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– Qué.

Don Pablo piensa que los sobrinos de su mujer le han venido a hacer la pascua, le han estropeado la tarde. A estas horas estaba ya todos los días en el Café de doña Rosa, tomándose su chocolate.

Los sobrinos de su mujer se llaman Anita y Fidel. Anita es hija de un hermano de doña Pura, empleado del Ayuntamiento de Zaragoza, que tiene una cruz de Beneficencia porque una vez sacó del Ebro a una señora que resultó prima del presidente de la Diputación. Fidel es su marido, un chico que tiene una confitería en Huesca. Están pasando unos días en Madrid, en viaje de novios.

Fidel es un muchacho joven, que lleva bigotito y una corbata verde claro. En Zaragoza ganó, seis o siete meses atrás, un concurso de tango, y aquella misma noche le presentaron a la chica que ahora es su mujer.

El padre de Fidel, pastelero también, había sido un tío muy bruto que se purgaba con arena y que no hablaba más que de las joticas y de la Virgen del Pilar. Presumía de culto y emprendedor y usaba dos clases de tarjetas, unas que decían: "Joaquín Bustamante. Del comercio", y otras, en letra gótica, donde se leía: "Joaquín Bustamante Valls. Autor del proyecto Hay que doblar la producción agrícola en España". A su muerte dejó una cantidad tremenda de papeles de barba llenos de números y planos; quería duplicar las cosechas con un sistema de su invención: unas tremendas pilas de terrazas rellenas de tierra fértil, que recibirían el agua por unos pozos artesianos y el sol por un juego de espejos.

El padre de Fidel cambió de nombre la pastelería cuando la heredó de su hermano mayor, muerto el 98 en Filipinas. Antes se llamaba "La endulzadora", pero le pareció el nombre poco significativo y le puso "Al solar de nuestros mayores". Estuvo más de medio año buscando título y al final tenía apuntados lo menos trescientos, casi todos por el estilo.

Durante la República y aprovechando que el padre se murió, Fidel volvió a cambiar el nombre de la pastelería y le puso "El sorbete de oro".

– Las confiterías no tienen por qué tener nombres políticos -decía.

Fidel, con una rara intuición, asociaba la marca "Al solar de nuestros mayores" con determinadas tendencias del pensamiento.

– Lo que tenemos que hacer es colocar a quien sea los bollos suizos y los petisús. Con las mismas pesetas nos pagan los republicanos que los carlistas.

Los chicos, ya sabéis, han venido a Madrid a pasar la luna de miel y se han creído en la obligación de hacer una larga visita a los tíos. Don Pablo no sabe cómo sacárselos de encima.

– De modo que os gusta Madrid, ¿eh?

– Pues sí…

Don Pablo deja pasar unos instantes para decir:

– ¡Bueno!

Doña Pura está pasada. La pareja, sin embargo, no parece entender demasiado.

Victorita se fue a la calle de Fuencarral, a la lechería de doña Ramona Bragado, la antigua querida de aquel señor que fue dos veces Subsecretario de Hacienda.

– ¡Hola, Victorita! ¡Qué alegría más grande me das!

– Hola, doña Ramona.

Doña Ramona sonríe, meliflua, obsequiosa.

– ¡Ya sabía yo que mi niña no había de faltar a la cita! Victorita intentó sonreír también.

– Sí, se ve que está usted muy acostumbrada.

– ¿Qué dices?

– Pues ya ve, ¡nada!

– ¡Ay, hija, qué suspicaz!

Victorita se quitó el abrigo, llevaba el escote de la blusa desabrochado y tenía en los ojos una mirada extraña, no se sabría bien si suplicante, humillada o cruel.

– ¿Estoy bien así?

– Pero hija, ¿qué te pasa?

– Nada., no me pasa nada.

Doña Ramona, mirando para otro lado, intentó sacar a flote sus viejas mañas de componedora.

– ¡Anda, anda! No seas chiquilla. Anda, entra ahí a jugar a las cartas con mis sobrinas. Victorita se plantó.

– No, doña Ramona. No tengo tiempo. Me espera mi novio. A mi, ¿sabe usted?, ya me revienta andar dándole vueltas al asunto, como un borrico de noria. Mire usted, a usted y a mi lo que nos interesa es ir al grano, ¿me entiende?

