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– ¿Y qué me decís de su viuda? -pregunté, para arrepentirme inmediatamente de lo que había dicho.

– ¿Cuál de ellas? ¿Pensáis que alguna de esas cobraría alguna vez un penique, aun en el caso de que la máquina de Pepper se desarrollara? Sus derechos a la herencia quedarían inmovilizados durante años en los tribunales, y los propios abogados se esforzarían en rebañar hasta el último penique de ellos.

– Si un hombre ha podido inventarla -sugerí-. ¿no podrá hacerlo otro?

– Es posible y tal vez hasta inevitable, pero no tiene por qué ser ahora. El mundo no tiene noticia de esta invención y, puesto que la posibilidad es el terreno de cultivo para la creatividad, nadie pensará en probar a construirla de nuevo. Si la idea de transformar el algodón colonial americano en un tejido similar al calicó indio no se le ocurre a nadie, nadie inventará esa máquina. La tarea del Parlamento es mantener los textiles baratos y fácilmente accesibles, para que nadie necesite inventar algo que altere el sistema. Hay muchos que piensan que el Parlamento cometió un terrible error con la legislación de 1721, y yo me encuentro entre ellos. Aun así, lo que se hizo puede revocarse.

– ¿No os estáis olvidando de algo? -pregunté-. El señor Pepper murió, asesinado, por la Compañía de las Indias Orientales. No puedo creer que sea en interés del gobierno condonar una injusticia tan diabólica.

– La suerte que corrió el señor Pepper no está del todo clara -respondió-. Puede que no haya sido la Compañía la que causó su muerte. Tenía otros enemigos…,sus esposas, por ejemplo…, y cualquiera de ellos pudo haber decidido que había abusado de su hospitalidad. Puede que lo mataran los franceses en un equivocado esfuerzo por conseguir sus planos. Ahora mismo, no podemos decir cuál de estas posibilidades es la más probable.

Había otra posibilidad, una que no me atrevía a decir en voz alta: que no fuera la Compañía de las Indias Orientales, sino el propio gobierno, el que hubiera decidido que no podía correr el riesgo de que Pepper continuara con sus trabajos.

– Como cazarrecompensas que soy -dije-, quizá valdría la pena que me dedicara a investigar en la muerte del señor Pepper, para descubrir quién provocó su fin. Después de todo, si consigo llevar al asesino ante la justicia, recibiría una bonita suma del Estado…

– Me temo, señor, que no vais a tener tiempo para eso. Estaréis trabajando para otro.

– ¿Para quién?

– Para mí, por supuesto. -Su sonrisa, franca y gozosa y segura de sí misma a la vez, casi me acobardó-. Os estoy contratando, señor, por la generosísima cifra de veinte libras, para que prestéis unos pocos servicios en nombre de vuestro rey.

Yo desvié la vista porque no quería dejarme convencer por su belleza.

– No seré la marioneta de nadie. Ya no. Hammond tiene los días contados y debo creer que su capacidad para amenazarme a mí y a mis amigos ha de ser cosa pasada.

– Su capacidad para amenazaros, sí, pero aún están las deudas. Tenéis que confiar en un gobierno generoso que arregle estos asuntos a vuestra satisfacción. Y aún queda otra cosa, señor… El asunto de las últimas elecciones os implicó en toda clase de maniobras. Quizá penséis que el gobierno desconoce vuestros tratos con el Pretendiente, pero os aseguro que han trascendido en los más altos círculos de Whitehall. Al mantener contactos con él y no informar de sus actividades, vos habéis cometido un acto de traición… un crimen castigado con pena capital, ya sabéis.

Elias se adelantó a hablar antes de que yo tuviera la oportunidad de hacerlo.

– ¡Pero qué poco conocéis a Weaver…! Si pensáis someter a este caballero a base de amenazas a su persona, sois mucho más necia de lo que yo hubiera podido suponer.

Ella le sonrió…, tan linda y comprensiva.

