos señoras ya mayores.

– ¡Caray!

Un hombre intervino en la conversación.

– No exagere usted, señora; no han sido dos señoras, ha sido una sola.

– ¿Y le parece poco?

– No, señora; me parece demasiado. Pero más me parecería si hubieran sido dos.

Un muchacho joven se acercó al grupo.

– ¿Qué pasa?

Otra mujer le sacó de dudas.

– Dicen que ha habido un crimen, que han ahogado a una chica con una toalla de felpa. Dicen que era una artista.

Los dos hermanos, Mauricio y Hermenegildo, acordaron echar una canita al aire.

– Mira, ¿sabes lo que te digo?, pues hoy es una noche muy buena para irnos de bureo. Si te dan eso, lo celebramos por anticipado, y si no, ¡pues mira!, nos vamos a consolar y de tal día en un año. Si no nos vamos por ahí, vas a andar toda la noche dándole vueltas a la cabeza. Tú ya has hecho todo lo que tenias que hacer; ahora ya sólo falta esperar a lo que hagan los demás.

Hermenegildo estaba preocupado.

– Sí, yo creo que tienes razón; asi, todo el día pensando en lo mismo, no consigo más que ponerme nervioso. Vamos a donde tú quieras, tú conoces mejor Madrid.

– ¿Te hace que nos vayamos a tomar unas copas?

– Bueno, vamos; pero, ¿así, a palo seco?

– Ya encontraremos algo. A estas horas lo que sobran son chavalas.

Mauricio Segovia y su hermano Hermenegildo se fueron de copeo por los bares de la calle de Echegaray. Mauricio dirigía y Hermenegildo obedecía y pagaba.

– Vamos a pensar que lo que celebramos es que me dan eso; yo pago.

– Bueno; si no te queda para volver al pueblo, ya avisarás para que te eche una mano.

Hermenegildo, en una tasca de la calle de Fernández y González, le dio con el codo a Mauricio.

– Mira esos dos, qué verde se están dando. Mauricio volvió la cabeza.

– Ya, ya. Y eso que Margarita Gautier está mala la pobre, fíjate que camelia roja lleva en la solapa. Bien mirado, hermano, aquí el que no corre vuela.

Desde el otro extremo del local, rugió un vozarrón:

– …¡No te propases, Fotógrafa, deja algo para luego! Pepe, el Astilla, se levantó.

– ¡A ver si aquí va a salir alguno a la calle!

Don Ibrahim le decía al señor juez:

– Mire usted, señor juez, nosotros nada hemos podido esclarecer. Cada vecino registró su propio domicilio y nada hemos encontrado que nos llamase la atención.

Un vecino del principal, don Fernando Cazuela, Procurador de los Tribunales, miró para el suelo; él sí había encontrado algo.

El juez interrogó a don Ibrahim.

– Vayamos por partes, ¿la finada tenía familia?

– Sí, señor juez, un hijo.

– ¿Dónde está?

– ¡Uf, cualquiera lo sabe, señor juez! Es un chico de malas costumbres.