– No, hija, no te entiendo. Victorita tenía el pelo algo revuelto.

– Pues se lo voy a decir más claro: ¿dónde está el cabrito?

Doña Ramona se espantó.

– ¿Eh?

– ¡Que dónde está el cabrito! ¿Me entiende? ¡Que dónde está el tío!

– ¡Ay, hija, tú eres una golfa!

– Bueno, yo soy lo que usted quiera, a mí no me importa. Yo tengo que tirarme a un hombre para comprarle unas medicinas a otro. ¡Venga el tío!

– Pero, hija, ¿por qué hablas así? Victorita levantó la voz.

– ¡Pues porque no me da la gana de hablar de otra manera, tía alcahueta! ¿Se entera? ¡Porque no me da la gana!

Las sobrinas de doña Ramona se asomaron al oír las voces. Por detrás de ellas sacó la jeta don Mario.

– ¿Qué pasa, tía?

– ¡Ay! ¡Esta mala pécora, desagradecida, que quiso pegarme!

Victorita estaba completamente serena. Poco antes de hacer alguna barbaridad, todo el mundo está completamente sereno. O poco antes, también, de decidirse a no hacerla.

– Mire usted, señora, ya volveré otro día, cuando tenga menos clientas.

La muchacha abrió la puerta y salió. Antes de llegar a la esquina la alcanzó don Mario. El hombre se llevó la mano al sombrero.

– Señorita, usted perdone. Me parece, ¡para qué nos vamos a andar con rodeos!, que yo soy un poco el culpable de todo esto. Yo…

Victorita le interrumpió.

– ¡Hombre, me alegro de conocerlo! ¡Aquí me tiene! ¿No me andaba buscando? Le juro a usted que jamás me he acostado con nadie más que con mi novio. Hace tres meses, cerca de cuatro, que no sé lo que es un hombre. Yo quiero mucho a mi novio. A usted nunca lo querré, pero en cuanto me pague me voy a la cama. Estoy muy harta. Mi novio se salva con unos duros. No me importa ponerle los cuernos. Lo que me importa es sacarlo adelante. Si usted me lo cura, yo me lío con usted hasta que usted se harte.

La voz de la muchacha ya venia temblando. Al final se echó a llorar.

– Usted dispense…

Don Mario, que era un atravesado con algunas venas de sentimental, tenía un nudo en la garganta.

– ¡Cálmese, señorita! Vamos a tomar un café, eso le sentará bien.

En el Café, don Mario le dijo a Victorita:

– Yo te daría dinero para que se lo llevases a tu novio, pero, hagamos lo que hagamos, él se va a creer lo que le dé la gana, ¿no te parece?

– Sí, que se crea lo que quiera. Ande, lléveme usted a la cama.

Julita, abstraída, parece no oír, parece como si estuviera en la luna.

– Mamá…

– Qué.

– Tengo que hacerte una confesión.

– ¿Tú? ¡Ay, hijita, no me hagas reir!

– No, mamá, te lo digo en serio, tengo que hacerte una confesión.

A la madre le tiemblan los labios un poquito, habría que fijarse mucho para verlo.

– Di, hija, di.

– Pues… No sé si me voy a atrever.

– Sí, hija, di, no seas cruel. Piensa en lo que se dice, que una madre es siempre una amiga, una confidente para su hija.

– Bueno, si es así…

– A ver, di.

– Mamá…

– Qué.

Julita tuvo un momento de arranque.

– ¿Sabes por qué huelo a tabaco?

– ¿Por qué?

La madre está anhelante, se la hubiera ahogado con un pelo.

– Pues porque he estado muy cerca de un hombre y ese hombre estaba fumando un puro.

Doña Visi respiró. Su conciencia, sin embargo, le seguía exigiendo seriedad.

– ¿Tú?

– Sí, yo.

– Pero…

– No mamá, no temas. Es muy bueno. La muchacha toma una actitud soñadora, parece una poetisa.

– ¡Muy bueno, muy bueno!

– ¿Y decente, hija mía, que es lo principal?

– Sí, mamá, también decente.

Ese último gusanito adormecido del deseo que aun en los viejos existe, cambió de postura en el corazón de doña Visi.

– Bueno, hijita, yo no sé qué decirte. Que Dios te bendiga…