Sonrió abiertamente.
– ¡De las dos, por supuesto! Y ahora que hemos aclarado las cosas, tal vez podríamos volver a ese cuaderno que quizá sí que hayáis encontrado, después de todo.
Noté que vacilaba mi resolución, pero, aun cuando creyera su historia -a lo que me sentía inclinado-, eso no significaba que deseara que la Compañía de las Indias Orientales tuviera aquel cuaderno. Ella podía creer que era lo justo y su sentido de la política hacerle ver mil razones para querer tener los planos de Pepper, pero mi sentido de la justicia no me consentía entregárselos.
– Debo repetiros que no he podido encontrar los planos.
Cerró los ojos.
– Tengo la sensación de que no os preocupa que los franceses puedan construir esa máquina.
– Me preocupa, y preferiría que fracasaran miserablemente en sus proyectos; pero soy un patriota, señora, no un hombre al servicio de la Compañía de las Indias Orientales. Y no creo que la intención del gobierno sea proteger a una empresa del genio creador de la invención.
– Jamás os hubiera creído capaz de esta traición -dijo. Su belleza, aunque no precisamente ocultada, parecía enmascarada ahora por el rubor de la ira. No estábamos discutiendo un proyecto en el que ella estuviera casualmente implicada: comprendí que la señorita Glade era una apasionada defensora de su causa. Que estaba íntimamente convencida de que el gobierno británico, y solo el gobierno británico, debía tener el control de esos planos, y ya no tuve dudas de que comprendía mi papel en el intento de evitar ese resultado.
– No es una traición -dije serenamente-. Es justicia, señora. Y, si no fuerais tan parcial en vuestro criterio, también lo entenderíais así.
– Sois vos el parcial, señor Weaver -dijo en tono amable. Me halagó que, aunque desaprobara mis acciones, comprendiera que las mantenía por creerlas rectas-. Había pensado que llegaríais a confiar en mí, a confiar en que lo que hago es lo mejor. Pero veo que no aceptáis orientación de nadie. Tanto peor, porque me estoy dando cuenta de que no comprendéis nada de este mundo moderno.
– Y vos no comprendéis nada de mí -dije-, si pensáis que porque quiero complaceros, debo querer complacer también a la Compañía de las Indias Orientales. Ya he sufrido antes, señora, y he aprendido que es mejor sufrir por lo que es justo, que recibir una golosina como recompensa por lo que no lo es. Podéis continuar persiguiendo y matando inventores, si queréis, no puedo impedíroslo, pero no cometáis nunca el error de pensar que me uniré gustosamente a esa causa.
Pasó por sus labios una sonrisa.
– Servisteis a Cobb y allí no había voluntad ninguna, señor… Eso es lo que quienes sirven a vuestro rey saben de vos: que lucharéis, y lucharéis poderosamente, además, por una causa en la que no creéis, para proteger a las personas que amáis. No penséis que lo olvidaremos.
– Y mientras recordáis lo que haré bajo coacción, os ruego que recordéis también que Cobb está en prisión ahora, y el señor Hammond, muerto. A los que tratan de torcer mi voluntad para obtener sus propios fines no les ha ido tan bien como les hubiera gustado.
Sonrió de nuevo, esta vez sin ninguna reserva, y después sacudió la cabeza.
– La triste verdad, señor Weaver, es que siempre os he tenido afecto. Creo que las cosas hubieran podido ser muy diferentes si vos también hubierais sentido afecto por mí. No hablo de desearme, señor, de la manera como puede un hombre desear a una puta cuyo nombre ni siquiera se molesta en aprender, sino de albergar por mí los sentimientos que yo me sentía inclinada a albergar por vos.
Y así fue como me dejó. Con un glorioso revoloteo de sus faltas se marchó dejando tras de sí la nota de determinación que conviene tanto a la frase final de una tragedia. La pronunció con tanta energía que pensé ciertamente, que iba a ser la última vez que tendría tratos con ella y me sentí inclinado a lamentarme de mis palabras, ya que no de mi conducta. De hecho, no iba a ser la última vez que vería a la señorita Celia Glade. En realidad, ni siquiera la última vez que la vería ese mismo día.
