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Reparé en el uso informal que hacía del nombre propio de la joven, pero me esforcé en evitar que mi rostro expresara mi decepción.

– Es un agente de la Corona francesa -dijo-, un espía que intriga contra el rey Jorge y la Compañía de las Indias Orientales.

– ¡Un espía francés! -estalló Elias-. ¡Pero si nosotros pensábamos que eso lo eras tú!

Algo parecido a la diversión iluminó la cara de la señorita Glade.

– Me gustará mucho saber cómo habíais llegado a esa conclusión, pero eso es para luego, y ahora le toca hablar a Cobb. Adelante, contádselo -le dijo-.Y explicadles todo cuanto quieran saber.

– Eso es solo verdad en parte, señor Weaver. Trabajo para los franceses, pero no es porque les deba lealtad. Comprendedlo…, me enredaron igual que lo hicieron con vos: a través de mis deudas. Solo que, en mi caso, no fue mi familia la amenazada, sino mi persona. No me cabe ninguna duda de que vos hubierais desdeñado esos peligros personales, pero yo nunca he sido el hombre que sois vos.

– Tal vez piense -sugirió Elias- que, halagándote, evitará que le rompas los dedos.

– Pues sería prudente que no confiara en eso -repliqué-. ¿Se puede saber por qué quería la Corona francesa emplearme en contra de Ellershaw?

– Lo ignoro -respondió Cobb-. No me informan de sus motivos; solo de sus deseos.

– Pues a mi me parece bastante obvio -dijo Elias-. Recuerda que te dije que los franceses están comenzando a desarrollar sus propios planes acerca de las Indias Orientales. En un grado importante, nuestra Compañía de las Indias Orientales es vista por ellos como un apéndice de la Corona británica, puesto que su riqueza aumenta la riqueza del reino y está implicada en una especie de conquista de los mercados. Cualquier cosa que los franceses puedan hacer para perjudicar a la Compañía de las Indias Orientales va en detrimento de la riqueza de la nación británica.

– Así es -asintió la señorita Glade-. Y aunque dudo que el amigo Cobb tenga una mente tan penetrante como la del señor Gordon, sospecho que todo eso ya lo sabe. Lo que sugiere que no merece ser bien recibido aquí y que tal vez no esté fuera de lugar esa propuesta de partirle los dedos de que antes hablábamos. He prometido devolver a este sujeto, pero no he hecho ninguna promesa acerca de en qué estado.

– Devolverlo… ¿a quién? -pregunté.

– ¡A quién va a ser! ¡A la Torre de Londres, naturalmente! Vivirá allí como prisionero del reino.

– Pero no antes de que libere a Franco de sus esbirros -dije.

– Os aseguro -tartamudeó Cobb- que el señor Franco no corre ningún peligro. No puedo devolverle la libertad, pero no tenéis que temer que pueda sobrevenirle ningún daño.

– ¿No lo tenéis en vuestro poder? -pregunté-. ¿No está retenido en vuestra casa?

– Está allí, sí, pero vigilado por el señor Hammond.

– ¿Por vuestro sobrino?

– En realidad, no es sobrino mío -dijo Cobb.

Al final, comprendí.

– Y tampoco es vuestro subordinado, claro. El señor Hammond es un agente francés de alto rango, que se ha abierto camino hasta los niveles más altos de las autoridades aduaneras británicas, y vos sois solo su juguete. Os presentáis como la persona que da las órdenes porque eso le presta a Hammond un nivel más de protección, ¿no es así?

Cobb no respondió, pero su silencio confirmó de sobra mis sospechas.

– ¿Qué será de Franco una vez sepa Hammond que Cobb ha sido arrestado? -preguntó Elias.

– No se enterará -dijo la señorita Glade-. Descubrimos a Cobb en el momento en que se disponía a abandonar el país y viajar a Calais en lo que parece que era una gestión oficial para sus amos. No lo echarán de menos hasta dentro de un par de semanas, si no más. Hammond no tiene ni idea de lo que le ha ocurrido a su parásito.

