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Las letras donde se lee "Villa Filo" son negras, toscas, frías, demasiado derechas, sin gracia ninguna.

– Usted perdone, voy a dar la vuelta a Montesa.

– Como usted guste, señorito. Martin piensa:

– Este sereno es un miserable, los serenos son todos muy miserables, ni sonríen ni se enfurecen jamás sin antes calcularlo. Si supiera que voy sin blanca me hubiera echado a patadas, me hubiera deslomado de un palo.

Ya en la cama, doña María, la señora del entresuelo, habla con su marido. Doña María es una mujer de cuarenta o cuarenta y dos años. Su marido representa tener unos seis más.

– Oye, Pepe.

¾Qué.

– Pues que estás un poco despegado conmigo.

– ¡No, mujer!

– Sí, a mí me parece que sí.

– ¡Qué cosas tienes!

Don José Sierra no trata a su mujer ni bien ni mal, la trata como si fuera un mueble al que a veces, por esas manías que uno tiene, se le hablase como a una persona.

– Oye, Pepe.

– Qué.

– ¿Quién ganará la guerra?

– ¿A ti qué más te da? Anda, déjate ahora de esas cosas y duérmete.

Doña María se pone a mirar para el techo. Al cabo de un rato vuelve a hablar con su marido.

– Oye, Pepe.

– Qué.

– ¿Quieres que coja el pañito?

– Bueno, coge lo que quieras.

En la calle de Montesa no hay más que empujar la verja del jardín y tocar dentro, con los nudillos, sobre la puerta. Al timbre le falta el botón y el hierrito que queda suelto, a veces, corriente. Martín ya lo sabía de otras ocasiones.

– ¡Hola, doña Jesusa! ¿Cómo está usted?

– Bien, ¿y tú, hijo?

– ¡Pues ya ve! Oiga, ¿está la Marujita?

– No, hijo. Esta noche no ha venido, ya me extraña. A lo mejor viene todavía. ¿Quieres esperarla?

– Bueno, la esperaré. ¡Para lo que tengo que hacer!

Doña Jesusa es una mujer gruesa, amable, obsequiosa, con aire de haber sido guapetona, teñida de rubio, muy dispuesta y emprendedora.

– Anda, pasa con nosotras a la cocina, tú eres como de la familia.

– Si…

Alrededor del hogar donde cuecen varios pucheros de agua, cinco o seis chicas dormitan aburridas y con cara de no estar ni tristes ni contentas.

– ¡Qué frío hace!

– Ya, ya. Aqui se está bien, ¿verdad?

– Sí, ¡ya lo creo!, aquí se está muy bien. Doña Jesusa se acerca a Martín.

– Oye, arrímate al fogón, vienes helado. ¿No tienes abrigo?

– No.

– ¡Vaya por Dios!

A Martín no le divierte la caridad. En el fondo, Martín es también un nietzscheano.

– Oiga, doña Jesusa, ¿y la Uruguaya, tampoco está?

– Si, está ocupada; vino con un señor y con él se encerró, van de dormida.

– ¡Vaya!

– Oye, si no es indiscreción, ¿para que querías a la Marujita, para estar un rato con ella?

– No… Quería darle un recado.

– Anda, no seas bobo. ¿Es que… estás mal de fondos?

Martín Marco sonrió, ya estaba empezando a entrar en calor.

– Mal no, doña Jesusa, ¡peor!

– Tú eres tonto, hijo. ¡A estas alturas no vas a tener confianza conmigo, con!o que yo quería a tu pobre madre, que en Gloria esté!

Doña Jesusa dio en el hombro a una de las chicas que se calentaban al fuego, a una muchachita flacucha que estaba leyendo una novela.

– Oye, Pura, vete con éste, ¿no andabas medio mala? Anda, acostaros y no bajes ya. No te preocupes por nada, mañana ya te sacaré yo las castañas del fuego.

Pura, la chica que está medio mala, mira para Martín y sonríe. Pura es una mujer joven, muy mona, delgadita, un poco pálida, ojerosa, con cierto porte de virgen viciosilla.

