Me callé, porque vi que el rostro de mi tío había palidecido. Se hizo el silencio entre nosotros, roto solo por su trabajosa respiración de enfermo.
– Entiendo -me dijo-. Había pensado que se trataría de unas treinta o cuarenta libras tal vez. Podría prestarte incluso un centenar, si fuera preciso. Pero mil doscientas no podré dejártelas.
Era una gran suma, en efecto, pero su titubeo me sorprendió. Él manejaba habitualmente sumas mucho mayores, y tenía amplias líneas de crédito. ¿Podría ser que no se fiara de mí?
– En circunstancias normales, yo no dudaría en darte lo que me pides y más -dijo, dejando que su voz adquiriera un tono áspero que en los últimos meses yo había aprendido a reconocer como señal de su agitación-. Sabes que siempre he buscado la oportunidad de ofrecerte ayuda, y que me duele tu negativa a aceptarla, pero ha ocurrido una catástrofe en mis negocios, Benjamin. Esta es la razón de que pensara llamarte. Hasta que este problema se resuelva, no puedo disponer de una suma de ese calibre.
– ¿De qué problema se trata? -pregunté. Sentía por dentro un nudo en el estómago. Como si de entre la niebla comenzara a surgir una vaga imagen.
Él se volvió para atizar el fuego, reuniendo -supuse- fuerzas para narrar su historia. Tras un minuto o poco más de golpear los troncos con el atizador y arrancar centellas que salían volando, se dio la vuelta de nuevo y me miró fijamente:
– Hace poco adquirí un gran cargamento de vinos…, un cargamento muy importante, de hecho. Como ya sabes, importo regularmente vinos de Portugal, y me envían por mar uno o dos cargamentos al año para llenar mis almacenes y mantener las existencias. Este tenía que ser uno de ellos. Como siempre, contraté un seguro sobre el envío para protegerme contra esta clase de cosas, pero no me ha servido de nada. Verás…, el embarque llegó como estaba previsto y fue entregado en las Aduanas y registrado allí. Una vez descargado, el seguro marítimo perdió su vigencia, porque se consideró que el embarque había sido entregado satisfactoriamente, pero ahora resulta que ha desaparecido.
– ¡Desaparecido! -repetí.
– Sí. En las Aduanas alegan no tener ninguna constancia de mi embarque. Dicen que mis recibos son falsos, que han sido falsificados. Más aún: han amenazado con querellarse contra mí si decido denunciar el caso, haciéndome ver, además, lo poco que pueden esperar de la justicia en este país los naturales de nuestra raza. No puedo entenderlo. Llevo décadas tratando con esta gente, comprende, y siempre he hecho los pagos necesarios para mantener buenas relaciones con los aduaneros. Jamás me ha llegado de ellos ni una sola palabra de queja, ni una protesta porque me negara a compartir con ellos los beneficios de tal o cual cosa. No tengo la más mínima prueba de que estén descontentos de mi generosidad. ¡Y ahora me salen con esto!
– ¿Creéis que juegan con vos? ¿Que retienen vuestro cargamento como si se tratara de un rehén?
– No hay ningún indicio de ello -respondió mi tío-. La verdad es que he hablado con mis contactos allí, hombres a los que conozco desde hace mucho tiempo y a los que considero casi mis amigos, hombres que no me desean ningún perjuicio porque están muy contentos de mis pagos… Pues bien…, están tan perplejos como yo. Pero el resultado es que, hasta que aparezca ese cargamento, me veo abrumado por las deudas, Benjamin. Tengo letras de crédito que vencen, y todo esto me está costando, además, cantidades ingentes de cambios y maniobras contables para evitar que mi situación se descubra y me vea en la ruina. Aunque solo necesitaras unas pocas monedas, la situación no sería distinta, pero es que ahora no soy capaz de imaginar de dónde puedo conseguir mil doscientas libras. Si quitara de mi edificio un ladrillo así, el resultado solo podría ser que se desmoronara por completo.
– Pero la ley… -sugerí.
– He iniciado procedimientos legales, por supuesto. Pero tú ya sabes cómo funcionan estas cosas. Todo son retrasos, bloqueos, oscuridad… Se necesitarían años, imagino, antes de que me sea posible obtener una respuesta de la ley.
