Martin empieza otra vez y vuelve a equivocarse; en aquel momento hubiera dado diez años de vida por acordarse del Padrenuestro.
Cierra los ojos y los aprieta con fuerza. De repente, rompe a hablar a media voz.
– Madre mía que estás en la tumba, yo te llevo dentro de mi corazón y pido a Dios que te tenga en la Gloria eterna como te mereces. Amén.
Martín sonríe. Está encantado con la oración que acaba de inventar.
– Madre mía que estás en la tumba, pido a Dios… No, no era asi.
Martín frunce el entrecejo.
– ¿Cómo era?
Filo sigue llorando.
– Yo no sé lo que hacer, mi marido ha salido a ver a un amigo. Mi hermano no hizo nada, yo se lo aseguro a usted; eso debe ser una equivocación, nadie es infalible, él tiene sus cosas en orden…
Julita no sabe lo que decir.
– Eso creo yo, seguramente es que se han equivocado. De todas maneras, yo creo que convendría hacer algo, ver a alguien. ¡Vamos, digo yo!
– Sí., a ver qué dice Roberto cuando venga. Filo llora más fuerte, de repente. El niño pequeño que tiene en el brazo, llora también.
– A mí lo único que se me ocurre es rezar a la Virgencita del Perpetuo Socorro, que siempre me sacó de apuros.
Roberto y el señor Ramón llegaron a un acuerdo. Como lo de Martín, en todo caso, no debía ser nada grave, lo mejor sería que se presentase sin más ni más. ¿Para qué andar escapando cuando no hay nada importante que ocultar? Esperarían un par de días -que Martín podía pasar muy bien en casa del señor Ramón- y después, ¿por qué no?, se presentaría acompañado del capitán Ovejero, de don Tesifonte, que no es capaz de negarse y que siempre es una garantía.
– Me parece muy bien, señor Ramón, muchas gracias. Usted es hombre muy cabal.
– No, hombre, no, es que a mi me parece que sería lo mejor.
– Sí, eso creo yo. Créame si le aseguro que me ha quitado usted un peso de encima…
Celestino lleva escritas tres cartas, piensa escribir aún otras tres. El caso de Martín le preocupa.
– Si no me paga, que no me pague, pero yo no lo puedo dejar así.
Martín baja las laderitas del cementerio con las manos en los bolsillos.
– Sí, me voy a organizar. Trabajar todos los días un poco es la mejor manera. Si me cogieran en cualquier oficina, aceptaba. Al principio, no, pero después se puede hasta escribir, a ratos perdidos, sobre todo si tienen buena calefacción. Le voy a hablar a Pablo, él seguramente sabrá de algo. En Sindicatos se debe estar bastante bien, dan pagas extraordinarias.
A Martín se le borró la madre, como con una goma de borrar, de la cabeza.
– También se debe estar muy bien en el Instituto Nacional de Previsión; ahí debe ser más difícil entrar. En esos sitios se está mejor que en un Banco. En los Bancos explotan a la gente, al que llega tarde un día le quitan dinero al darle la paga. En las oficinas particulares hay algunas en las que no debe ser difícil prosperar; a mí lo que me venia bien era que me nombrasen para hacer una campaña en la Prensa.
¿Padece usted de insomnio? ¡Allá usted! ¡Usted es un desgraciado porque quiere! ¡Las tabletas equis (Marco, por ejemplo) le harían a usted feliz sin que le atacasen lo más mínimo al corazón!
Martín va entusiasmado con la idea. Al pasar por la puerta se dirige a un empleado.
– ¿Tiene usted un periódico? Si ya lo ha leído, yo se lo pago, es para ver una cosa que me interesa…
– Sí, ya lo he visto, lléveselo usted.
– Muchas gracias.
Martin salió disparado. Se sentó en un banco del jardinillo que hay a la puerta del cementerio y desdobló su periódico.
– A veces, en la prensa, vienen indicaciones muy buenas para los que buscamos empleo.
Martin se dio cuenta de que iba demasiado de prisa y se quiso frenar un poco.
– Voy a leerme las noticias; lo que sea, será; pero ya se sabe, no por mucho madrugar se amanece más temprano. Martín está encantado consigo mismo.
– ¡Hoy sí que estoy fresco y discurro bien! Debe ser el aire del campo.
Martín lía un pitillo y empieza a leer el periódico.
– Esto de la guerra es la gran barbaridad. Todos pierden y ninguno hace avanzar ni un paso a la Cultura.
Por dentro sonríe, va de éxito en éxito.
De vez en cuando, piensa sobre lo que lee, mirando para el horizonte.
– En fin, ¡sigamos!
Martín lee todo, todo le interesa, las crónicas internacionales, el artículo de fondo, el extracto de unos discursos, la información teatral, los estrenos de los cines, la Liga…
Martín nota que la vida, saliendo a las afueras a respirar el aire puro, tiene unos matices más tiernos, más delicados que viviendo constantemente hundido en la ciudad.
Martín dobla el diario, lo guarda en el bolsillo de la americana, y rompe a andar. Hoy sabe más cosas que nunca, hoy podría seguir cualquier conversación sobre la actualidad. El periódico se lo ha leído de arriba abajo, la sección de anuncios la deja para verla con calma, en algún Café, por si hay que apuntar alguna dirección o llamar a cualquier teléfono. La sección de anuncios, los edictos y el racionamiento de los pueblos del cinturón, es lo único que Martín no leyó.
Al llegar a la Plaza de Toros ve un grupo de chicas que le miran.
– Adiós, preciosas.
– Adiós, turista.
A Martín le salta el corazón en el pecho. Es feliz. Sube por Alcalá a paso picado, silbando la Madelón.
– Hoy verán los míos que soy otro hombre.
Los suyos pensaban algo por el estilo. Martin, que lleva ya largo rato andando, se para ante los escaparates de una bisutería.
– Cuando esté trabajando y gane dinero, le compraré unos pendientes a la Filo. Y otros a Purita. Se palpa el periódico y sonríe.
– ¡Aquí puede haber una pista!
Martín, por un vago presentimiento, no quiere precipitarse… En el bolsillo lleva el periódico, del que no ha leído todavía la sección de anuncios ni los edictos. Ni el racionamiento de los pueblos del cinturón.
– ¡Ja, ja! Los pueblos del cinturón. ¡Qué chistoso! ¡Los pueblos del cinturón!
Madrid, 1945-50.