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Doña Ramona asentía.

– Sí, sí, en una gran capital como Barcelona está mucho mejor; se aprecia más su arte, lo respetan más, ¡todo!

– ¡Ay, sí! A mí, cuando me dice que se va de tourné por los pueblos, es que me da un vuelco el corazón. ¡Pobre Florentinín, con lo sensible que él es, teniendo que trabajar para un público tan atrasado y, como él dice, lleno de prejuicios! ¡Qué horror!

– Sí, verdaderamente. Pero, ¡en fin!, ahora va bien…

– Sí, ¡si le durase!

Laurita y Pablo suelen ir a tomar café a un bar de lujo, donde uno que pase por la calle casi no se atreve ni a entrar, que hay detrás de la Gran Vía. Para llegar hasta las mesas -media docenita, no más, todas con tapetillo y un florero en el medio- hay que pasar por la barra, casi desierta, con un par de señoritas soplando coñac y cuatro o cinco pollitos tarambanas jugándose los cuartos de casa a los dados.

– Adiós, Pablo, ya no te hablas con nadie. Claro, desde que estás enamorado…

– Adiós, Mari Tere. ¿Y Alfonso?

– Con la familia, hijo; está muy regenerado esta temporada.

Laurita frunció el morro; cuando se sentaron en el sofá, no cogió las manos a Pablo, como de costumbre. Pablo, en el fondo, sintió cierta sensación de alivio.

– Oye, ¿quién es esa chica?

– Una amiga.

Laurita se puso triste y capciosa.

– ¿Una amiga como soy yo ahora?

– No, hija.

– ¡Como dices una amiga!

– Bueno, una conocida.

– Sí, una conocida… Oye, Pablo. Laurita, de repente, apareció con los ojos llenos de lágrimas.

– Qué.

– Tengo un disgusto enorme.

– ¿Por qué?

– Por esa mujer.

– ¡Mira, niña, estáte callada y no marees! Laurita suspiró.

– ¡Claro! Y tú, encima, me riñes.

– No, hija, ni encima ni debajo. No des la lata más de lo necesario.

– ¿Lo ves?

– ¿Veo, qué?

– ¿Lo ves cómo me riñes? Pablo cambió de táctica.

– No, nenita, no te estoy riñendo; es que me molestan estas escenitas de celos, ¡qué le vamos a hacer! Toda la vida me pasó lo mismo.

– ¿Con todas tus novias igual?

– No, Laurita, con unas más y con otras menos…

– ¿Y conmigo?

– Contigo mucho más que con nadie.

– ¡Claro! ¡Porque no me quieres! Los celos no se tienen más que cuando se quiere mucho, muchisimo. como yo a ti.

Pablo miró para Laurita con el gesto con que se puede mirar a un bicho muy raro. Laurita se puso cariñosa.

– Óyeme, Pablito.

– No me llames Pablito. ¿Qué quieres?

– ¡Ay, hijo, eres un cardo!

– Sí, pero no me lo repitas, varía un poco; es algo que me lo dijo ya demasiada gente. Laurita sonrió.

– Pero a mí no me importa nada que seas un cardo. A mí me gustas así, como eres. ¡Pero tengo unos celos! Oye, Pablo, si algún día dejas de quererme, ¿me lo dirás?

– Sí.

– ¡Cualquiera os puede creer! ¡Sois todos tan mentirosos!

Pablo Alonso, mientras se bebía el café, se empezó a dar cuenta de que se aburría al lado de Laurita. Muy mona, muy atractiva, muy cariñosa, incluso muy fiel, pero muy poco variada.