Me detuve un momento a considerar lo que estaba oyendo. ¡Qué extraño que mi tío se viera a sí mismo comprometido en una deuda tan considerable en el mismo momento en que yo tenía un problema igual! Pero no…, no tenía nada de extraño. Todo obedecía a un plan, y ahora ya no me cabía ninguna duda. Como Cobb había dedicado tanto tiempo a decirme, Tobías Hammond, su sobrino, trabajaba para las Aduanas.
– ¿Te parece, Benjamin, que podría convencerte de que te ocuparas de este asunto con las Aduanas? Tal vez conseguirías descubrir qué ha ocurrido, y, sabiéndolo, podríamos obtener una resolución más rápidamente.
Di un puñetazo sobre su escritorio.
– Siento muchísimo que esto os haya ocurrido, tío. Os han atacado por mi culpa. Ahora veo que alguien ha perjudicado vuestro negocio para impedir que yo pudiera recibir vuestra ayuda.
Le expliqué brevemente mis tratos con Cobb, en parte porque quería saber si conocía a aquellos hombres y si podía decirme algo de ellos. Aunque lo cierto era que necesitaba también explicarle todo lo que me había ocurrido, con la esperanza de que no me juzgara con demasiada dureza por el papel que yo hubiera podido tener en crearle todos aquellos problemas.
– Jamás he oído hablar de esos hombres. Puedo hacer averi guaciones, si quieres. Si ese Cobb tiene tanto dinero para despilfarrarlo en conseguir someterte, tiene que ser una persona conocida.
– Agradeceré cualquier cosa que podáis decirme de él.
– Pero, entretanto -dijo-, tienes que descubrir qué es lo que quiere.
Titubeé un instante.
– No tengo muchas ganas de hacerlo. No soporto ser un títere del que él mueva los hilos.
– No podrás luchar contra él si ignoras quién es o por qué se esfuerza tan diligentemente en quitarte los dientes. Al revelarte lo que está fraguando, puede que te revele también el secreto que te permitirá derrotarlo.
Era un buen consejo, y no podía pasarlo por alto. Por lo menos, no por mucho tiempo. Sin embargo, aún no estaba preparado para volver a entrevistarme con Cobb. Necesitaba averiguar más cosas antes de hacer eso.
Me dispuse, pues, a ir a ver a mi amigo y frecuente colaborador Elias Gordon, a un café llamado Greyhound, en Grub Street, en cuyo interior esperaba encontrarlo con un periódico y una taza de chocolate, o tal vez con una bebida bastante más fuerte. Pero, al acercarme allí, observé que estaba en el exterior del café, en plena calle, haciendo caso omiso de la nieve que caía con creciente intensidad y conversando acaloradamente con una persona a la que yo no conocía.
El individuo con el que sostenía aquella apasionada discusión era más bajo que Elias, como la mayoría de los hombres, pero también más grueso y de una constitución más recia…, como lo son también la mayoría. Aunque vestía como un caballero, con un amplio abrigo de elegante aspecto y una peluca larga atada por detrás con un costoso lazo, su cara estaba congestionada ahora, bufaba al hablar y sus palabras destilaban tanto veneno como las del peor rufián callejero.
Elias tenía muchas grandes cualidades, pero la de enfrentarse a los matones de las calles, o incluso a simples hombres de condición ruda, no se contaba entre ellas. Alto, larguirucho, con miembros demasiado flacos hasta para su enteca figura, mi amigo se las arreglaba siempre para irradiar no solo aplomo, sino también una clase de buen humor que yo había observado con frecuencia que complacía a las damas. Y también a los hombres y a las matronas, porque, a pesar de sus humildes orígenes en Escocia, Elias había conseguido convertirse en un cirujano de cierto renombre en la ciudad. Lo llamaban a menudo de las familias mejor situadas de la metrópoli para cortar hemorragias, curar heridas y arrancar los dientes de alguno de sus miembros. Sin embargo, como muchos hombres hábiles en congraciarse con todos, se creaba inadvertidamente enemigos por donde pasaba.