El guardia del anís no era un dialéctico.
– Yo soy un mandado.
– Ya lo sé. Yo sé distinguir, amigo mío.
Cuando el guardia se marcha, Celestino, después de armar el tinglado sobre el que duerme, se acuesta y se pone a leer un rato; le gusta solazarse un poco con la lectura antes de apagar la luz y echarse a dormir. Celestino, en la cama, lo que suele leer son romances y quintillas, a Nietzsche lo deja para por el día. El hombre tiene un verdadero montón y algunos pliegos se los sabe enteros, de pe a pa. Todos son bonitos, pero los que más le gustan a él son los titulados "La insurrección en Cuba" y "Relación de los crímenes que cometieron los dos fíeles amantes don Jacinto del Castillo y doña Leonor de la Rosa para conseguir sus promesas de amor". Este último es un romance de los clásicos, de los que empiezan como Dios manda:
Sagrada Virgen María,
Antorcha del Cielo Empíreo,
Hija del Eterno Padre,
Madre del Supremo Hijo
y del Espíritu Esposa,
pues con virtud, y dominio
en tu vientre virginal
concibió el ser más benigno,
y al cabo de nueve meses,
nació el Autor más divino
para redención del hombre,
de carne humana vestido,
quedanto tu intacto Seno
casto, terso, puro y limpio.
Estos romances antiguos eran sus preferidos. A veces, para justificarse un poco, Celestino se ponía a hablar de la sabiduría del pueblo y de otras monsergas por el estilo. A Celestino también le gustaban mucho las palabras del cabo Pérez ante el piquete:
Soldados, ya que mi suerte
me ha puesto en estos apuros,
os regalo cuatro duros
porque me deis buena muerte;
sólo Pérez os advierte
para que apuntéis derecho,
aunque delito no ha hecho
para tal carnicería,
que toméis la puntería
dos al cráneo y dos al pecho.
– ¡Vaya tío! ¡Antes sí que había hombres! -dice Celestino en voz alta, poco antes de apagar la luz.
Al fondo del semioscuro salón, un violinista melenudo y lleno de literatura toca, apasionadamente, las czardas de Monti.
Los clientes beben. Los hombres, whisky; las mujeres, champán; las que han sido porteras hasta hace quince dias, beben pippermint. En el local todavía hay muchas mesas, es aún un poco pronto.
– ¡Cómo me gusta esto, Pablo!
– Pues hínchate, Laurita, no tienes otra cosa que hacer.
– Oye, ¿es verdad que esto excita?
El sereno fue a donde lo llamaban.
– Buenas noches, señorito.
– Hola.
El sereno sacó la llave y empujó la puerta. Después, Como sin darle mayor importancia, puso la mano.
– Muchas gracias.
El sereno encendió la luz de la escalera, cerró el portal y se vino, dando golpes con el chuzo contra el suelo, a seguir hablando con el guardia.
– Éste viene todas las noches a estas horas y no se marcha hasta eso de las cuatro. En el ático tiene una señorita que está la mar de bien, se llama la señorita Pirula.
– Así cualquiera.
La señora del entresuelo no les quita ojo de encima.
– Y de algo hablarán cuando no se separan. Fíjate, cuando el sereno tiene que abrir algún portal el guardia lo espera.
El marido dejó el periódico.
– ¡También tienes ganas tú de ocuparte de lo que no te importa! Estará esperando a alguna criada.
– Sí, claro, así todo lo arreglas en seguida.
El señor que tiene la querida en el ático, se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sofá del hall. El hall es muy pequeñito, no tiene más mueble que un sofá de dos y enfrente una repisa de madera, debajo de un espejo de marco dorado.
– ¿Qué hay, Pirula?
La señorita Pirula había salido a la puerta en cuanto oyó la llave.
– Nada, Javierchu; para mí, todo lo que hay eres tú.
La señorita Pirula es una chica joven y con aire de ser muy fina y muy educadita, que aún no hace mucho más de un año decía "denén", y "leñe", y "cocretas".
De una habitación de dentro, suavemente iluminada por una luz baja, llegaba, discreto, el sonar de la radio: un suave, un lánguido, un confortable fox lento escrito, sin duda, para ser oído y bailado en la intimidad.
– Señorita, ¿usted baila?
– Muchas gracias, caballero, estoy algo cansada, he estado bailando toda la noche.
La pareja se puso a reír a carcajadas, no unas carcajadas como las de la Uruguaya y el señor Flores, claro es, y después se besó.
– Pirula, eres una chiquilla.
– Y tú un colegial, Javier.
Hasta el cuartito del fondo, la pareja fue abrazada del talle, como si estuvieran paseando por una avenida de acacias en flor.
– ¿Un cigarrillo?
El rito es el mismo todas las noches, las palabras que se dicen, poco más o menos, también. La señorita Pirula tiene un instinto conservador muy perspicaz, probablemente hará carrera. Desde luego, por ahora no puede quejarse: Javier la tiene como una reina, la quiere, la respeta…
Victorita no pedía tanto. Victorita no pedía más que comer y seguir queriendo a su novio, si llegaba a curarse alguna vez. Victorita no sentía deseos ningunos de golfear; pero a la fuerza ahorcan. La muchacha no había golfeado jamás, nunca se había acostado con nadie más que con su novio. Victorita tenía fuerza de voluntad y, aunque era cachonda, procuraba resistirse. Con Paco siempre se había portado bien y no lo engañó ni una sola vez.
– A mi me gustáis todos los hombres -le dijo un dia, antes de que él se pusiera malo-, por eso no me acuesto más que contigo. Si empezase, iba a ser el cuento de nunca acabar.
La chica estaba colorada y muerta de risa al hacer su confesión, pero al novio no le gustó nada la broma.
– Si te soy igual yo que otro, haz lo que quieras, puedes hacer lo que te dé la gana.
Una vez, ya durante la enfermedad del novio, la fue siguiendo por la calle un señor muy bien vestido,
– Oiga usted, señorita, ¿a dónde va usted tan de prisa?
A la muchacha le gustaron los modales del señor; era un señor fino, con aire elegante, que sabia presentarse.
– Déjeme, que voy a trabajar.
– Pero, mujer, ¿por qué voy a dejarla? Que vaya usted a trabajar me parece muy bien; es señal de que, aunque joven y guapa, es usted decente. Pero ¿qué mal puede haber en que crucemos unas palabras?
– ¡Mientras no sea más que eso!
– ¿Y qué más puede ser?
La muchacha sintió que las palabras se le escapaban.
– Podría ser lo que yo quisiese… El señor bien vestido no se inmutó.
– ¡Hombre, claró! Comprenda usted, señorita, que uno tampoco es manco y que hace lo que sabe.
– Y lo que le dejan.
– Bueno, claro, y lo que le dejan.
El señor acompañó a Victorita durante un rato. Poco antes de llegar a la calle de la Madera, Victorita lo despidió.
– Adiós, déjeme ya. Puede vernos cualquiera de la imprenta.
El señor frunció un poquito las cejas.
– ¿Trabaja usted en una imprenta de por aquí?
– Sí, ahí en la calle de la Madera. Por eso le decía que me dejase usted, otro día nos veremos.