– No estoy amenazándolo, os lo aseguro. -Después se volvió a mí-: No es ninguna amenaza, porque el peligro ha pasado. Si menciono este incidente, señor, no lo hago para intranquilizaros, sino para daros cuenta de una circunstancia que vos habéis ignorado hasta ahora. Tras vuestro encuentro con el Pretendiente, vuestros enemigos en Whitehall dijeron que erais demasiado peligroso, que los rebeldes podrían triunfar algún día en poneros de su parte y que debíais ser castigado para dar ejemplo. No lo digo para darme importancia, sino para que sepáis que yo os favorecía antes de conoceros. Convencí al señor Walpole, el primer lord del Tesoro, cuya influencia impera sobre cualquier otra, para que os dejara libre, diciéndole que un hombre de vuestras dotes e integridad, estaría en todo caso al servicio del reino.

– ¿Intercedisteis por mí? -pregunté-. ¿Qué os movió a hacerlo?

Ella se encogió de hombros.

– Tal vez porque creía que llegaría este día. O quizá porque era lo que me parecía justo. O porque sabía que no erais un traidor, sino un hombre atrapado entre opciones imposibles y que, aunque no actuarais en contra del Pretendiente, tampoco os uniríais a él.

– No sabría qué responderos -dije.

– No hace falta, salvo para escuchar mi petición. Vuestro rey os llama a servirlo, señor Weaver. ¿Querréis hacerlo? No puedo pensar que vuestro sentido de la rectitud no os lleve a abrazar nuestra causa, en particular cuando sepáis qué es lo que deseamos de vos.

– ¿Y qué deseáis?

– Queremos que entréis en la casa de Hammod y liberéis a vuestro amigo el señor Franco. No será demasiado difícil, sobre todo en ausencia de Cobb. No pueden contar con sirvientes que podrían trastocar sus planes y por eso son solo dos hombres además de vuestro amigo. Liberadlo, señor, y a cambio de este servicio os pagaremos la recompensa de veinte libras mencionada antes y pondremos en orden el caos financiero montado contra vos y vuestros amigos.

– Una espléndida oferta -observé-, en particular porque ofrecéis pagarme por algo que sabéis que yo haría de mil amores.

– Hay, con todo, un aspecto más en vuestra tarea. ¿No os preguntáis qué puede ser tan importante para que el señor Cobb estuviera dispuesto a abandonar su trabajo aquí y huir a Francia? Sabemos que tenía en su poder un libro en clave que, según ha confesado, contenía una copia de los planos de Pepper para la máquina para tejer calicó. Por lo visto, esa copia fue destruida. Pero ahora nos consta que el original, y lo único que queda, pues, de esos planos, lo tiene el señor Hammond. Se trata de un cuaderno pequeño encuadernado en piel, con toda suerte de diagramas y dibujos. Debe de estar bien guardado en esa casa. Id a rescatar a vuestro amigo y, mientras estáis en ello, encontrad esos planos y devolvédnoslos.

– ¿Por qué debería asumir ese riesgo adicional? -pregunté-.A mí me preocupa solo el señor Franco y se me da una higa la Compañía de las Indias Orientales.

Ella sonrió.

– Aun cuando soslayarais la deuda que tenéis con vuestro reino, no creo que os pareciera bien dejar los planos de esa máquina en manos de los que han perjudicado a vuestros amigos. Los franceses están detrás de toda esta maldad; han deseado esos planos más que cualquier otra cosa en el mundo, y ahora los tienen. ¿No os agradaría quitárselos?

– Tenéis razón -asentí-. Me conocéis ya lo suficiente para saber que ni puedo olvidar lo que os debo, ni soportaría semejante victoria por su parte. Conseguiré esos planos.

– Cuando los entreguéis, recibiréis vuestra recompensa -me dijo.

Yo no repliqué, porque sabía ya que me contentaría con hacerlo sin la esperanza de esas veinte libras. Ignoraba quién merecía tener esos planos, pero barruntaba ya quién iba a ser la persona a la que se los entregaría. Si la señorita Glade supiera lo que planeaba, sin duda hubiera hecho todo lo posible para detenerme.

28

Elias se hallaba sentado en mi sala, dando cuenta de una botella de oporto que había descorchado esa misma mañana. Ocupaba mi butaca más cómoda y tenía los pies en alto, apoyados en la mesa que empleaba yo para la mayoría de mis comidas.