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En la- casa de don Ibrahim, que no era grande, casi no cabían los convocados, y la mayor parte se tuvo que quedar de pie, apoyados en la pared y en los muebles, como en los velatorios.

– Señores -empezó don Ibrahim-, me he permitido rogarles su asistencia a esta reunión, porque en la casa en que habitamos ha sucedido algo que se sale de los límites de lo normal.

– Gracias a Dios -interrumpió doña Teresa Corrales, la pensionista del 4.° B.

– A Él sean dadas -replicó don Ibrahim con solemnidad.

– Amén -añadieron algunos en voz baja.

– Cuando anoche -siguió don Ibrahim de Ostolaza-, nuestro convecino don Leoncio Maestre, cuya inocencia todos deseamos que pronto brille intensa y cegadora como la luz solar…

– ¡No debemos entorpecer la acción de la justicia! -clamó don Antonio Pérez Palenzuela, un señor que estaba empleado en Sindicatos y que vivia en el 1.° C-. ¡Debemos abstenernos de opinar antes de tiempo! ¡Soy el jefe de casa y tengo el deber de evitar toda posible coacción al poder judicial!

– Cállese usted, hombre -le dijo don Camilo Pérez, callista, vecino del principal D-, deje usted seguir a don Ibrahim.

– Bien, don Ibrahim, continúe usted, no quiero interrumpir la reunión, tan sólo quiero respeto para las dignas autoridades judiciales y consideración a su labor en pro de un orden…

– ¡Chist,…! ¡Chist…! ¡Deje seguir! Don Antonio Pérez Palenzuela se calló.

– Como decía, cuando anoche don Leoncio Maestre me comunicó la mala nueva del accidente acaecido en la persona de doña Margot Sobrón de Suárez, que en Gloría esté, me faltó tiempo para solicitar de nuestro buen y particular amigo el doctor don Manuel Jorquera, aquí presente, que diese un exacto y preciso diagnóstico del estado de nuestra convecina. El doctor Jorquera, con una presteza que dice mucho y muy alto de su pundonor profesional, se puso a mi disposición y juntos entramos en el domicilio de la víctima.

Don Ibrahim quintaesenció su actitud tribunicia.

– Me tomo la libertad de solicitar de ustedes un voto de gracias para el ilustre doctor Jorquera, quien en unión del también ilustre doctor don Rafael Masasana, cuya modestia, en estos momentos, le hace semiesconderse tras la cortina, a todos nos honran con su vecindad.

– Muy bien -dijeron al tiempo don Exuperío Estremera, el sacerdote del 4.° C, y el propietario, don Lorenzo So-gueiro, del bar "El Fonsagradino", que estaba en uno de los bajos.

Las miradas de aplauso de todos los reunidos iban de un médico al otro; aquello se parecía bastante a una corrida de toros, cuando el matador que quedó bien y es llamado a los medios, se lleva consigo al compañero que tuvo menos suerte con el ganado y no quedó tan bien.

– Pues bien, señores -exclamó don Ibrahim-; cuando pude ver que los auxilios de la ciencia eran ineficaces ya ante el monstruoso crimen perpetrado, tan sólo tuve dos preocupaciones que, como buen creyente, a Dios encomendé: que ninguno de nosotros (y ruego a mi querido señor Pérez Palenzuela que no vea en mis palabras la más ligera sombra de conato de coacción sobre nadie), que ninguno de nosotros, decía, se viese encartado en este feo y deshonroso asunto, y que a doña Margot no le faltasen las honras fúnebres que todos, llegado el momento, quisiéramos para nosotros y para nuestros deudos y allegados.

Don Fidel Utrera, el practicante del entresuelo A, que era muy flamenco, por poco dice "¡Bravo!"; ya lo tenia en la punta de la lengua, pero, por fortuna, pudo dar marcha atrás.

