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– Sí, mamá.

– Y cuídate mucho, Julita, ¡por el amor de Dios! No le des confianza ninguna, te lo suplico. Los hombre son taimados y van a lo suyo, no te fies jamás de buenas palabras. No olvides que los hombres se divierten con las frescas, pero al final se casan con las decentes.

– Sí, mamá.

– Claro que sí, hijita. Y conserva lo que conservé yo durante veintitrés años para que se lo llevase tu padre. ¡Es lo único que las mujeres honestas y sin fortuna podemos ofrecerles a nuestros maridos!

Doña Visi está hecha un mar de lágrimas. Julita trata de consolarla.

– Descuida, mamá.

En el Café, doña Rosa sigue explicándole a la señorita Elvira que tiene el vientre suelto, que se pasó la noche yendo y viniendo del water a la alcoba y de la alcoba al water.

– Yo creo que algo me habrá sentado mal; los alimentos, a veces, están en malas condiciones; si no, no me lo explico.

– Claro, eso debió ser seguramente.

La señorita Elvira, que es ya como un mueble en el Café de doña Rosa, suele decir a todo amén. El tener amiga a doña Rosa es algo que la señorita Elvira considera muy importante.

– ¿Y tenía usted retortijones?

– ¡Huy, hija! ¡Y qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas.

La señorita Elvira seguía asintiendo.

– Sí, eso dicen, que cenar mucho es malo, que no se hace bien la digestión.

– ¿Qué se va a hacer bien? ¡Se hace muy mal! Doña Rosa bajó un poco la voz.

– ¿Usted duerme bien?

Doña Rosa trata a la señorita Elvira unas veces de tú y otras de usted, según le da.

– Pues sí, suelo dormir bien.

Doña Rosa pronto sacó su conclusión.

– ¡Será que cena usted poco!

La señorita Elvira se quedó algo perpleja.

– Pues sí, la verdad es que mucho no ceno. Yo ceno más bien poco.

Doña Rosa se apoya en el respaldo de una silla.

– Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?

– ¿Anoche? Pues ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla.

La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y una naranja de postre.

– Claro, éste es el secreto. A mí me parece que esto de hincharse no debe ser saludable.

La señorita Elvira piensa exactamente lo contrario, pero se lo calla.

Don Pedro Pablo Tauste, el vecino de don Ibrahim de Ostolaza y dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", vio entrar en su tenducho a don Ricardo Sorbedo, que el pobre venía hecho una calamidad.

– Buenas tardes, don Pedro, ¿da usted su permiso?

– Adelante, don Ricardo, ¿qué de bueno le trae por aquí?

Don Ricardo Sorbedo, con su larga melena enmarañada; su bufandilla descolorida y puesta un tanto al desgaire; su traje roto, deformado y lleno de lámparas; su trasnochada chalina de lunares y su seboso sombrero verde de ala ancha, es un extraño tipo, medio mendigo y medio artista, que malvive del sable, y del candor y de la caridad de los demás. Don Pedro Pablo siente por él cierta admiración y le da una peseta de vez en cuando. Don Ricardo Sorbedo es un hombre pequeñito, de andares casi pizpiretos, de ademanes grandilocuentes y respetuosos, de hablar preciso y ponderado, que construye muy bien sus frases, con mucho esmero.

– Poco de bueno, amigo don Pedro, que la bondad escasea en este bajo mundo, y sí bastante de malo es lo que me trae a su presencia.

Don Pedro Pablo ya conocía la manera de empezar, era siempre la misma. Don Ricardo disparaba, como los artilleros, por elevación.

– ¿Quiere usted una peseta?

– Aunque no la necesite, mi noble amigo, siempre la aceptaría por corresponder a su gesto de procer.

– ¡Vaya!

Don Pedro Pablo Tauste sacó una peseta del cajón y se la dio a don Ricardo Sorbedo.

– Poco es…

– Sí, don Pedro, poco es, realmente, pero su desprendimiento al ofrecérmela es como una gema de muchos quilates.

– Bueno, ¡si es así!

Don Ricardo Sorbedo era algo amigo de Martín Marco a veces, cuando se encontraban, se sentaban en el banco de un paseo y se ponían a hablar de arte y literatura.