El carruaje se detuvo. Miré a través de la ventanilla y vi que estábamos muy cerca de la Torre. Segundos después aparecieron cuatro soldados de rostro adusto.

– Un instante -les dijo la señorita Glade. Y a mí luego-. Tenéis más preguntas que hacerle al señor Cobb. Sospecho que no estará disponible en bastante tiempo.

– ¿Cómo puedo sacar al señor Franco de casa de Hammond?

– No podéis -me respondió Cobb-. Y yo no lo intentaría si estuviera en vuestro lugar. Dejadlo tranquilo, Weaver. Estáis tratando con hombres mucho más poderosos de lo que podáis imaginar, y no le harán ningún daño al señor Franco si no os entrometéis.

– ¿Qué pretende de él Hammond? ¿Confía en mantenerme a raya reteniendo a mi amigo en su poder?

– Hammond solo comenta sus planes conmigo cuando no le queda más remedio. Si queréis respuestas, mucho me temo que tendréis que hacerle estas preguntas directamente a él.

– Pues os lo aseguro -dije-. Tened la seguridad de que eso es lo que haré.

– Decid, pues -empecé-, ¿quién sois?

Íbamos en su coche de nuevo, uno menos, puesto que Cobb había sido abandonado a su destino en la Torre, a buen recaudo en poder de soldados. Seguramente le aguardaban dolor y torturas, pero aquello no parecía preocupar a la señorita Glade, que se mostraba tan serena y compuesta como siempre.

– ¿No lo adivináis?

– No sois agente de la Corona francesa, como había supuesto, pero ¿trabajáis para la Corona británica? -aventuré.

– Así es -admitió-. Somos conscientes desde hace algún tiempo del peligro que corre la Compañía de las Indias Orientales en dos frentes. Primero, que los franceses desean infiltrarse en ella para poder robar sus secretos y, si es posible, perjudicarla. Como sin duda habréis supuesto, no podíamos consentir que algo así ocurriera. Con ese objeto, hemos venido cooperando con el Gran Mogol de la India, quien tal vez no está muy satisfecho con la presencia británica en sus tierras, pero que es lo suficientemente prudente como para no querer que su país se convierta en el campo de batalla de las potencias europeas. Por eso yo he estado trabajando con Aadil Baghat, concertando en cierta medida nuestros respectivos esfuerzos. No diré que crea que aceptaba de buen grado mi colaboración, más que yo aceptaba la suya, pero sabía que era un buen hombre y me apena de veras la noticia de su muerte. Estos franceses son unos demonios que no se detendrán ante nada.

Una sombra de pena pasó por su rostro, pero desapareció en un instante.

– Habéis dicho que los franceses desean lograr dos objetivos… -le recordé.

– Sí. El segundo es la máquina del señor Pepper. Si los planos de ese artilugio cayeran en malas manos, podría causar un gran daño a la Compañía de las Indias Orientales. El té y las especias pueden ser rentables, pero es el comercio textil lo que la hace grande. Sin él, no es más que una simple empresa comercial.

– ¿Y qué es ahora? -preguntó Elias.

– El nuevo rostro del imperio, por supuesto -respondió la joven-. Imaginad las posibilidades. La Corona británica puede estampar su sello en ella, puede ejercer su poder a través de ella, puede ver cumplida su voluntad en las naciones de toda la Tierra. Sin tener nunca que desplegar su poderío militar o naval, sin tener nunca que convencer a sus súbditos de que abandonen sus hogares y se trasladen a una tierra extranjera e inhóspita. La Compañía de las Indias Orientales nos ha mostrado el camino con su conquista mercantil. Financian sus propias expansiones, pagan a sus propios ejércitos, establecen sus gobernadores. Y con todo eso, los mercados británicos se expanden, crece la influencia británica y el poderío de nuestro país aumenta. ¿De verdad os extraña que deseemos proteger a la Compañía casi a cualquier precio?

– Entonces… ¿deseáis machacar el fruto de la inventiva británica para promover el imperio? -preguntó Elias.

– Oh, no os inquietéis tanto por eso, señor Gordon. Después de todo, el señor Pepper está muerto y ya no puede ganar nada con la promoción de su máquina.