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– Podéis dispararme si os place, pero obtendréis pocas respuestas. Ya estoy muerto, vedlo.

La ampolla cayó al suelo. Sospecho que le hubiera gustado el efecto dramático de agitar el vidrio, pero, en lugar de eso, solo hubo un pequeño rebote.

Me han llamado cínico en mi vida, y tal vez estuvo mal por mi parte que me preguntara en aquellos momentos si simplemente fingía haber ingerido veneno. No estaba dispuesto a correr ningún riesgo al respecto.

– ¿Hay algo que deseéis decirme antes de comparecer ante vuestro Hacedor? -le pregunté.

– ¡Si seréis estúpido…! -me escupió-. ¿No podéis entender que si he tomado este veneno es solo para que no podáis obligarme a deciros a vos o a nadie nada más?

– ¡Claro! Debía haberlo pensado yo mismo. ¿Os gustaría aprovechar el poco tiempo que os queda para ofrecer una disculpa? ¿O un encomio de mis virtudes, tal vez?

– ¡Sois el mismísimo demonio, Weaver! ¿Qué clase de hombre se burla de un moribundo?

– Tengo poco más que hacer -dije, manteniendo la pistola apuntada a él-. No puedo correr el albur de que estéis engañándome y no hayáis tomado ningún veneno, y tampoco podría avenirme a cometer un asesinato a sangre fría y disparar contra vos. Por eso me veo obligado a esperar y vigilar, y pensaba que tal vez querrías emplear vuestros últimos momentos para conversar.

El sacudió la cabeza y se dejó caer al suelo.

– Me han dicho que actúa rápidamente -dijo-, así que no creo que haya mucho tiempo para conversaciones. No os diré nada de los planes que esperábamos poder llevar a cabo ni de lo que ya se ha hecho. Puede que sea un cobarde, pero no traicionaré a mi país.

– ¿A vuestro país o a la nueva Compañía Francesa de las Indias Orientales?

– ¡Ah -exclamó-. Ya lo habéis entendido. Han pasado los tiempos de servir al propio rey con honor. Ahora debemos estar al servicio de sus empresas concesionarias. Pero, si no puedo hablaros de mi nación, sí puedo hacerlo de la vuestra y de cómo habéis sido engañado por un loco.

– ¿Cómo es eso? -pregunté.

El señor Hammond, sin embargo, fue incapaz de responder, porque ya estaba muerto.

29

El señor Franco no tenía ya, en mi opinión, ningún motivo para temer. Sin duda seguían abundando las trampas, las trapacerías y las intrigas, pero por el momento los franceses estaban acabados y por eso el señor Franco no tenía ya que temer por sí ni por su hija. Así y todo, Elias, mi tía y yo mismo seguíamos viviendo bajo la amenaza de ir a parar a la prisión por deudas.

Una vez liberado, el señor Franco pudo marchar a casa en un carruaje, pero yo decliné acompañarlo. Era tarde, me sentía agotado en cuerpo y espíritu, y el día siguiente iba a exigirme más trabajo aún, pero debía hacer una parada antes de poder retirarme. Todo quedaría resuelto en el plazo de un día, pero, para asegurarme de que todo saliera conforme a mis deseos, tenía que disponer las cosas con sumo esmero.

Alquilé, pues, un carruaje para que me llevara a Ratcliff Highway y en la oscuridad y el silencio del crepúsculo matinal, cuando incluso los gritos de Londres se reducen a gañidos y gimoteos, entré en la misma taberna en la que el eficiente oficinista, el señor Blackburn, me había dicho algo de muchísimo valor. Bien es verdad que solo en las últimas horas había llegado a darme cuenta del alcance de su información.

Vi al dueño de la taberna, que recordaba era el cuñado de Blackburn y, puesto que él también me reconoció, pude vencer su natural desconfianza y persuadirlo de que me revelara dónde podría encontrar a su pariente. Me explicó que no tenía por costumbre revelar el domicilio de un hombre sin su permiso, pero no vio ningún mal en revelarme el lugar donde trabajaba y para eso me informó de que el buen señor Blackburn había aceptado un trabajo temporal en el negocio de un conocido cervecero, que deseaba poner en orden su contabilidad. Me dijo también que el señor Blackburn tenía especial empeño en realizar su tarea con rapidez y precisión y que podría encontrarlo en las oficinas del cervecero desde la temprana hora de las siete de la mañana.

