– Y ahora escuchad bien, señor, porque esta es nuestra tapadera y, si no la tratáis bien, la arruinaréis para nosotros. Llevamos ahora varios meses haciendo este trabajo porque el propietario de esta casa no ha oído jamás ni una queja acerca de nosotros. ¿Iréis con cuidado?
– Puedes contar con ello.
– ¿Y cuándo quedará vacía la casa?
– Para mañana a la puesta del sol -dije-, si todo sale como preveo, el señor Hammond, Edgar y cualquier otro socio suyo que haya en la casa, la abandonarán para ir a esconderse y no se atreverán a volver aquí. Todo eso suponiendo -añadí- que no se crucen en mi camino esta noche.
– ¿Y si las cosas no salen como las prevéis? -preguntó Luke.
– Las forzaré yo. Me bastará susurrar un par de palabras acerca de su condición secreta para destruirlos.
– ¿Os referís a que son espías franceses? -dijo Luke.
Me quedé mirándolo.
– ¿Cómo sabes tú eso?
– He estado en esa casa, recordadlo, y he visto y he oído cosas. Además, ya sabéis que tengo algunas letras…
La pensión tenía una puerta que conducía al sótano. Yo hubiera podido forzar fácilmente la cerradura, pero era vieja y manipulable y dejé que Luke hiciera el trabajo por mí como medio para mostrarle que respetaba su conocimiento del terreno. Una vez hecho eso, Luke me dio instrucciones sorprendentemente claras y concisas. Después se despidió de mí y los chicos se fueron. Ya dentro del sótano y siguiendo las indicaciones de Luke, cerré otra vez la puerta por si se presentaban por allí los propietarios de la pensión. Me senté en la escalera y permanecí diez minutos allí aguardando a que mis ojos se habituaran a la oscuridad lo mejor que pudieran. Por los resquicios de la puerta se filtraba un poquito de luz, pero fue suficiente para poder formarme una idea de la disposición del espacio y localizar las referencias que Luke me había descrito. Por consiguiente, bajé la escalera y me moví cuidadosamente por el suelo de tierra de la bodega. En el extremo más alejado de la estancia encontré, como se me había dicho, una vieja y decrépita estantería en la que no había otra cosa que igualmente viejas y decrépitas vasijas de obra. Las aparté y corrí luego la estantería hacia delante, lentamente, según las instrucciones que me habían dado. Detrás apareció el agujero en el muro del que me había hablado Luke, tapado por una fina plancha de madera.
Contrariamente a mi temor de encontrar un reducido espacio para arrastrarme por él, hallé un túnel liso y frío, con altura suficiente para poder caminar un poco agachado y tan ancho que hubiera podido evitar las paredes si hubiese llevado una luz, de la que carecía. No podía imaginar cómo se había hecho semejante pasadizo, y no fue hasta muchos años después, con ocasión de estar contándoles mi aventura a un grupo de amigos, cuando uno de ellos, buen conocedor de la geografía de la ciudad, me informó de esa circunstancia. Parece ser que la casa grande, en la que habitaban Hammond y Cobb, había sido construida por un hombre cuya esposa, celosa y de mal carácter, había hecho valer su exigencia de vivir en una casa completamente aislada. El caballero en cuestión había instalado a su amante en la casa que ahora servía como pensión y los dos se movían libremente de una a otra a altas horas de la madrugada, cuando la esposa dormía. Si ella, al día siguiente, preguntaba a los criados si su marido había salido de la casa, ellos, con toda inocencia, podían asegurarle que no.
Con toda seguridad, cuando aquel caballero se desplazaba a través del pasadizo habría tenido el buen criterio de llevar una luz, cosa que no tenía yo. En aquellos primeros tiempos, cabía pensar también que las paredes estuvieran bastante más limpias y tal vez incluso que se limpiaran regularmente. Pero ahora habían sufrido un prolongado abandono por lo que Luke estaba en lo cierto cuando me previno acerca de lo que les pasaría a mis ropas. Cada vez que rozaba con las paredes, tenía la sensación de incorporar una nueva mancha a las que ya llevaba. Oía los correteos de las ratas y notaba cómo se me enredaban las telarañas. Pero era solo suciedad y uno no vive en una ciudad tan grande sin habituarse cada vez más a esas cosas. Así que decidí no preocuparme por ellas.
