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– ¡…Luchamos por el pan y la libertad!

– ¡Muy bien!

– ¡Y nada más! ¡Que cada cual cumpla con su deber! ¡Adelante!

Celestino, de repente, sintió ganas de hacer una necesidad.

– ¡Un momento!

La fuerza se quedó un poco extrañada. Celestino dio una vuelta, tenía la boca seca. La fuerza empezó a desdibujarse, a hacerse un poco confusa… Celestino Ortiz se levantó de su jergón, encendió la luz del bar, tomó un traguito de sifón y se metió en el retrete.

Laurita ya se tomó su pippermint. Pablo ya se tomó un whisky. El violinista melenudo, probablemente, aún sigue rascando, con gesto dramático, su violín lleno de czardas sentimentales y de valses vieneses.

Pablo y Laurita están ya solos.

– ¿No me dejarás nunca, Pablo?

– Nunca, Laurita.

La muchacha es feliz, incluso muy feliz. Allá en el fondo de su corazón, sin embargo, se levanta como una inconcreta, como una ligera sombra de duda.

La muchacha se desnuda, lentamente, mientras mira al hombre con los ojos tristes, como una colegiala interna.

– ¿Nunca, de verdad?

– Nunca, ya lo verás.

La muchacha lleva una combinación blanca, bordada con florecitas de color de rosa.

– ¿Me quieres mucho?

– Un horror.

La pareja se besa de pie, ante el espejo del armario. Los pechos de Laurita se aplastan un poco contra la chaqueta del hombre.

– Me da vergüenza, Pablo. Pablo se ríe.

– ¡Pobrecita!

La muchacha lleva un sostén minúsculo.

– Suéltame aquí.

Pablo le besa la espalda, de arriba abajo.

– ¡Ay!

– ¿Qué te pasa?

Laurita sonríe, agachando un poco la cabeza.

– ¡Qué malo eres!

El hombre le vuelve a besar en la boca.

– Pero ¿no te gusta?

La muchacha siente hacia Pablo un agradecimiento profundo.

– Sí, Pablo, mucho. Me gusta mucho, muchísimo…

Martín siente frio y piensa ir a darse una vuelta por los hotelitos de la calle de Alcántara, de la calle de Montesa, de la calle de Las Naciones, que es una callejuela corta, llena de misterio, con árboles en las rotas aceras y paseantes pobres y pensativos, que se divierten viendo entrar y salir a la gente de las casas de citas, imaginándose lo que pasa dentro, detrás de los muros de sombrío ladrillo rojo.

El espectáculo, incluso para Martín, que lo ve desde dentro, no resulta demasiado divertido, pero se mata el tiempo. Además, de casa en casa, siempre se va cogiendo algo de calor.

Y algo de cariño también. Hay algunas chicas muy simpáticas, las de tres duros; no son muy guapas, ésa es la verdad, pero son muy buenas y amables, y tienen un hijo en los agustinos o en los jesuítas, un hijo por el que hacen unos esfuerzos sin límite para que no salga un hijo de puta, un hijo al que van a ver, de vez en cuando, algún domingo por la tarde, con un velito a la cabeza y sin pintar. Las otras, las de postín, son insoportables con sus pretensiones y con su empaque de duquesas; son guapas, bien es cierto, pero también son atravesadas y despóticas, y no tienen ningún hijo en ningún lado. Las putas de lujo abortan, y si no pueden, ahogan a la criatura en cuanto nace, tapándole la cabeza con una almohada y sentándose encima.

Martín va pensando, a veces habla en voz baja.

– No me explico -dice- cómo sigue habiendo criaditas de veinte años ganando doce duros.

Martín se acuerda de Petrita, con sus carnes prietas y su cara lavada, con sus piernas derechas y sus senos levantándole la blusita o el jersey.

– Es un encanto de criatura, haría carrera y hasta podría ahorrar algunos duros. En fin, mientras siga decente, mejor hace. Lo malo será cuando la tumbe cualquier pescadero o cualquier guardia de Seguridad. Entonces será cuando se dé cuenta de que ha estado perdiendo el tiempo. ¡Allá ella!

Martin sale por Lista y al llegar a la esquina del General Pardiñas le dan el alto, le cachean y le piden la documentación.

