– Con el rey no -respondí-, pero sí con un rescate regio. Sentaos y os contaré lo poco que necesitaréis para comprenderlo. -Se sentó frente a mí, encorvado, aparentemente con alguna dificultad para respirar. Sin embargo, al poco estaba completamente despierto, con los ojos muy abiertos y escuchando el relato en el que le informaba de cosas que antes le había ocultado. Le conté que Pepper había sido mucho más inteligente de lo que cualquiera de ellos sospechara; que había inventado una máquina de tejer algodón que dejaría sin valor las rutas comerciales de la Compañía de las Indias Orientales, y de cómo los agentes franceses, británicos e inclusive indios, habían estado haciendo todo cuanto estaba a su alcance para recuperar su invento, cada uno con el propósito de salvaguardar los intereses de su respectiva nación.
– Me han dicho -le expliqué- que debo devolver estos planos a la Corona británica, porque conviene a los intereses de este país que la Compañía de las Indias Orientales siga siendo fuerte. Me considero un patriota, Hale, pero el corazón de lo que amo en este reino está en su pueblo, en su constitución, en sus libertades y oportunidades, no en sus compañías. Me complace mucho haber ayudado a frustrar los planes de los franceses, pero eso no significa que no pueda ver con mis propios ojos los peligros que hay en entregar las riendas del reino a unos hombres que solo valoran el dinero y el beneficio.
– Entonces…, ¿qué pensáis hacer con esos planos? -preguntó Hale.
– Se los daré a los hombres y las mujeres que sirven a este reino no con sus planes, sino con su trabajo. -Me llevé la mano al bolsillo y saqué de él el cuaderno in octavo de Pepper, y se lo tendí a Hale-. Se lo doy a los tejedores de seda.
Hale no dijo nada. Acercó más la lámpara de aceite y comenzó a examinar las páginas del cuaderno.
– Vos sabéis que no sé leer -dijo.
– Tendréis que fiaros de los que sí saben, pero sospecho que a ellos les llevará algún tiempo entender el contenido. Vos, sin embargo, y vuestros hombres, lo desentrañaréis y, cuando lo hayáis hecho, estaréis en situación de dictar condiciones a los que queráis. Solo os pido que compartáis la riqueza con vuestros compañeros trabajadores…, que no os convirtáis en la cosa que más despreciáis. Este libro contiene la promesa de grandes riquezas que perdurarán a lo largo de generaciones, y espero que me daréis vuestra palabra de administrar sus posibilidades con generosidad más que con codicia.
Él asintió.
– Sí -dijo con voz entrecortada-. Puede hacerse, Weaver, sí. Puede que no produzca riqueza en todos los días de mi vida, aunque me las arreglaré lo mejor que pueda. Pero, decidme…, ¿no queréis nada de esa riqueza para vos mismo?
Solté una carcajada.
– Si os hacéis rico y queréis hacerme un regalo será el momento de discutir eso. Pero no… No formaré una sociedad con vos. Os pedí que me hicierais un favor, recordadlo, para ayudarme en una tarea que, aunque despreciaba, necesitaba llevar a cabo. Lo hicisteis y me pedisteis algo a cambio, algo que yo no he podido conseguiros. Os doy esto en lugar de lo que no puedo daros, y espero que sirva para que consideréis pagada mi deuda.
– Lo acepto en estos términos -me dijo-, y que Dios os bendiga.
No tendría muchas horas de sueño antes de mi siguiente visita, pero estaba decidido a dormir todas las que pudiera. Envié una nota a Elias pidiéndole que viniera a reunirse conmigo en mi alojamiento a las once de esa mañana, lo que nos dejaría tiempo suficiente para llegar a mediodía a la asamblea de accionistas. Aún no sabía lo que le diría a la señorita Glade cuando me pidiera el libro. Quizá le diría la verdad. Pero incluso entonces me habría gustado más que nada darle lo que deseaba para ver si en ese momento podía encontrar dentro de ella algo que no fueran planes y tramas.
Lo cierto es que se presentó en mis habitaciones a las diez y media. Por suerte, yo estaba despierto -tras solo una hora de sueño- y vestido y, aunque no con mis sentidos alerta, fui capaz de encajar lo que ella quisiera decirme.