Tardé cosa de diez minutos en recorrer el pasadizo, aunque sin duda lo hubiese podido completar en apenas un par de minutos si hubiese llevado una luz. Caminaba con el brazo y la mano extendidos al frente, y así fui a dar con otra delgada plancha de madera que, siguiendo las indicaciones de Luke, corrí hacia un lado pues estaba montada sobre un riel y se deslizó fácilmente. Salí por allí y volví a correr la plancha; no vi cómo encajaba, pero escuché un clic muy satisfactorio y ya no tuve dudas de que Luke estaba en lo cierto: si uno no sabía que allí había una puerta, nunca lo hubiera sospechado.
Mi guía me había dicho que saldría al interior de una despensa. Y, así, con más cuidado aún para no tropezar con nada, me dirigí a la puerta, la abrí y salí a una mal iluminada cocina.
Era una peculiaridad de aquella casa el que la cocina estuviera en la bodega, pero aquello encajaba bien con las necesidades de su primer propietario. Difícilmente podía representar un inconveniente para mí. Me orienté y, tras dedicar unos momentos a sacudirme el polvo y la suciedad más escandalosa de mis ropas, comencé a subir por la escalera.
Poco antes de entrar en el pasadizo había oído que el vigilante anunciaba a gritos que eran las once de la noche, así que me parecía muy razonable suponer que los moradores de la casa estarían dormidos. Pero aún no sospechaba siquiera cuántos podrían ser esos moradores. Después de todo, ¿cómo podían solo dos personas, Hammond y Edgar, retener al señor Franco contra su voluntad? Bien es verdad que yo sabía perfectamente que pudieran ser ataduras no físicas las que retuvieran a mi amigo; después de todo, ¿no me había visto obligado yo también a obedecer las exigencias de Cobb sin que mediaran amenazas palpables que pudiera observar un extraño? Ese mismo esperaba yo ahora que pudiera ser el sistema empleado con Franco. Y, si eran solo ellos dos, yo sería capaz de lograr lo que deseaba y hacerlo, además, sin derramamiento de sangre. Pero si, en cambio, hubiera hombres armados allí, servidores de la Corona francesa, las cosas podían ponerse enseguida sumamente violentas y mis posibilidades de éxito no serían merecedoras de consideración. Solo había, con todo, una forma de averiguarlo, así que subí por la escalera y con el silencioso giro del pomo de una puerta, pasé a la zona principal de la casa.
Era una casa grande, y aunque la señorita Glade ya me había explicado que no podían correr el riesgo de tener sirvientes, a mí seguía pareciéndome muy dudoso que no tuvieran mayordomo, ni fregona, ni lavandera, ni cocinera… Sin embargo, no encontré a ninguno. En el primer piso, realicé una rápida exploración en la medida en que me atreví a hacerla, midiendo cada paso que daba, evitando siempre que podía el más mínimo crujido del suelo. No había nadie despierto, nadie se movió y no oí ningún ruido proveniente del piso de arriba.
En lo que hubiera imaginado que era el estudio de Cobb, llevé a cabo una exploración todo lo meticulosa que me fue posible en busca de los planos que me había descrito la señorita Glade, pero no vi ni rastro del pequeño cuaderno in octavo de la clase que Pepper solía emplear. Era evidente que habían ordenado la estancia, y no pude encontrar señales de que hubiera contenido documentos privados. Bien es cierto que, puesto que había entrado en la casa a través de un pasadizo privado, no podía estar seguro de que no existieran allí lugares donde ocultar un cuaderno que pasara inadvertido, pero aquello era lo más que podía hacer en la oscuridad de la noche y en la necesidad de actuar en silencio. En cuanto tuviera a Hammond en mi poder, estaba seguro de que tendría medios para descubrir el cuaderno escondido.
Registrado ya el primer piso, fui al de arriba, preguntándome si estaría allí el dormitorio de Edgar. Después de todo, un sirviente no suele tener su habitación en un piso alto. Se me ocurrían, sin embargo, varias razones para explicar semejante anomalía. La primera que, puesto que Edgar era el único sirviente, querrían tenerlo a mano por si sus amos -y ahora su amo, solo- necesitaban algo durante la noche. La otra posibilidad, y la que me sentía más inclinado a aceptar, era que Edgar no fuese un criado, al menos no del tipo que pretendía ser: que fuera, dicho con otras palabras, un agente de la Corona francesa, como sus amos. Si tal fuera el caso, debería mostrarme muchísimo más precavido con él.