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– ¿Qué hora es ya?

– Son ya cerca de las doce. Anda, vamonos a dormir, será lo mejor.

– ¿Nos vamos a acostar?

– Sí, será lo mejor.

Filo recorre las camas de los hijos, dándoles la bendición. Es, ¿cómo diríamos?, es una precaución que no deja de tomarse todas las noches.

Don Roberto lava su dentadura postiza y la guarda en un vaso de agua, que cubre con un papel de retrete, al que da unas vueltecitas rizadas por el borde, como las de los cartuchos de almendras. Después se fuma el último pitillo. A don Roberto le gusta fumarse todas las noches un pitillo, ya en la cama y sin los dientes puestos.

– No me quemes las sábanas.

– No, mujer.

El guardia se acerca a la chica y la coge de un brazo.

– Pensé que no bajabas.

– ¡Ya ves!

– ¿Por qué has tardado tanto?

– ¡Pues mira! Los niños no se querían dormir. Y después el señorito: "¡Petrita, tráeme agua!, ¡Petrita, tráeme el tabaco del bolsillo de la chaqueta!, ¡Petrita, tráeme el periódico que está en el recibidor!" ¡Creí que iba a estar toda la noche pidiéndome cosas!

Petrita y el guardia desaparecen en una bocacalle, camino de los solares de la Plaza de Toros.

Un vientecillo frío le sube a la muchacha por las piernas tibias.

Javier y Pirula fuman los dos un solo cigarrillo. Es ya el tercero de la noche.

Están en silencio y se besan, de cuando en cuando, con voluptuosidad, con parsimonia.

Echados sobre el diván, con las caras muy juntas, tienen los ojos entornados mientras se complacen en pensar, vagarosamente, en nada o en casi nada.

Llega el instante en que se dan un beso más largo, más profundo, más desbordado. La muchacha respira hondamente, como quejándose. Javier la coge del brazo, como a una niña, y la lleva hasta la alcoba.

El lecho tiene la colcha de moaré, sobre la que se refleja la silueta de una araña de porcelana, de color violeta clarito, que cuelga del techo. Al lado de la cama arde una estufita eléctrica.

Un airecillo templado le sube a la muchacha por las piernas tibias.

– ¿Está eso en la mesa de noche?

¾Sí… No hables…

Desde los solares de la Plaza de Toros, incómodo refugio de las parejas pobres y llenas de conformidad, como los feroces, los honestísimos amantes del Antiguo Testamento, se oyen -viejos, renqueantes, desvencijados, con la carrocería destornillada y los frenos ásperos y violentos- los tranvías que pasan, no muy lejanos, camino de las cocheras.

El solar mañanero de los niños alborotadores, camorristas, que andan a pedrada limpia todo el santo día, es, desde la hora de cerrar los portales, un edén algo sucio donde no se puede bailar, con suavidad, a los acordes de algún recóndito, casi ignorado, aparatito de radio; donde no se puede fumar el aromático deleitoso cigarrillo del preludio, donde no se pueden decir, al oído, fáciles ingeniosidades seguras, absolutamente seguras. El solar de los viejos y las viejas de después de comer, que vienen a alimentarse al sol, como los lagartos, es, desde la hora en que los niños y los matrimonios cincuentones se acuestan y se ponen a soñar, un paraíso directo donde no caben evasiones ni subterfugios, donde todo el mundo sabe a lo que va, donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno, en el que quedan, ¡todavía!, las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja, los redondos, los perfectos agujeros que cavó el niño que gastó avaramente sus horas muertas jugando a las bolas.

– ¿Tienes frío, Petrita?

– No, Julio; ¡estoy tan bien a tu lado!

– ¿Me quieres mucho?

– Mucho, no lo sabes tú bien.

Martín Marco vaga por la ciudad sin querer irse a la cama. No lleva encima ni una perra gorda y prefiere esperar a que acabe el Metro, a que se escondan los últimos amarillos y enfermos tranvías de la noche. La ciudad parece más suya, más de los hombres que, como él, marchan sin rumbo fijo con las manos en los vacíos bolsillos -en los bolsillos que, a veces, no están ni calientes-, con la cabeza vacía, con los ojos vacíos, y en el corazón, sin que nadie se lo explique, un vacío profundo e implacable.

Martín Marco sube por Torrijos hasta Diego de León, lentamente, casi olvidadamente, y baja por Príncipe de Vergara, por General Mola, hasta la plaza de Salamanca, con el Marqués de Salamanca en medio, vestido de levita y rodeado de un jardinillo verde y cuidado con mimo. A Martín Marco le gustan los paseos solitarios, las largas, cansadas caminatas por las calles anchas de la ciudad, por las mismas calles que de día, como por un milagro, se llenan -rebosantes como las tazas de los desayunos honestos- con las voces de los vendedores, los ingenuos y descocados cuplés de las criadas de servir, las bocinas de los automóviles, los llantos de los niños pequeños: tiernos, violentos, urbanos lobeznos amaestrados.

Martin Marco se sienta en un banco de madera y enciende una colilla que lleva envuelta, con otras varias, en un sobre que tiene un membrete que dice: "Diputación Provincial de Madrid. Negociado de Cédulas Personales".

Los bancos callejeros son corno una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas: el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el tísico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o su grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre. Y la muchacha que reposa las consecuencias de aquel hondo quejido, y la señora que lee un largo novelón de amor, y la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo de butifarra y pan de tercera, y la cancerosa que aguanta su dolor, y la tonta de la boca entreabierta y dulce babita colgando, y la vendedora de baratijas que apoya la bandeja sobre el regazo, y la niña que lo que más le gusta es ver cómo mean los hombres…

El sobre de las colillas de Martín Marco salió de casa de su hermana. El pobre, bien mirado, es un sobre que ya no sirve para nada más que para llevar colillas, o clavos, o bicarbonato. Hace ya varios meses que quitaron las cédulas personales. Ahora hablan de dar unos carnets de identidad, con fotografía y hasta con huellas dactilares, pero eso lo más probable es que todavía yaya para largo. Las cosas del Estado marchan con lentitud.

Entonces Celestino, volviéndose hacia la fuerza, les dice:

– ¡Ánimo, muchachos! ¡Adelante por la victoria! ¡El que tenga miedo que se quede! ¡Conmigo no quiero más que hombres enteros, hombres capaces de dejarse matar por defender una idea!

La fuerza está en silencio, emocionada, pendiente de sus palabras. En los ojos de los soldados se ve el furioso brillo de las ganas de pelear.

– ¡Luchamos por una humanidad mejor! ¿Qué importa nuestro sacrificio si sabemos que no ha de ser estéril, si sabemos que nuestros hijos recogerán la cosecha de lo que hoy sembramos?

Sobre las cabezas de la tropa vuela la aviación contraria.

Ni uno solo se mueve.

– ¡Y a los tanques de nuestros enemigos, opondremos el temple de nuestros corazones! La fuerza rompe el silencio.

– ¡Muy bien!

– ¡Y los débiles, y los pusilánimes, y los enfermos, deberán desaparecer!

– ¡Muy bien!

– ¡Y los explotadores, y los especuladores, y los ricos!

– ¡Muy bien!

– ¡Y los que juegan con el hambre de la población trabajadora!

– ¡Muy bien!

– ¡Repartiremos el oro del Banco de España!

– ¡Muy bien!

– ¡Pero para alcanzar la ansiada meta de la victoria final, es preciso nuestro sacrificio en aras de la libertad!

– ¡Muy bien!

Celestino estaba más locuaz que nunca.

– ¡Adelante, pues, sin desfallecimientos y sin una sola claudicación!

– ¡Adelante!