Elias se presentó con solo media hora de retraso sobre la que había prometido llegar, lo que me pareció muy amable de su parte. La verdad es que no me molestó su tardanza, porque me dio un poco de tiempo para recuperar mi compostura e intentar dejar a un lado la tristeza que sentía tras la visita de la señorita Glade.
No permití que Elias se entretuviera y enseguida tomamos los dos un carruaje para dirigirnos a Craven House.
– ¿Cómo es -me preguntó- que nos permitirán asistir a una reunión de la asamblea de accionistas? ¿No nos darán con la puerta en las narices?
Me reí.
– ¿Quién va a querer asistir a una reunión de este tipo, si no tiene algún negocio en ella? La idea es absurda. No puede haber nada tan tedioso y que interese menos al público en general que una reunión de la Compañía de las Indias Orientales.
Mi idea de esta clase de reuniones era muy correcta, aunque en los últimos años hemos visto que algunas de ellas se han convertido en un tema de notable interés público, resonancia teatral y comentarios en periódicos. En 1723, sin embargo, hasta el gacetillero más desesperado preferiría pescar con optimismo noticias en el café menos de moda de Covent Garden a intentar buscarlas en un lugar tan aburrido como la asamblea de Craven House. Pero si el tal gacetillero se hubiese hallado presente allí ese día, habría visto recompensado su optimismo.
Como había predicho, nadie puso en duda si podíamos o no estar allí. Vestíamos los dos como caballeros, por lo cual encajamos perfectamente con el otro centenar y medio de hombres de traje oscuro que llenaban el salón de actos. Si en algo destacábamos, era solo en ser más jóvenes y menos orondos que la mayoría.
La reunión se celebró en una sala que había sido construida a propósito para albergar estos acontecimientos trimestrales. Yo ya había estado anteriormente en ella, y me había llamado la atención por mostrar el aspecto desolador de un teatro vacío, pero ahora estaba llena de vida… por más que se tratara de una vida lenta, aletargada. Pocos miembros de la asamblea se mostraban particularmente interesados en su desarrollo: formaban grupitos, charlaban unos con otros. Bastantes dormitaban en sus asientos. Uno de entre los que eran más jóvenes que yo parecía ocupado en aprender de memoria versos en latín. Algunos daban cuenta de la comida que habían traído consigo, y un sexteto intrépido había acudido con botellas de vino y jarras de peltre.
Había un estrado en la parte de delante y, sobre él, un podio. Cuando entramos en el salón, un miembro de la asamblea estaba ensalzando los méritos de cierto gobernador colonial, cuya valía había sido puesta en tela de juicio. Resultó que el tal gobernador era, también, sobrino de uno de los principales accionistas y que las opiniones, aunque no pueda decirse que fueran apasionadas, se decantaban por la tibieza.
Elias y yo ocupamos unos asientos en la parte de atrás. Él se arrellanó de inmediato en su asiento y se encasquetó el sombrero hasta los ojos.
– Aborrezco el anticlímax -dijo-. Ten la bondad de despertarme si sucede algo.
– Puedes irte, si quieres; pero, si te quedas, debes permanecer despierto. Necesito que alguien me ayude -observé.
– Porque, si no, supongo que tú también te dormirías. Dime, Weaver… ¿qué esperas que ocurra?
– No estoy muy seguro. Quizá nuestras acciones no tengan consecuencias perceptibles, pero ha habido muchas cosas que apuntan a una crisis. Y lo más importante de todo es que la suerte del señor Ellershaw depende de lo que ocurra hoy. Forester presentará una moción contra él, y aun cuando la mano de Celia Glade no sea visible en el resultado, y aunque en definitiva el papel de Cobb sea irrelevante, quiero ver cómo se desarrolla la cosa.
– ¿Y por esto debo permanecer despierto? -me preguntó-. No es precisamente lo que yo entiendo por amistad.