– ¿Os introdujisteis en la casa? -me preguntó.
Yo le dediqué una sonrisa. O mi mejor imitación de su propia sonrisa.
– Conseguí liberar al señor Franco, pero no pude encontrar los planos. Edgar no sabía nada, y Hammond se quitó la vida. Registré las habitaciones…, toda la casa, lo mejor que pude, pero no conseguí encontrar ni rastro de ellos.
Ella se puso de pie al instante y sus faldas se agitaron como hojas en un ventoso día de otoño.
– No pudisteis encontrarlos -repitió con una nota de escepticismo en su voz.
– No pude.
Estaba allí mirándome, con las manos en las caderas. Puede que estuviera haciendo un esfuerzo por parecer enfadada -o puede, ¡qué sé yo!, que no estuviera haciendo esfuerzo alguno-, pero me parecía tan asombrosamente bella, que me sentí tentado de confesárselo todo. Resistí, sin embargo, la tentación.
– Vos… -dijo- no estáis siendo sincero conmigo.
Me levanté yo también para que nuestras miradas se cruzaran.
– Lamento, señora, que me obliguéis a recurrir a un refrán tan manido, pero en este caso debo observar aquello de que donde las dan, las toman. ¿Me acusáis de ocultaros la verdad? ¿En qué ocasión no me habéis ocultado vos la verdad? ¿Cuándo no me habéis dicho más que falsedades?
La expresión de su cara se suavizó un tanto.
– He tratado de ser sincera con vos.
– ¿Sois siquiera judía? -le pregunté.
– ¡Pues claro que lo soy! -me aseguró, dejando escapar un suspiro-. ¿O pensáis que inventaría algo así meramente para ganar vuestra voluntad?
– Esa idea me ha pasado por la imaginación, sí. Pero, si sois lo que decís, ¿por qué habláis, cuando os pillan desprevenida, con el acento de una francesa?
Al oírme, sus labios se curvaron en una media sonrisa. Tal vez no la agradara verse descubierta, pero yo era consciente de que, en el fondo, tenía que complacerla mi habilidad para descubrir su astucia.
– Todo cuanto os expliqué acerca de mi familia es cierto -dijo-, aunque no os conté que pasé los doce primeros años de mi vida en Marsella…, una ciudad, he de añadir, en la que los judíos de mi condición no eran más apreciados por los judíos de la vuestra que lo que lo son aquí mismo. Pero, en todo caso…, ¿qué puede significar un detalle tan nimio?
– Podría no haber significado nada si no me lo hubieseis ocultado.
– Os lo oculté -dijo- porque sabía que estaba en marcha una conjura francesa contra vos y no quería que sospecharais que yo era parte de ella. Y, como no podía explicároslo todo, preferí callar lo que pudiera daros una falsa idea.
– Y lo único que conseguisteis con eso fue imbuirme la necesidad de ser receloso.
– Es una ironía, ¿verdad?
Como por un acuerdo tácito entre ambos, volvimos a sentarnos los dos.
– ¿Y vuestra primera historia? -le pregunté-. ¿Todo aquello de la muerte de vuestro padre, y las deudas, y vuestro… protector?
– Todo cierto. Me permití callar, sin embargo, que ese protector era un hombre de cierta influencia en el Ministerio y que con el tiempo llegó a tenerla mayor aún. Fue él quien se dio cuenta de mis talentos y me pidió que los pusiera al servicio de mi país.
– ¿Haciendo cosas como seducir a mis amigos?
Ella acusó el golpe y bajó la mirada.
– ¿Pensáis de veras que me habría hecho falta conquistar al señor Gordon para obtener la información que deseaba? Puede que sea un buen amigo y un fiel compañero, pero no está preparado para resistirse a las solicitudes de las mujeres. Tal vez me haya aprovechado de su interés, pero mi consideración hacia vos es tal que nunca hubiese querido crear dificultades en la amistad rindiéndome a él.
– ¿De qué amistad habláis? -le pregunté-. ¿De la mía con Elias o de la mía con vos?