Don Ricardo Sorbedo había tenido una novia, hasta hace poco tiempo, a la que dejó por cansancio y aburrimiento. La novia de don Ricardo Sorbedo era una golfita hambrienta, sentimental y un poco repipia, que se llamaba Maribel Pérez. Cuando don Ricardo Sorbedo se quejaba de lo mal que se estaba poniendo todo, la Maribel procuraba consolarlo con filosofías.

– No te apures -decía la novia-, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla.

A la Maribel le gustaban las flores, los niños y los animales; era una chica bastante educada y de modales finos.

– ¡Ay, ese niño rubio! ¡Qué monada! -le dijo un día, paseando por la plaza del Progreso, a su novio.

– Como todos -le contestó don Ricardo Sorbedo-. Ése es un niño como todos. Cuando crezca, si no se muere antes, será comerciante, o empleado del Ministerio de Agricultura, o quién sabe si dentista incluso. A lo mejor le da por el arte y sale pintor o torero, y tiene hasta sus complejos sexuales y todo.

La Maribel no entendía demasiado de lo que le contaba su novio.

– Es un tío muy culto mi Ricardito -les decía a sus amigas-, ¡ya lo creo! ¡Sabe de todo!

– ¿Y os vais a casar?

– Sí, cuando podamos. Primero dice que quiere retirarme, porque esto del matrimonio debe ser a cala y a prueba, como los melones. Yo creo que tiene razón.

– Puede. Oye, ¿y qué hace tu novio?

– Pues, mujer, como hacer, lo que se dice hacer, no hace nada, pero ya encontrará algo, ¿verdad?

– Sí, algo siempre aparece.

El padre de Maribel había tenido una corsetería modesta en la calle de la Colegiata, hacía ya bastantes años, corseteria que traspasó porque a su mujer, la Eulogia, se le metió entre ceja y ceja que lo mejor era poner un bar de camareras en la calle de la Aduana. Él bar de la Eulogia se llamó "El paraíso terrenal" y marchó bastante bien hasta que el ama perdió el seso y se escapó con un tocaor que anda siempre bebido.

– ¡Qué vergüenza! -decía don Braulio, el papá de la Maribel – ¡Mi señora liada con ese desgraciado que la va a matar de hambre!

El pobre don Braulio se murió poco después, de una pulmonía, y a su entierro fue, de luto riguroso y muy compungido, Paco el Sardina, que vivía con la Eulogia en Carabanchel Bajo.

– ¡Es que no somos nadie! ¿Eh? -le decía en el entierro el Sardina a un hermano de don Braulio que había venido de Astorga para asistir al sepelio,

– ¡Ya, ya!

– La vida es lo que tiene, ¿verdad, usted?

– Sí, si, ya lo creo, eso es lo que tiene -le contestaba don Bruno, el hermano de don Braulio, en el autobús camino del Este.

– Era bueno este hermano de usted, que en paz descanse.

– Hombre, sí. Si fuera malo lo hubiera deslomado a usted.

– ¡Pues también es verdad!

– ¡Claro que también! Pero lo que yo digo: en este vida hay que ser tolerantes.

El Sardina no contestó. Por dentro iba pensando que el don Bruno era un tío moderno.

– ¡Ya lo creo! ¡Éste es un tío la mar de moderno! ¡Queramos o no queramos, esto es lo moderno, qué contra!

A don Ricardo Sorbedo, los argumentos de la novia no le convencían mucho.

– Sí, chica, pero a mí las hambres del alcalde de Cork no me alimentan, te lo juro.

– Pero no te apures, hombre, no eches los pies por alto, no merece la pena. Además, ya sabes que no hay mal que cíen años dure.

Cuando tuvieron esta conversación, don Ricardo Sorbedo y Maribel estaban sentados ante dos blancos, en una tasca que hay en la calle Mayor, cerca del Gobierno Civil, en la otra acera. La Maribel tenía una peseta y le había dicho a don Ricardo:

– Vamos a tomarnos un blanco en cualquier lado. Ya está una harta de callejear y de coger frío.