"Querida madre:
Le escribo a usted estas dos lineas para comunicarle una noticia que sé que la va a agradar a usted. Antes de dársela quiero desearle que su salud sea perfecta como la mía lo es por el momento, a Dios gracias sean dadas, y que siga usted disfrutándola muchos años en compañía de la buena hermana Paquita, y de su esposo y nenes.
Pues, madre, lo que la tengo que decir es que ya na estoy solo en el mundo, aparte de ustedes, y que he encontrado la mujer que me puede ayudar a fundar una familia y a erigir un hogar, y que puede acompañarme en el trabajo y que me ha de hacer feliz, si Dios quiere, con sus virtudes de buena cristiana. A ver si para el verano se anima usted a visitar a este hijo que tanto la echa de menos y así la conoce. Pues, madre, he de decirla que de los gastos del viaje no debe preocuparse y que yo, sólo por verla a usted, ya sabe que pagaría eso y mucho más. Ya verá usted como mi novia le parece un ángel. Es buena y hacendosa y tan lucida como honrada. Su mismo nombre de pila, que es Esperanza, ya viene a ser como eso, una esperanza de que todo salga con bien. Pida usted mucho a Dios por nuestra futura felicidad, que será también la antorcha que alumbrará su vejez.
Sin más por hoy, reciba usted, querida madre, el beso de cariño de su hijo que mucho la quiere y no la olvida,
tinín."
El autor de la carta, al terminar de escribirla, se levantó, encendió un pitillo y la leyó en voz alta.
– Yo creo que me ha salido bastante bien. Este final de la antorcha está bastante bien.
Después se acercó a la mesa de noche y besó, galante y rendido como un caballero de la Tabla Redonda, una foto con marquito de piel y con una dedicatoria que decía: "A mí Agustín de mi vida con todos los besos de su Esperanza".
– Bueno; si viene mi madre, la guardo (1).
Una tarde, a eso de las seis, Ventura abrió la puerta y llamó en voz baja a la señora.
– ¡Señora!
Doña Celia dejó el puchero en el que se estaba preparando una taza de café para merendar.
– ¡Va en seguida! ¿Desea usted algo?
– Si, haga el favor.
Doña Celia cortó un poco el gas, para que el café no llegara a cocer y se presentó presurosa, recogiéndose el mandil a la espalda y secándose las manos con la bata.
– ¿Llamaba usted, señor Aguado?
– Sí, ¿me presta usted el parchís?
Doña Celia cogió el parchís del trinchero del comedor, se lo pasó a los novios y se puso a cavilar. A doña Celia le da pena, y también cierto temblor al bolsillo, el pensar que el cariño de los tortolitos pueda ir cuesta abajo, que las cosas puedan empezar a marchar mal.
– No, a lo mejor no es eso -se decía doña Celia tratando de ver siempre el lado bueno-, también puede ser que la chica esté mala…
Doña Celia, negocio aparte, es una mujer que coge cariño a las gentes en cuanto las conoce; doña Celia es muy sentimental, es una dueña de casa de citas muy sentimental.
Martin y su compañera de Facultad llevan ya una hora larga hablando.
– ¿Y tú no has pensado nunca en casarte?
– Pues no, chico, por ahora no. Ya me casaré cuando se me presente una buena proporción; como comprenderás, casarse para no salir de pobre, no merece la pena. Ya me casaré, yo creo que hay tiempo para todo.
– ¡Feliz tú! Yo creo que no hay tiempo para nada; yo creo que si el tiempo sobra es porque, como es tan poco, no sabemos lo que hacer con él.
Nati frunció graciosamente la nariz.
– ¡Ay, Marco, hijo! ¡No empieces a colocarme frases profundas! Martin se rió.
– No me tomes el pelo, Nati.
La muchacha lo miró con un gesto casi picaresco, abrió el bolso y sacó una pitillera de esmalte.
– ¿Un pitillo?
– Gracias, estoy sin tabaco. ¡Qué pitillera tan bonita!
– Si, no es fea, un regalo. Martín se busca por los bolsillos.
