Al volverme, empero, vi delante de mí una oscura figura en la que al punto reconocí a Edgar. Estaba de pie, con las piernas separadas y apoyadas firmemente en el suelo. Una mano me apuntaba con una pistola, y en la otra sostenía una especie de daga.
– ¡Imbécil judío! -me espetó-. Os he oído alborotar yendo de un lado para otro. Un oso hubiera hecho menos ruido.
– ¿Un oso grande o un oso pequeño? -pregunté.
– ¿Pensáis poder salir con bien de este apuro?
Me encogí de hombros.
– Se me había ocurrido intentarlo.
– Ese ha sido siempre vuestro problema -dijo-. Estáis demasiado imbuido de vuestra inteligencia, pero os negáis a creer que alguien puede ser más listo que vos. Decidme ahora qué habéis venido a hacer aquí. ¿Venís por los planos?
– Vengo por vos -repliqué-. Tras visitar la casa de la Madre Clap, me he dado cuenta de que tengo ciertas inclinaciones que ya no puedo seguir negando.
– No esperéis confundirme con vuestras bobadas. Sé que estáis aquí por los planos de la máquina. ¿Creéis que me importa algo Franco? Que se oculte o se escape, si quiere, aunque le iría mucho mejor escaparse. La cuestión que importa es otra: ¿quién os ha enviado? ¿Cuánto saben los agentes británicos? ¿Han apresado a Cobb o se les ha escapado? Podéis elegir entre responderme a todo esto ahora, o subir conmigo al piso de arriba. Una vez despertemos a Hammond, podéis tener la seguridad de que él no dudará en obligaros a decir exactamente todo lo que desee saber.
Yo no podía hablar acerca de la habilidad del señor Hammond para obtener información. Sin embargo, podía sentirme muy satisfecho de que Edgar me hubiera dicho precisamente lo que yo deseaba saber: esto es, que Hammond aún seguía durmiendo.
– ¿Os ha dicho alguien que tenéis un rostro enormemente parecido al de un pato? Si he de seros sincero -proseguí-. Siempre me han caído muy bien los patos. Cuando era niño, un pariente de buen corazón me regaló uno. Y ahora, muchos años después, os veo a vos, la viva imagen de ese pato, y no puedo evitar el pensamiento de que tenemos que ser amigos. Vamos, pues, depongamos nuestras armas y vayamos a buscar un estanque donde yo pueda comer pan y queso a la orilla y vos podáis chapotear en sus aguas. Seré feliz arrojándoos trocitos de pan.
– ¡Cerrad vuestra condenada boca! -me replicó-. Hammond podrá interrogaros más eficazmente si lleváis una bala de plomo en la pierna.
Yo no lo dudaba.
– Un momento -le dije-. Hay tres hechos en la vida del pato que me parecen de suma importancia para el asunto que nos ocupa. En primer lugar, el pato hembra pasa por ser un progenitor especialmente tierno y amante. En segundo… -empecé, aunque lo cierto era que no existía un segundo hecho que traer a colación. Bastaba uno, porque estaba poniendo en práctica el consejo que me había dado el señor Blackburn a propósito del artificio retórico de las series. Una vez informado Edgar de la existencia de tres hechos, estaría a la expectativa de los dos restantes. Y, así, yo tenía la oportunidad de sorprenderlo con alguna otra cosa.
En este caso, sorprendí a Edgar, el criado y espía francés, con un potente golpe en el estómago. En mis ensoñaciones, hubiera sido más satisfactorio un puñetazo en la nariz o en la boca, que produjera probablemente sangre y tal vez la pérdida de algunos dientes, pero un golpe en el estómago tiene el reflejo de hacer que la persona se doble sobre sí. Lo cual significaba que, aun en el caso de que pudiera disparar su pistola, el tiro le saldría hacia abajo en vez de hacia delante.
