¡Con qué descaro mencionaba esto último!
– Me las arreglaré para soportar esa pérdida.
– Será mayor de lo que pensáis porque espero que me compréis alguna chuchería bonita como prueba de vuestro aprecio. Y de vuestro afecto -añadió dándome la mano.
Yo no quería parecer -o ser- mojigato, pero aún no había llegado a confiar en aquella dama, y no sabía con seguridad si alguna vez me traicionaría. Se debió a esta razón que no reaccionara con mayor vehemencia a sus insinuaciones que, todo hay que decirlo, fueron muy bien recibidas por mí.
Pero lo cierto es que ella no pudo dejar de notar mi vacilación.
– Vamos, señor Weaver… -me dijo-. ¿Cortejaréis solo a mujeres como la señora Mulbery, cuyo sentido del decoro la lleva a rechazaros? Pensé que os encantaría conocer a una mujer que no solo es de vuestra raza, sino que tiene también vuestras mismas inclinaciones…
– Sois muy atrevida -le dije. Y creo que, a pesar de mis buenos deseos, se lo dije sonriendo también.
– Si es atrevimiento decir la verdad cuando una está a solas con un alma gemela, confieso mi crimen. Sé que lo que ha pasado entre nosotros puede haberos dado una pobre imagen de mí -siguió, ahora en tono más suave. Después tomó mi mano con una suavidad que encontré a la vez sorprendente y emocionante-. Tal vez queráis venir a verme cuando os sintáis menos herido y podamos comenzar de nuevo.
– Tal vez lo haga.
– Perfecto -dijo-. Pero no tardéis demasiado, o me veré obligada a venir a buscaros. Bien es cierto que también puede que me pidan que venga a buscaros a título menos personal, porque os aseguro que ahora el ministro tiene un montón de razones para aplaudir mi anterior intercesión por vos y todo lo que comentamos ahora es a propósito de vos y de cómo convenceros para que sirváis al rey.
Retiré mi mano de la suya.
– No creo que me gustara servir al rey de esa manera. Como habéis observado, no tengo la menor inclinación a torcer mi sentido de la rectitud por las conveniencias.
– Puede haber un momento en que el reino necesite un favor que no os presente ningún conflicto. Espero que no cerréis vuestra mente a esta posibilidad.
– Y, si no me interesa, ¿podré ir a visitaros a pesar de todo?
– Os suplico que no tardéis en hacerlo -respondió.
De haber estado en una habitación privada, sé muy bien ahora adonde hubiera podido llevarnos esta conversación, pero un cuartito vacío en Craven House, durante una reunión de la asamblea de accionistas, difícilmente podía parecer el lugar más adecuado para rendir culto a Venus. Con el acuerdo de que no estaríamos mucho tiempo lejos el uno del otro, nos separamos; ella, sin duda, convencida de que había empezado nuestra relación con un triunfo. Y yo me fui a buscar a Elias para decirle lo que había averiguado: una idea que avivaba mis pasos.
30
En el coche que nos conducía a los dos, Elias seguía sacudiendo la cabeza:
– ¿Cómo no adivinaste que Franco era un espía?
– No me dio ningún motivo para sospechar de él. Es más, creo que la mayoría de sus acciones eran sinceras y tal como él hubiera querido comportarse, sin actuar con ningún disimulo.
– ¿Y adonde vamos ahora?
– Queda solo un último cabo suelto -dije-, que quiero resolver aunque no sea más que por mi propia satisfacción.
Fuimos a la taberna habitual donde encontramos a Devout Hale bebiendo amigablemente con sus compañeros y nos sentamos a su mesa. Presenté entonces a Elias, y los dos hombres se pusieron a conversar de inmediato sobre la escrófula. Elias se ganó la voluntad del tejedor con sus conocimientos acerca de su enfermedad, hasta que yo no pude aguantar más que congeniaran tanto.
– ¡Basta ya de charla! -dije dando una palmada sobre la mesa-. ¿Pensabais que no me enteraría de vuestra artimaña?
– ¿De qué? -preguntó Devout Hale, fingiendo una ignorancia nada convincente.