– Yo tenía una caja de cerillas…
– Toma fuego, también me regalaron el mechero.
– ¡Caray!
Nati fuma con un aire muy europeo, jugando las manos con soltura y con elegancia. Martín se le quedó mirando.
– Oye, Nati, yo creo que hacemos una pareja muy extraña, tú de punta en blanco y sin que te falte un detalle, y yo hecho un piernas, lleno de lámparas y con los codos fuera…
La chica se encogió de hombros.
– ¡Bah, no hagas caso! ¡Mejor, bobo! Así la gente no sabrá a qué carta quedarse.
Martín se fue poniendo triste poco a poco de una manera casi imperceptible, mientras Nati lo mira con una ternura infinita, con una ternura que por nada del mundo hubiera querido que se la notasen.
– ¿Qué te pasa?
– Nada. ¿Te acuerdas cuando los compañeros te llamábamos Natacha?
– Sí.
– ¿Te acuerdas cuando Gascón te echó de clase de Administrativo?
Nati también se puso algo triste.
– Sí.
– ¿Te acuerdas de aquella tarde que te besé en el Parque del Oeste?
– Sabía que me lo ibas a preguntar. Si, también me acuerdo. He pensado en aquella tarde muchas veces, tú fuiste el primer hombre a quien besé en la boca… ¡Cuánto tiempo ha pasado! Oye, Marco.
– Qué.
– Te juro que no soy una golfa.
Martin sintió unos ligeros deseos de llorar.
– ¡Pero, mujer, a qué viene eso!
– Yo sí lo sé, Marco, yo siempre te debo a ti un poquito de fidelidad, por lo menos para contarte las cosas.
Martin, con el pitillo en la boca y las manos enlazadas sobre las piernas, mira cómo una mosca da vueltas por el borde de un vaso. Nati siguió hablando.
– Yo he pensado mucho en aquella tarde. Entonces me figuraba que jamás necesitaría un hombre al lado y que la vida podía llenarse con la política y con la Filosofía del Derecho. ¡Qué estupidez! Pero aquella tarde yo no aprendí nada; te besé, pero no aprendí nada. Al contrario, creí que las cosas eran así, como fueron entre tú y yo, y después vi que no, que no eran así…
A Nati le tiembla un poco la voz.
– …que eran de otra manera mucho peor… Martin hizo un esfuerzo.
– Perdona, Nati. Es ya tarde, me tengo que marchar, pero el caso es que no tengo un duro para invitarte. ¿Me dejas un duro para invitarte?
Nati revolvió en su bolso y, por debajo de la mesa, buscó la mano de Martín.
– Toma, van diez, con las vueltas hazme un regalo.
4
El guardia Julio García Morrazo lleva ya una hora paseando por la calle de Ibiza. A la luz de los faroles se le ve pasar, para arriba y para abajo, siempre sin alejarse demasiado. El hombre anda despacio, como si estuviera meditabundo, y parece que va contando los pasos, cuarenta para allí, cuarenta para aquí, y vuelta a empezar. A veces da algunos más y llega hasta la esquina.
El guardia Julio García Morrázo es gallego. Antes de la guerra no hacía nada, se dedicaba a llevar a su padre ciego de romería cantando las alabanzas de San Sibrán y tocando el guitarrillo. A veces cuando había vino por medio, Julio tocaba un poco la gaita, aunque, por lo común, prefería bailar y que la gaita la tocasen otros.
Cuando vino la guerra y le llamaron a quintas, el guardia Julio García Morrázo era ya un hombre lleno de vida, como un ternero, con ganas de saltar y de brincar como un potro salvaje, y aficionado a las sardinas cabezudas, a las mozas tetonas y al vino del Ribero. En el frente de Asturias, un mal día le pegaron un tiro en un costado y desde entonces el Julio García Morrazo empezó a enflaquecer y ya no levantó cabeza; lo peor de todo fue que el golpe no resultó lo bastante grande para que lo diesen inútil y el hombre tuvo que volver a la guerra y no pudo reponerse bien.