Martín iba arrastrando los pies, iba haciendo ¡clas! ¡clas! sobre las losas de la acera. Es una cosa que le entretiene mucho…

Don Mario de la Vega fue pronto a la cama, el hombre quería estar descansado al día siguiente, por si salía bien la maniobra que llevaba doña Ramona.

El hombre que iba a entrar cobrando dieciséis pesetas, no era cuñado de una muchacha que trabajaba de empaquetadora en la tipografía "El Porvenir", de la calle de la Madera, porque a su hermano Paco le había agarrado la tisis con saña.

– Bueno, muchacho, hasta mañana, ¿eh?

– Adiós, siga usted bien. Hasta mañana y que Dios le dé mucha suerte, le estoy a usted muy agradecido.

– De nada, hombre, de nada. El caso es que sepas trabajar.

– Procuraré, sí, señor.

Al aire de la noche, Petrita se queja, gozosa, toda la sangre del cuerpo en la cara.

Petrita quiere mucho al guardia, es su primer novio, el hombre que se llevó las primicias por delante. Allí en el pueblo, poco antes de venirse, la chica tuvo un pretendiente, pero la cosa no pasó a mayores.

– ¡Ay, Julio, ay, ay! ¡Ay, qué daño me haces! ¡Bestia! ¡Cachondo! ¡Ay, ay!

El hombre le muerde en la sonrosada garganta, donde se nota el tibio golpecito de la vida.

Los novios esperan unos momentos en silencio, sin moverse. Petrita parece como pensativa.

– Julio.

– Qué.

– ¿Me quieres?

El sereno de la calle de Ibiza se guarece bajo un portal que deja entornado por si alguien llama.

El sereno de la calle de Ibiza enciende la luz de la escalera; después se da aliento en los dedos, que le dejan al aire los mitones de lana, para desentumecerlos. La luz de la escalera se acaba pronto. El hombre se frota las manos y vuelve a dar la luz. Después saca la petaca y lía un pitillo.

Martín habla suplicante, acobardado, con precipitación. Martín está tembloroso como una vara verde.

– No llevo documentos, me los he dejado en casa. Yo soy escritor, yo me llamo Martín Marco. A Martín le da la tos. Después se ríe.

– ¡Je, je! Usted perdone, es que estoy algo acatarrado, eso es, algo acatarrado, ¡je, je!

A Martín le extraña que el policía no lo reconozca.

– Colaboro en la prensa del Movimiento, pueden ustedes preguntar en la Vicesecretaria, ahí en Genova. Mi último artículo salió hace unos días en varios periódicos de pro vincias: en Odiel, de Huelva; en Proa, de León; en Ofensiva, de Cuenca. Se llamaba Razones de la permanencia espiritual de Isabel la Católica,

El policía chupa su cigarrillo.

– Ande, siga. Vayase a dormir, que hace frío.

– Gracias, gracias.

– No hay de qué. Oiga. Martín creyó morir.

– Qué.

– Y que no se le quite la inspiración.

– Gracias, gracias. Adiós.

Martin aprieta el paso y no vuelve la cabeza, no se atreve. Lleva dentro del cuerpo un miedo espantoso que no se explica.

Don Roberto, mientras acaba de leer el periódico, acaricia, un poco por cumplido, a su mujer, que apoya la cabeza sobre su hombro. A los pies, en este tiempo, siempre se echan un viejo abrigo.

– Mañana qué es, Roberto, ¿un día muy triste o un día muy feliz?

– ¡Un día muy feliz, mujer!

Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda, negruzca, redondita.

– Sí, ¡bien mirado!

La mujer, cuando sonríe honestamente, emocionadamente, se olvida de su caries y enseña la dentadura.

– Sí, Roberto, es verdad. ¡Qué día más feliz mañana!

– ¡Pues claro, Filo! Y, además, ya sabes lo que yo digo, ¡mientras todos tengamos salud!

– Y la tenemos, Roberto, gracias a Dios.

– Sí, no podemos quejarnos. ¡Cuántos están peor! Nosotros, mal o bien, vamos saliendo. Yo no pido más.

– Ni yo, Roberto. Verdaderamente, muchas gracias tenemos que dar a Dios, ¿no te parece?

Filo está mimosa con su marido. La mujer es muy agradecida; el que le hagan un poco de caso le llena de alegría.