Desayuné con el buen hombre, compartiendo con él pan todavía caliente traído de una panadería cercana y un cuenco lleno de uvas y frutos secos, que pasamos con ayuda de una estimulante cerveza. Después yo me dirigí a New Queen Street, donde encontré al excelente señor Blackburn en un cuartucho sin ventanas, rodeado de un montón de libros de contabilidad y con aspecto de ser el hombre más feliz que yo hubiera visto en la vida.

– ¡Vaya! ¡Pero si es el señor Weaver! -exclamó. Se levantó y me hizo una reverencia desde una distancia tan cómoda como pudo interponer entre los dos-. Como veis, he aterrizado con buen pie, señor, a la manera de un gato. La Compañía puede intentar ensuciar mi buen nombre, pero la verdad saldrá a la luz. y pienso que las buenas personas a las que sirvo ahora dirán la verdad.

– Es un maravilloso contable -gritó uno de sus compañeros con evidente buen humor.

– Jamás nuestros libros han estado tan bien ordenados -dijo otro.

Me di cuenta enseguida de que Blackburn había encontrado un lugar en el que tanto sus servicios como sus peculiaridades iban a ser valoradas, y me sentí menos incómodo con respecto a la circunstancia de haber contribuido a que perdiera su puesto.

– Me alegra oír que sois tan feliz.

– Prodigiosamente feliz -me aseguró-. Estos libros, señor, son un desastre. Es como si se hubiera abatido sobre ellos un huracán de cifras y errores, pero serán puestos en orden. He de decir que es un placer ver que aquí las dificultades no son más que errores de ignorancia…

– Lamentable ignorancia -dijo uno de sus compañeros.

– Y no malicia -concluyó Blackburn en voz mucho más baja-. Aquí no hay engaños, ni gastos secretos ni trucos tendentes a disfrazar cualquier tipo de maldad.

– Pues por este motivo precisamente he venido a veros -le dije-. Tengo que haceros una pregunta a propósito de un tema que mencionasteis en una ocasión. ¿Recordáis que me hablasteis de una ocasión en la que mi patrón os pidió que disfrazarais en los libros la pérdida de cierta suma y que, cuando os negasteis a hacerlo, averiguasteis que la suma en cuestión había desaparecido?

– Lo recuerdo bien -dijo-. Aunque por alguna razón no puedo recordar habéroslo dicho.

Preferí no detenerme en este punto.

– ¿Podéis decirme de qué suma se trataba?

Él consideró brevemente mi petición.

– Supongo que ya no pueden causarme más daño del que me han hecho.

Así que me dijo lo que deseaba saber, y fue en ese momento cuando vi confirmadas mis sospechas y me pareció que lo entendía todo. Pero aún tenía que poner a prueba una teoría más, y entonces se demostraría si aventajaba a mis enemigos o si ellos eran mucho más listos de lo que podía vislumbrar ahora.

A continuación me dirigí a Spittalfields, donde estuve llamando repetidamente a una puerta hasta que, finalmente, respondió una sumisa criatura cuya condición no conseguí identificar, puesto que me parecía a la vez sirvienta, hija o esposa. Le expliqué que era un asunto de suma urgencia y que no podía esperar. Ella me explicó que los hombres como él necesitaban descansar, y yo le repliqué que lo que le traía era mucho mejor que una noche de sueño. Por último, mi voluntad fue más fuerte que sus defensas y me invitó a entrar. Me senté en una salita deprimente y mal iluminada, sin que me fuera ofrecido nada para aliviar la espera, e intenté resistir mis ganas de abandonarme al sopor.

Finalmente, apareció en la puerta Devout Hale. Llevaba gorro y camisón de dormir y, aunque la mala iluminación hacía mucho por atemperar los efectos de su escrófula, la crueldad de ser despertado a aquella hora era de lo más obvia.

– ¡Por Dios, Weaver! ¿Qué puede traeros aquí a estas horas? Si no venís con el rey a remolque, no quiero saber nada de ello.