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Subir la escalera me llevó muchísimo tiempo, pero al final llegué arriba sin ningún incidente ni problema. Pensaba que habría tres suites de habitaciones en el piso y me dirigí hacia la izquierda siguiendo la pared, hasta que llegué a la primera puerta. Giré despacio el pomo y, a pesar de todos mis esfuerzos, chirrió: tan solo un leve roce del metal contra el metal, pero que a mí me pareció un cañonazo.

Preparado para lo peor, abrí la puerta y miré dentro. Era una habitación exterior, ocupada, hasta donde podía decir, pues vi libros, una copa de vino medio vacía y papeles sobre el escritorio. Seguí adelante, pues, y abrí la siguiente puerta con un poco más de suerte que la anterior. Era un dormitorio. Entré sigilosamente y me acerqué a la cama donde no había nada más que lo que parecía un simple bulto. Me arriesgué a acercar la vela y la figura se movió y se dio la vuelta, pero sin despertar. Dejé escapar un suspiro de alivio: era el señor Franco.

Cerré la puerta para poder tener un poco más de intimidad y lamenté tener que despertar a mi amigo de forma tan poco considerada, pero no tenía más remedio que hacerlo. Le puse mi mano sobre la boca. Aunque estaba dispuesto a zarandearlo, no se requirió tal esfuerzo. Abrió de par en par los ojos, asombrado.

Yo no estaba seguro de que pudiera verme bien, así que me apresuré a susurrarle unas palabras para tranquilizarlo.

– No gritéis, señor Franco. Soy Weaver. Asentid si me comprendéis.

El asintió, y retiré mi mano.

– Lamento haberos asustado de esta forma -dije con la voz más queda que pude-. No me atrevía emplear otro sistema.

– Comprendo -dijo mientras se incorporaba-. Pero… ¿qué hacéis aquí?

– Las cosas están llegando a un desenlace -dije-. A partir de mañana, estos hombres ya no representarán ningún peligro, pero ellos lo ignoran. Aun así, si tenemos que derrotarlos, hemos de huir con algo que es muy valioso para ellos.

– Los planos de la máquina -aventuró Franco.

– ¿Sabéis algo de eso?

Él asintió.

– No han hecho ningún secreto de lo que querían. Temí que eso significara que pensaban matarme cuando hubiesen conseguido sus objetivos, así que podéis imaginar cuánto me complace veros.

– ¿Por qué os han retenido aquí?

– ¿Sabéis quiénes son estos hombres?

– Espías franceses -respondí-. Acabo de enterarme.

– Sí. Lo único que necesitaban era mantener el secreto, pero Hammond parecía pensar que el secreto estaba en peligro. Temía que, una vez lo hubierais descubierto, podríais implicar a los mensajeros del rey o a alguna otra rama del gobierno británico para que me ofrecieran protección. Hammond os teme, señor. Teme que el asunto esté ahora fuera de su control y, puesto que no tenía nada más para evitar que lo destruyerais, me tomó como rehén.

– Pero… ¿por qué os tiene aquí?

– Ha amenazado a mi hija, señor. Dice tener agentes en Salónica, capaces de hacerle daño. Yo no me atreví a poner en peligro a Gabriella, y por eso me vi forzado a poneros en peligro a vos. Os ruego que me perdonéis.

Apoyé mi mano en su hombro.

– No seáis absurdo -le dije-.Vuestra hija es inocente de todo esto, y yo no hubiera consentido que comprometierais su seguridad por mi causa. Vos estáis aquí por mi culpa…, no, no, no protestéis. No soy responsable de lo que han hecho estos hombres, ni me culpo de ello, pero os han involucrado por mi amistad con vos, y eso me responsabiliza de alguna manera.

– Estáis aquí y con eso habéis saldado maravillosamente esa supuesta responsabilidad.

– Cuando estemos de nuevo en Duke's Place y estos malhechores estén muertos o en la Torre, podremos decirlo. Pero ahora debo conseguir los planos de la máquina y liberaros. ¿Tenéis conocimiento de cuántos viven en la casa y dónde duermen?

