Выбрать главу

– Es un sabio -dicen-, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica. Don Francisco les suele atajar.

– No sólo con fe se curará, amigo mío -les dice cariñosamente, poniendo la voz un poco confidencial-, la fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada. Hace falta también que pongan ustedes algo de su parte, hace falta obediencia y asiduidad, ¡mucha asiduidad!, no abandonarse y no dejar de venir por aquí en cuanto se nota una ligera mejoría… ¡Encontrarse bien no es estar curado, ni mucho menos! ¡Desgraciadamente, los virus que producen las enfermedades son tan taimados como traidores y alevosos!

Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus espaldas un familión tremendo.

A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente. Don Francisco asiste, con el corazón encogido, al progreso de la farmacopea.

– Día llegará -piensa- en que los médicos estaremos de más, en que en las boticas habrá unas listas de pildoras y los enfermos se recetarán solos.

Cuando le hablan, decimos, de las sulfamidas, don Francisco suele responder:

– Haga usted lo que quiera, pero no vuelva por aquí. Yo no me encargo de vigilar la salud de un hombre que voluntariamente se debilita la sangre.

Las palabras de don Francisco suelen hacer un gran efecto.

– No, no, lo que usted mande, yo sólo haré lo que usted mande.

En la casa, en una habitación interior, doña Soledad, su señora, repasa calcetines mientras deja vagar la imaginación, una imaginación torpe, corta y maternal como el vuelo de una gallina. Doña Soledad no es feliz, puso toda su vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido, hacerla feliz. Once le nacieron y once viven, casi todos lejos, alguno perdido. Los dos mayores, Soledad y Piedad, se fueron monjas hace ya mucho tiempo, cuando cayó Primo de Rivera; aún hace unos meses, desde el convento, tiraron también de María Auxiliadora, una de las pequeñas. El mayor de los dos únicos varones, Francisco, el tercero de los hijos, fue siempre el ojito derecho de la señora; ahora está de médico militar en Carabanchel, algunas noches viene a dormir a casa. Amparo y Asunción son las dos únicas casadas. Amparo con el ayudante de su padre, don Emilio Rodríguez Ronda; Asunción con don Fadrique Méndez, que es practicante en Guadalajara, hombre trabajador y mañoso que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo pone unas inyecciones a un niño que unas lavativas a una vieja de buena posición, que arregla una radio o pone un parche a una bolsa de goma. La pobre Amparo ni tiene hijos ni podrá ya tenerlos, anda siempre mal de salud, siempre a vueltas con sus arrechuchos y sus goteras; tuvo primero un aborto, después una larga serie de trastornos, y hubo que acabar al final por ex-tirparle los ovarios y sacarle fuera todo lo que le estorbaba, que debía ser bastante. Asunción, en cambio, es más fuerte y tiene tres hijos que son tres soles: Pilarín, Fadrique y Saturnino; la mayorcita ya va al colegio, ya ha cumplido los cinco años.

Después, en la familia de don Francisco y doña Soledad, viene Trini, soltera, feúcha, que buscó unos cuartos y puso una mercería en la calle de Apodaca.

El local es pequeñito, pero limpio y atendido con esmero.

Tiene un escaparate minúsculo en el que se muestran madejas de lana, confecciones para niños y medias de seda, y un letrero pintado de azul claro, donde con letra picuda se lee "Trini" y debajo y más pequeño, "Mercería". Un chico de la vecindad que es poeta y que mira a la muchacha con una ternura profunda, trata en vano de explicar a su familia, a la hora de la comida:

– Vosotros no os dais cuenta, pero a mí estas tiendas pequeñitas y recoletas que se llaman "Trini", ¡me producen una nostalgia!

– Este chico es tonto -asegura el padre-, el día que yo desaparezca no sé lo que va a ser de él.

El poeta de la vecindad es un jovencito melenudo, pálido, que está siempre evadido, sin darse cuenta de nada, para que no se le escape la inspiración, que es algo así como una mariposita ciega y sorda pero llena de luz, una mariposita que vuela al buen tuntún, a veces dándose contra las paredes, a veces más alta que las estrellas. El poeta de la vecindad tiene dos rosetones en las mejillas. El poeta de la vecindad, en algunas ocasiones, cuando está en vena, se desmaya en los Cafés y tienen que llevarlo al retrete, a que se despeje un poco con el olor a desinfectante, que duerme en su jaulita de alambre, como un grillo.

Detrás de Trini viene Nati, la compañera de Facultad de Martín, una chica que anda muy bien vestida, quizá demasiado bien vestida, y después María Auxiliadora, la que se fue monja con las dos mayores hace poco. Cierran la serie de los hijos tres calamidades: los tres pequeños. Socorrito se escapó con un amigo de su hermano Paco, Bartolomé Anguera, que es pintor; llevan una vida de bohemios en un estudio de la calle de los Caños, donde se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos como sorbetes. La chica asegura a sus amigas que es feliz, que todo lo da por bien empleado con tal de estar al lado de Bartolo, de ayudarle a hacer su Obra. Lo de "Obra" lo dice con un énfasis tremendo de letra mayúscula,

con un énfasis de jurado de las Exposiciones Nacionales.

– En las Nacionales no hay criterio -dice Socorrito-, no saben por dónde andan. Pero es igual, tarde o temprano no tendrán más remedio que medallar a mi Bartolo.

En la casa hubo un disgusto muy serio con la marcha de Socorrito.

– ¡Si por lo menos se hubiera ido de Madrid! -decía su hermano Paco, que tenía un concepto geográfico del honor.

La otra, María Angustias, al poco tiempo empezó con que quería dedicarse al cante y se puso de nombre Carmen del Oro. Pensó también en llamarse Rosario Giralda y Esperanza de Granada, pero un amigo suyo, periodista, le dijo que no, que el nombre más a propósito era Carmen del Oro. En ésas andábamos cuando, sin dar tiempo a la madre a reponerse de lo de Socorrito, María Angustias se lió la manta a la cabeza y se largó con un banquero de Murcia que se llamaba don Estanislao Ramírez. La pobre madre se quedó tan seca que ya ni lloraba.

El pequeño, Juan Ramón, salió de la serie B y se pasaba el día mirándose al espejo y dándose cremas a la cara.

A eso de las siete, entre dos enfermos, don Francisco sale al teléfono. Casi no se oye lo que habla.

– ¿Va a estar usted en casa?

– Bien, yo iré por allí a eso de las nueve.

– No, no llame a nadie.

La muchacha parece estar en trance, el ademán soñador, la mirada perdida, en los labios la sonrisa de la felicidad.

– Es muy bueno, mamá, es muy bueno, muy bueno. Me cogió una mano, me miró fijo a los ojos…

– ¿Nada más?

– Si. Se me acercó mucho y dijo: Julita, mi corazón arde de pasión, yo ya no puedo vivir sin ti, si me desprecias mi vida ya no tendrá objeto, será como un cuerpo que flota, sin rumbo, a merced del destino. Doña Visi sonríe emocionada.

– Igual que tu padre, hija mía, igual que tu padre. Doña Visi entorna la mirada y se queda beatíficamente pensativa, dulce y quizás algo tristemente descansada.

– Claro… El tiempo pasa… ¡Me estás haciendo vieja, Julita!

Doña Visi está unos segundos en silencio. Después se lleva el pañuelo a los ojos y se seca dos lágrimas que asomaban tímidas.

– ¡Pero mamá!

– No es nada, hijita; la emoción. ¡Pensar que algún día llegarás a ser de algún hombre! Pidamos a Dios, hijita mía, para que te depare un buen marido, para que haga que llegues a ser la esposa del hombre que te mereces.