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Por lo visto la multitud estaba de acuerdo con él, porque estalló en vítores y aplausos. Ellershaw se regodeaba en su gloria y, al final, cuando la sala recuperó de nuevo la calma, se decidió a concluir su discurso:

– No pretendo dar a entender que todo esto lo he conseguido yo solo. He contado con una gran ayuda, y deseo agradecérsela públicamente a quienes me la han prestado. Nuestra Compañía ha tenido un nuevo abogado, un hombre que ha pasado, de apoyar los intereses de la lana, a la defensa de nuestra causa en el Parlamento. Me gustaría que todos dieran la bienvenida a nuestro círculo al señor Samuel Thurmond. Ha servido durante mucho tiempo a los intereses laneros, pero desde la pasada elección viene trabajando en secreto para nuestra Compañía y ha prometido emplear toda su influencia en conseguir que sea revocada esa odiosa legislación.

El anciano se puso en pie y saludó quitándose un momento el sombrero con una gran sonrisa en la cara. No era ya el hombre adusto al que Ellershaw amenazaba, ni el intrigante que se entrevistaba en secreto con Forester. El que allí vi era un hombre inteligente en la última etapa de su vida, que quería asegurarse cierto bienestar para sí y quizá también para aquel hijo al que se había referido Ellershaw. La intriga con las telas falsas había sido perpetrada contra Forester con la ayuda de Thurmond. Ahora me daba cuenta de que las amenazas en contra del anciano y la confrontación en Sadler's Wells habían sido escenificadas para engañarnos a Forester y a mí. Comprendí también, finalmente, cuál había sido el verdadero objetivo de mi presencia en Craven House: hacerle creer a Forester que sus intrigas estaban amenazadas por una investigación externa, para que centrara sus sospechas en mí en vez de hacerlo en Thurmond. Para que creyera que existía una conjura en su contra y que eso lo incitara a asestar un golpe que podría fallar y que, en su fallo, montaría el tinglado al que se encaramaría Ellershaw para proclamar su triunfo.

La sala era ahora una escena de gozoso tumulto, con Ellershaw estrechando manos a diestro y siniestro y los miembros de la junta dándole a Thurmond palmadas en la espalda y recibiendo su proyecto como si fuera una heroicidad. Lo cual me parecía a mí de lo más curioso, puesto que había obtenido este estatus traicionando a sus aliados de siempre. Me pregunté si esto le impediría traicionar más adelante a los intrigantes de Craven House. Aunque me dije que tal vez aquello no significaría nada: después de todo, esos hombres vivían solo de un período a otro, de una reunión de la junta a la siguiente. ¿Qué podía importar una futura traición, comparada con un éxito inmediato?

Me sentía profundamente asqueado de todas esas demostraciones, y pensé decirle a Elias que ya no aguantaba más todo aquello, pero en aquel instante levanté la cabeza y vi a Thurmond estrechando la mano de una persona a la que jamás hubiese esperado encontrar allí: nada menos que a Moses Franco.

Mil pensamientos cruzaron mi mente mientras intentaba entender por qué estaba allí y cómo era que mantenía relaciones tan amistosas con Thurmond y con algunos otros miembros de la Compañía. Pero luego me fijé en que se despedía y se encaminaba a la entrada principal, la que daba al interior de Craven House. Abrió la puerta y la cerró enseguida tras él, pero no tan rápidamente que no viera yo que alguien lo estaba esperando detrás y que, por el vestido y el lenguaje corporal, no dedujera que se trataba de… Celia Glade.

Me excusé ante Elias, diciéndole solo que prefería irme, y después me abrí camino entre la multitud. Mientras lo hacía. Ellershaw me agarró por el hombro y, al volverme, mi mirada de sorpresa se encontró con un rostro sonriente, mucho más seguro de sí y de su competencia que cualquier otra expresión que le hubiera visto anteriormente.

– No penséis que, porque he omitido daros públicamente las gracias, valoro vuestra contribución menos que la del señor Thurmond -me dijo.

No hice caso a la pulla y seguí adelante. Al final, fuera ya de la sala, me encontré en el espacio interior del edificio. Por suerte, aún pude verlos cuando iban por un pasillo y entraban en un cuartito que me constaba que había sido desocupado últimamente. Ninguno de los dos debía de esperar una intrusión mía ni de nadie, puesto que no habían cerrado la puerta y al llegar yo al umbral observé que la señorita Glade le tendía al señor Franco una bolsa.

– ¿Qué traición es esta? -pregunté con voz lo bastante alta como para sobresaltarlos a ambos.

– ¡Señor Weaver…! -exclamó animadamente Franco, aunque esta vez ya sin el acento que solía adoptar en mi presencia-. ¡Cuánto me alegra veros ahora que todo ha terminado! Supongo que me haréis algunas recriminaciones, sé que no voy a poder evitarlas, pero permitidme que os diga ahora que estoy en deuda con vos y que todo lo que siento hacia vos es estima y respeto.

Mi expresión debió de ofrecerle algún indicio que no deseaba, pues se volvió para mirar a la señorita Glade.

– Le habréis informado ya de este detalle, ¿no?

Ella se sonrojó.

– Me temo que aún no he tenido la oportunidad de decirle gran cosa.

– ¿Sois un espía, señor? -troné.

La señorita Glade apoyó la mano en mi brazo.

– No os enojéis con él. Si tenéis que culpar a alguien, podéis culparme a mí.

– Podéis estar segura de que lo haré. ¿Cómo os atrevéis a jugar con mis sentimientos y lealtades? ¿Ignoráis acaso cuánto me ha atormentado sentirme culpable de la prisión de este hombre? ¿Y ahora resulta que era un espía a vuestro servicio?

Franco extendió sus manos hacia mí en un ademán de rendición, que se vio no poco impedido por la bolsa que sujetaba ahora con la mano. Pero, más que temblar de temor, tenía el rostro rojo de vergüenza y yo sentí que lamentaba sinceramente haberme engañado. La vehemencia de este pesar me desarmó tanto que me quedé inmóvil, sin tener idea de qué podría decir o hacer.

La señorita Glade decidió compadecerse de mi incertidumbre.

– No censuréis a este hombre -dijo-. Fue tan solo otro desventurado como vos, al que obligaron a ponerse al servicio de Cobb.

– Me temo que a mi llegada a Londres hice unas cuantas operaciones con mi dinero que resultaron mal, incluida mi inversión en la máquina del señor Pepper…, que fue lo que atrajo sobre mí la atención de Cobb. El se las arregló para comprar mis deudas como hizo con vos y vuestros amigos, y después exigió de mí que cultivara la relación con vuestra familia.

– ¿Vuestra hija era espía también? -pregunté, sin disimular el disgusto que me producía semejante posibilidad.

– No -respondió-. No podía fiarme de una criatura tan dulce para engañaros, y por eso disimulé con ella también. Permitid que os diga, sin embargo, que, si los dos hubierais formado una pareja más conveniente, no habría puesto ninguna objeción a vuestro enlace.

– Sois muy amable -dije sin ocultar mi amargura. -Cuando me di cuenta de que aquel matrimonio no podía ser, la envié a Salónica para alejarla de esta locura. Siento mucho, señor, lo siento en el alma, haberme visto obligado a engañaros. Solo puedo esperar que, cuando lo sepáis todo, no me consideréis con tanto disgusto.