En el Café de doña Rosa, como en todos, el público de la hora del café no es el mismo que el público de la hora de merendar. Todos son habituales, bien es cierto, todos se sientan en los mismos divanes, todos beben en los mismos vasos, toman el mismo bicarbonato, pagan en iguales pesetas, aguantan idénticas impertinencias a la dueña, pero, sin embargo, quizás alguien sepa por qué, la gente de las tres de la tarde no tiene nada que ver con la que llega dadas ya las siete y media; es posible que lo único que pudiera unirlos fuese la idea, que todos guardan en el fondo de sus corazones, de que ellos son, realmente, la vieja guardia del Café. Los otros, los de después de almorzar para los de la merienda y los de la merienda para los de después de almorzar, no son más que unos intrusos a los que se tolera, pero en los que ni se piensa. ¡Estaría buena! Los dos grupos, individualmente o como organismo, son incompatibles, y si a uno de la hora del café se le ocurre esperar un poco y retrasar la marcha, los que van llegando, los de la merienda, lo miran con malos ojos, con tan malos ojos, ni más ni menos, como con los que miran los de la hora del café a los de la merienda que llegan antes de tiempo. En un Café bien organizado, en un Café que fuese algo así como la República de Platón, existiría sin duda una tregua de un cuarto de hora para que los que vienen y los que se van no se cruzasen ni en la puerta giratoria.

En el Café de doña Rosa, después de almorzar, el único conocido que hay, aparte de la dueña y el servicio, es la señorita Elvira, que en realidad es ya casi como un mueble más.

– ¿Qué tal, Elvirita? ¿Se ha descansado?

– Si, doña Rosa, ¿y usted?

– Pues yo, regular, hija, nada más que regular. Yo me pasé la noche yendo y viniendo al water; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder.

– ¡Vaya por Dios! ¿Y está usted mejor?

– Sí, parece que sí, pero me quedó muy mal cuerpo.

– No me extraña, la diarrea es algo que rinde.

– ¡Y que lo diga! Yo ya lo tengo pensado; si de aquí a mañana no me pongo mejor, aviso que venga el médico. Así no puedo trabajar ni puedo hacer nada, y estas cosas, ya sabe usted, como una no esté encima…

– Claro.

Padilla, el cerillero, trata de convencer a un señor de que unos emboquillados que vende no son de colillas.

– Mire usted, el tabaco de colillas siempre se nota; por más que lo laven siempre le queda un gusto un poco raro. Además, el tabaco de colillas huele a vinagre a cien leguas y aquí ya puede usted meter la nariz, no notará nada raro. Yo no le voy a jurar que estos pitillos lleven tabaco de G-ner, yo no quiero engañar a mis clientes; éstos llevan tabaco de cuarterón, pero bien cernido y sin palos. Y la manera de estar hechos, ya la ve usted; aquí no hay máquina, aquí está todo hecho a mano, pálpelos si quiere.

Alfonsito, el niño de los recados, está recibiendo instrucciones de un señor que dejó un automóvil a la puerta.

– A ver si lo entiendes bien, no vayamos a meter la pata entre todos. Tú subes al piso, tocas el timbre y esperas. Si te sale a abrir esta señorita, fíjate bien en la foto, que es alta y tiene el pelo rubio, tú le dices "Napoleón Bonaparte", apréndetelo bien, y si ella te contesta "Sucumbió en Waterloo", tú vas y le das la carta. ¿Te enteras bien?

– Sí, señor.

– Bueno. Apunta eso de Napoleón y lo que te tiene que contestar y te lo vas aprendiendo por el camino. Ella entonces, después de leer la carta, te dirá una hora, las siete, las seis, o la que sea, tú la recuerdas bien y vienes corriendo a decírmelo. ¿Entiendes?

– Sí, señor.

– Bueno, pues vete ya. Si haces bien el recado te doy un duro.

– Sí, señor. Oiga, ¿y si me sale a abrir la puerta alguien que no sea la señorita?

– ¡Ah, es verdad! Si te sale a abrir otra persona, pues nada, dices que te has equivocado; le preguntas: "¿Vive aquí el señor Pérez?", y como te dirán que no, te largas y en paz. ¿Está claro?

– Sí, señor.

A Consorcio López, el encargado, le llamó por teléfono nada menos que Marujita Ranero, su antigua novia, la mamá de los dos gemelines.

– ¿Pero qué haces tú en Madrid?

– Pues que se ha venido a operar mi marido.

López estaba un poco cortado; era hombre de recursos, pero aquella llamada, la verdad, le había cogido algo desprevenido.

– ¿Y los nenes?

– Hechos unos hombrecetes. Este año van a hacer el ingreso.

– ¡Cómo pasa el tiempo!

– Ya, ya.

Marujita tenia la voz casi temblorosa.

– Oye.