De hecho, no llegó a disparar y, aunque tampoco soltó la pistola, antes incluso de que hubiera podido caérsele al suelo, yo se la había quitado ya de la mano. Después, me la metí en el bolsillo y, en el instante en que Edgar comenzaba a hacer fuerza para enderezarse, me apresuré a enderezarlo yo de una patada, esta vez en las costillas. Patinó algunas pulgadas por el suelo y dejó caer su daga, que yo recogí y empleé rápidamente para cortar varios trozos de cordón del dosel de su cama. Estos, como mi avisado lector habrá adivinado ya, me sirvieron para atar a Edgar de manos y pies, proceso durante el cual le sacudí unos cuantos golpes más en el abdomen, pero no por crueldad o malicia, sino porque deseaba impedirle que pudiera pedir socorro antes de tenerlo bien amordazado.
Finalmente, corté un trozo de tela que empleé justamente para eso. Cuando estuvo del todo incapacitado, me planté de pie delante de él mirándolo de arriba abajo.
– Lo irónico de esta situación -dije- es que, como vos observasteis originalmente, yo no iba a poder escapar de mi apuro. Ahora, en cuanto a vuestra suerte, yo no veo ninguna necesidad de hacer eso con vos. Quizá os preguntéis si informaré a los mensajeros del rey de que estáis aquí. La respuesta es que no. Mañana, en algún momento, Crooked Luke y el resto de esos chicos tendrán a su disposición esta casa, y dejaré que ellos se las arreglen con vos.
Edgar gruñía y se debatía intentando librarse de sus ataduras, pero yo fingí no tener ningún interés en él mientras lo dejaba.
Un piso más, y al dormitorio. Allí las cosas se desarrollaron rápida y fácilmente. Como se me había dicho, Hammond estaba dormido y no me costó gran esfuerzo dominarlo. Le agarré la barbilla con una mano y apreté contra su pecho, con la otra, la punta de la daga de Edgar. Se clavó lo suficiente para que salieran unas gotas de sangre y le doliera, atrozmente a juzgar por la expresión de la cara de Hammond, pero no más que eso.
– Dadme los planos -le pedí.
– Jamás -replicó, con la voz tranquila y serena.
– Hammond, Hammond… -le dije, dubitativo-. Fuisteis vos quien decidisteis emplearme. Sabíais quién era cuando me involucrasteis en vuestra trama. Eso significa que sabéis qué es lo que estoy deseando haceros. Os cortaré los dedos, vaciaré vuestros ojos, os arrancaré dientes. No creo que estés hecho de la pasta de un hombre capaz de soportar esos tormentos. Contaré hasta cinco y enseguida lo averiguaremos.
Así hubiera ocurrido, y él debía de saberlo muy bien, porque ni siquiera esperó a que empezara a contar.
– Debajo de la almohada -dijo-. Importa poco que tengáis el original. Una copia exacta ha sido enviada ya fuera del país y, con ella, la capacidad de destruir el comercio textil de la Compañía Británica de las Indias Orientales.
Preferí no decirle que su copia había sido interceptada ya y que con esta se extinguía la última esperanza de que su misión tuviera éxito. En lugar de eso, puse a un lado la daga, seguí apretando cruelmente su rostro y alargué la mano para buscar debajo de la almohada y sacar el rústico volumen in octavo, encuadernado en piel, en todo semejante al que ya había visto antes. Era, según una de sus viudas, el tipo de cuaderno que utilizaba Pepper. Un rápido examen de sus páginas, para observar los múltiples esquemas y los intrincados detalles, me dijo que aquel era precisamente el cuaderno que había estado buscando.
Hammond, sin embargo, mostró entonces un inesperado arranque de fuerza. Maniobró rápidamente para apartarse de mí, escapando de mi daga con solo un rasguño superficial, y después escapó al otro extremo de la habitación. Deslicé el libro en mi bolsillo y saqué de él una pistola; pero, en la oscuridad, no podía esperar gran cosa de mi puntería. Aquello me desazonó, pero me ofreció también cierto consuelo por si fuera también una pistola lo que él estuviera buscando. Me adelanté y entonces pude ver mejor a mi adversario. Se hallaba de pie en la oscuridad, con sus ropas de noche sueltas en torno a su silueta, como el etéreo nimbo de un espíritu, y los ojos desencajados por el terror. Levantó el brazo y por un momento pensé que iba a sacar una pistola. Casi estuve a punto de dispararle yo antes de darme cuenta de que no tenía un arma, sino una pequeña ampolla de vidrio.