– Dejadme hablar, entonces. Me habéis traicionado y habéis traicionado a vuestros hombres. Os di un libro que obligaría a doblar las rodillas a la Compañía de las Indias Orientales, y habéis ido a entregárselo a Ellershaw. ¿Por qué obrasteis así?
Él bajó la cabeza, incapaz de ocultar su vergüenza.
– No me juzguéis con demasiada dureza. Es mi enfermedad la que me ha descarriado. Os dije que necesitaba desesperadamente sanar, y cambié el libro por eso. Fui a ver a los hombres de la Compañía y ellos me aseguraron que, a cambio del libro, me conseguirían una audiencia privada con el rey. No era más que un libro, Weaver…, algo sin importancia para mí, que no sé leer. Supongo que no podéis reprochar a un enfermo por cambiar algo que no puede usar o entender por lo que puede salvar su vida.
– No, supongo que no puedo censurar a un hombre por hacer tal cosa. Vuestra decisión me parece errónea, pero comprensible. -Bebí un sorbo de mi cerveza-. Salvo por una cosa… ¿Cómo se os ocurrió entregar el libro precisamente a la persona que más lo deseaba? Hay mucha gente en la Compañía, muchos directivos… ¿Por qué a Ellershaw?
– No sé… Una coincidencia, supongo.
– No, no fue una coincidencia -le dije-. Lleváis un tiempo trabajando con Ellershaw, ¿verdad?
– ¡Claro que no! Eso es absurdo.
– ¿Lo es? No tenía sentido al principio, pero cuando supe que la Compañía de las Indias Orientales tenía a su servicio urdidores de seda, debí haber comprendido que vos os habrías ofrecido a ella porque era evidente que estabais tan desesperado por obtener un remedio, que aceptaríais cualquier riesgo. Cuando hoy, en la asamblea de accionistas, mostró ese libro, supe enseguida lo que habíais hecho. Él no lo necesitaba para destruir a su rival, pero fue una buena baza para jugarla delante de la asamblea. Traicionasteis el futuro de vuestra causa por una gratificación de un hombre de la Compañía.
– Bajad la voz -me susurró.
– ¿Cómo es eso? -preguntó Elias-. ¿Vuestros hombres no saben que vivís del dinero de la Compañía?
– ¡Por supuesto que lo saben! -se apresuró a decir-. Ellos también hacen la vista gorda y no les importa si el dinero les llega de las Indias Orientales o de otra parte. Es un arreglo incómodo, pero han acabado aceptándolo.
Entonces yo me puse de pie.
– Os ruego unos momentos de atención, señores tejedores de seda… ¿Es cierto que sabéis que el señor Hale está a sueldo de la Compañía de las Indias Orientales?
Los ojos de todos se fijaron en mí. Creo que me habrían condenado por mentiroso y por canalla, si Hale no se hubiera levantado y corrido a la puerta con toda la rapidez que su estado se lo permitía. Media docena de hombres lo siguieron. Dudé de que Hale pudiera ir muy lejos y la única cosa que no sabría decir fue qué le harían una vez lo atraparan. Era un hombre desgraciado y enfermo, que había vendido a sus muchachos por la falsa esperanza de una curación mágica. Serían muy duros con él, de eso no me cabía ninguna duda, pero tampoco la tenía de que Hale viviría para aceptar su recompensa de ser tocado por el rey… y para descubrir la falsedad de su esperanza.
Elias y yo pensamos que lo mejor era ir a otra taberna, y encontramos una no lejos de allí. Nos sentamos pensativos frente a nuestras jarras.
– Admito tu astucia en descubrir la traición de Hale -me dijo-,pero la verdad, Weaver…, encuentro que ha sido demasiado poco y demasiado tarde. No puedo evitar pensar que teníamos que haber venido aquí antes.
Yo enarqué una ceja.
– ¿Qué dices?
– Bueno…, no es la primera vez que ha ocurrido esto. Te implicas en alguna investigación, y descubres que hay grandes fuerzas que están intentando manipularte…, pero luego, a pesar de todos tus esfuerzos, al final acabas siendo manipulado por ellas. Tal vez logres que algunas de las personas más culpables reciban su castigo, pero aquellas que son más poderosas acaban logrando exactamente lo que desean. ¿No te molesta eso?