– Propongo, por tanto, amables convecinos, que con vuestra presencia dais lustre y prestancia a mis humildes muros…

Doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista del 1.° B, miró para don Ibrahim. ¡Qué manera de expresarse! ¡Qué belleza! ¡Qué precisión! ¡Parece un libro abierto! Doña Juana, al tropezar con la mirada del señor Ostolaza, volvió la vista hacia Francisco López, el dueño de la peluquería de señoras "Cristi and Quico", instalada en el entresuelo C, que tantas veces había sido su confidente y su paño de lágrimas.

Las dos miradas, al cruzarse, tuvieron un breve, un instantáneo diálogo.

– ¿Eh? ¿Qué tal?

– ¡Sublime, señora! Don Ibrahim continuaba impasible.

– …que nos encarguemos, individualmente, de encomendar a doña Margot en nuestras oraciones, y colectivamente, de costear los funerales por su alma.

– Estoy de acuerdo -dijo don José Leciñena, el propietario del 2.° D.

– Completamente de acuerdo -corroboró don José María Olvera, un capitán de Intendencia que vivía en el 1º A.

– ¿Piensan todos ustedes igual? Don Arturo Ricote, empleado del Banco Hispano Americano y vecino del 4.° D, dijo con su vocecilla cascada:

– Sí, señor.

– Sí, si -votaron don Julio Maluenda, el marino mercante retirado del 2.° C, que tenía la casa que parecia una cha-marilería, llena de mapas y de grabados y de maquetas de barcos, y don Rafael Sáez, el joven aparejador del 3.° D.

– Sin duda alguna tiene razón el señor Ostolaza; debemos atender los sufragios de nuestra desaparecida convecina -opinó don Carlos Luque, del comercio, inquilino del 1.° D.

– Yo, lo que digan todos, a mi todo me parece bien.

Don Pedro Pablo Tauste, el dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", no quería marchar contra la corriente.

– Es una idea oportuna y plausible. Secundémosla -habló don Fernando Cazuela, el procurador de los tribunales del principal B, que la noche anterior, cuando todos los vecinos buscaban al criminal por orden de don Ibrahim, se encontró con el amigo de su mujer, que estaba escondido, muy acurrucado, en la cesta de la ropa sucia.

– Igual digo -cerró don Luis Noalejo, representante en Madrid de las "Hilaturas Viuda e Hijos de Casimiro Pons", y habitante del principal C.

– Muchas gracias, señores, ya veo que todos estamos de acuerdo; todos nosotros hemos hablado y expresado nuestros coincidentes puntos de vista. Recojo vuestra amable adhesión y la pongo en manos del pío presbítero don Exuperio Estremera, nuestro vecino, para que él organice todos los actos con arreglo a sus sólidos conocimientos de canonista.

Don Exuperio puso un gesto mirífico.

– Acepto vuestro mandato.

La cosa había llegado a su fin y la reunión comenzó a disolverse poco a poco. Algunos vecinos tenían cosas que hacer; otros, los menos, pensaban que quien tendría cosas que hacer era, probablemente, don Ibrahim, y otros, que de todo hay siempre, se marcharon porque ya estaban cansados de llevar una hora larga de pie. Don Gumersindo López, empleado de la Campsa y vecino del entresuelo C, que era el único asistente que no había hablado, se iba preguntando, a medida que bajaba, pensativamente, las escaleras:

– ¿Y para esto pedí yo permiso en la oficina?

Doña Matilde, de vuelta de la lechería de doña Ramona, habla con la criada.

– Mañana traiga usted hígado para el mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable.

Don Tesifonte es el oráculo de doña Matilde. Es también su huésped.

– Un higado que esté tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los ríñones, con un poco de vino y cebollita picada.

Lola dice a todo que sí; después, del mercado, trae lo primero que encuentra o lo que le da la gana.

Seoane sale de su casa. Todas las tardes, a las seis y media, empieza a tocar el violín en el Café de doña Rosa. Su mujer se queda zurciendo calcetines y camisetas en la cocina. El matrimonio vive en un sótano de la calle de Ruiz, húmedo y malsano, por el que pagan quince duros; menos mal que está a un paso del Café y Seoane no tiene que gastarse jamás ni un real en tranvías.