Él asintió.

– Creo que el señor Hammond me considera demasiado poco peligroso como para sentirse obligado a adoptar las precauciones necesarias a la hora de ocultar las cosas. Le he oído decirle a su criado Edgar que lleva siempre encima esos planos, escritos en un cuaderno in octavo. Me imagino que eso supondrá algunas dificultades para vos.

– En efecto, pero también facilita las cosas. Significa que no tendré que perder mi tiempo en una búsqueda estéril. Veamos…, aparte de nosotros, Hammond y Edgar, ¿quién más hay en la casa?

– Nadie. Solo son ellos dos.

– ¿Dónde duermen?

– Edgar duerme en la siguiente suite de habitaciones -indicó señalando a mi izquierda-. Supongo que eso les hace creer que me tienen más vigilado, pero es evidente que se equivocan. Hammond ocupa el dormitorio grande del tercer piso. Subid la escalera e id hacia la derecha. La primera puerta os llevará a una salita, y la siguiente da a su dormitorio. Durante el día, Hammond guarda el cuaderno en el bolsillo de su chaleco. No sé dónde lo deja por la noche.

– Eso no me preocupa -dije-. El lo sabrá, y con eso me basta. ¿Pensáis que podréis abandonar esta casa sin hacer ningún ruido?

– Sí -respondió.

Pero noté algo en su voz…, cierta vacilación.

– Teméis que pueda fracasar -dije-. Teméis que me superen y que luego, si os habéis ido, quieran vengarse en vuestra hija.

El asintió.

– Pues, entonces, permaneced aquí -propuse-. Podréis oír cómo marchan las cosas. Solo os pido que os ocultéis hasta que vuelva a buscaros. Puedo entender vuestro deseo de proteger a vuestra hija, y confío en que comprendáis mi deseo de protegeros a vos.

El accedió de nuevo con una inclinación de cabeza.

Le estreché la mano, la mano de aquel hombre que siempre se había puesto de mi parte como hubiese querido que lo hiciera mi propio padre, sin que él jamás me apoyara así. Había estado al lado de mi familia cuando murió mi tío, cuando perdí al hombre que había sido para mí lo más parecido a un padre que tuve. No era un luchador y hasta tal vez le faltara algo en cuanto a valentía, pero no lo respetaba menos por eso. Era el hombre que era, no apto para las luchas que había tenido que superar pero que había sabido afrontar con fortaleza. No lo inquietaban sus propias dificultades, pero estaba preocupado solo por su hija. Gastaba mucha más energía en preservar mis sentimientos que los suyos propios. ¿Cómo no iba a sentir respeto por él?

Nos abrazamos y salí de sus habitaciones, decidido a acabar para siempre el asunto que me había llevado a esa casa.

Con el señor Franco a salvo, me dirigí a la habitación de Edgar. Abrí la puerta muy despacio y crucé su salita. El espacio estaba limpio y ordenado, como si nadie viviera allí. Al llegar a la puerta siguiente, moví la manecilla con desesperante lentitud y me introduje en la oscuridad del dormitorio.

Al igual que la salita, el dormitorio era una estancia sobria y poco utilizada. Me acerqué a la cama, dispuesto a inmovilizar a Edgar lo mismo que había hecho con el señor Franco, solo que con menos delicadeza. Pero no sujeté a nadie en ella, porque no vi ninguno al que sujetar. La cama estaba deshecha, pero vacía; lo cual solo podía significar una cosa: que Edgar sabía que yo estaba en la casa.

Di la vuelta para precipitarme a la habitación de Franco. A pesar de mi preocupación por su hija, ahora me daba cuenta de que mi principal tarea debía ser sacarlo indemne de la casa. No habría tiempo para que estos agentes franceses llevaran a cabo su mezquina venganza. Serían apresados o huirían, y Gabriella no sufriría ningún daño.