– Doña Jesusa, muchas gracias, usted siempre tan buena conmigo.

– Calla, mimoso, ya sabes que se te trata como a un hijo. Tres pisos escaleras arriba y una habitación abuhardillada.

Una cama, un aguamanil, un espejito con marco blanco, un perchero y una silla.

Un hombre y una mujer.

Cuando falta el cariño, hay que buscar el calor. Pura y Martín echaron sobre la cama toda la ropa, para estar más abrigados. Apagaron la luz (-No, no. Estáte quieta, muy quieta…) se durmieron en un abrazo, como dos recién casados.

Fuera se oía, de vez en vez, el "¡Va!" de los serenos.

A través del tabique de panderete se distinguía el crujir de un somier, disparatado y honesto como el canto de la cigarra.

La noche se cierra, al filo de la una y media o las dos de la madrugada, sobre el extraño corazón de la ciudad.

Miles de hombres se duermen abrazados a sus mujeres sin pensar en el duro, en el cruel día que quizá les espere, agazapado como un gato montes, dentro de tan pocas horas.

Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, en el sublime y delicadísimo vicio solitario.

Y algunas docenas de muchachas esperan -¿qué esperan, Dios mío?, ¿por qué las tienen tan engañadas?- con la mente llena de dorados sueños.

5

Hacia las ocho y media de la tarde, o a veces antes, ya suele estar Julita en casa.

– ¡Hola, Julita, hija!

– ¡Hola, mamá!

La madre la mira de arriba abajo, boba, orgullosa.

– ¿Dónde has estado metida?

La niña deja el sombrero sobre el piano y se esponja la melena ante el espejo. Habla distraídamente, sin mirarla.

– Ya ves, ¡por ahí!

La madre tiene la voz tierna, parece como si quisiese agradar.

– ¡Por ahí! ¡Por ahí! Te pasas todo el dia en la calle y después, cuando vienes, no me cuentas nada. A mí, ¡con lo que me gusta saber de tus cosas! A tu madre, que tanto te quiere…

La muchacha se arregla los labios mirándose en el revés de la polvera.

– ¿Y papá?

– No sé. ¿Por qué? Se marchó hace ya rato y todavía es pronto para que vuelva. ¿Por qué me lo preguntas?

– No, por nada. Me acordé de él de repente porque lo vi en la calle.

– ¡Con lo grande que es Madrid! Mita sigue hablando.

– ¡Ca, es un pañuelo! Lo vi en la calle de Santa Engracia. Yo bajaba de una casa, de hacerme una fotografía.

– No me habías dicho nada.

– Quería sorprenderte… Él iba a la misma casa; por lo visto, tiene un amigo enfermo en la vecindad.

La niña la mira por el espejito. A veces piensa que su madre tiene cara de tonta.

– ¡Tampoco me dijo una palabra! Doña Visi tenía el aire triste.

– A mi nunca me dices nada.

Julita sonríe y se acerca a besar a su madre.

– ¡Qué bonita es mi vieja!

Doña Visi la besa, hecha la cabeza atrás y enarca las cejas.

– ¡Huy! ¡Hueles a tabaco! Julita frunce la boca.

– Pues no he fumado, ya sabes de sobra que no fumo, que me parece poco femenino. La madre ensaya un gesto severo.

– Entonces… ¿Te habrán besado?

– Por Dios, mamá, ¿por quién me tomas?

La mujer, la pobre mujer, coge a la hija de las dos manos.

– Perdóname, hijita, ¡es verdad! ¡Qué tonterías digo! Se queda pensativa unos instantes y habla muy quedo, como consigo misma:

– Es que a una todo se le imagina peligro para su hijita. Julita deja escapar dos lágrimas.

– ¡Es que dices unas cosas!

La madre sonríe, un poco a la fuerza, y acaricia el pelo de la muchacha.

– Anda, no seas chiquilla, no me hagas caso. Te lo decía de broma.

Mita está abstraída, parece que no oye.

– Mamá…