– Por supuesto que me molesta.
– ¿No hay forma de que seas más cauto? -preguntó-,ya sabes…, ¿de que evites que esta clase de cosas ocurran con tanta regularidad?
– Supongo que la habrá.
– Entonces…, ¿por qué no te sirves de ella?
Alcé la vista y sonreí.
– ¿Quién dice que no la empleo ya? -Acabé mi cerveza y dejé la jarra sobre la mesa-. Con tantos espías y tanta manipulación por medio, no podía evitar la preocupación de que algunos quisieran aprovecharse de la situación si abandonaba mi vigilancia un momento. Como siempre que trato con hombres tan poderosos, no hay mucho que pueda yo hacer, pero creo que en esta ocasión he puesto todo mi empeño en frustrarlos.
– ¿Por qué lo dices? -me preguntó.
– Acaba tu cerveza y lo averiguarás.
Tomamos un carruaje hasta Durham Yard, donde llamamos una vez más a la puerta y una vez más fuimos recibidos por Bridget Pepper, la hija de la mujer de Ellershaw. Era la principal, creía ahora, de las que había optado finalmente por llamar «viudas Pepper». Elias y yo fuimos introducidos enseguida en la casa, donde estuvimos esperando un momento antes de que la buena señora acudiera a la salita.
– Buenas tardes, señora -la saludé-. ¿Está vuestro mando en casa?
– ¿Qué cruel broma es esta? -me preguntó-. Sabéis muy bien que mi marido está muerto.
– Creí que lo sabía, sí -le expliqué a Elias, pero con la intención de que ella me oyera también-. Es una de las pocas verdades básicas que me facilitó Cobb. Pero luego comencé a preguntarme… Con tanto engaño que hay en esto…, ¿cómo sé que Pepper está realmente muerto? ¿Y si Cobb me hubiera engañado, o si alguien hubiera engañado a Cobb? Dado lo que sabemos de sus mentiras, ¿por qué no pensar que esta también lo era?
– Es decir… ¿que Pepper no ha muerto?
– No. Eso fue parte del acuerdo que alcanzó con la Compañía de las Indias Orientales. Entregaría los planos…, los planos que ellos sabían que jamás podría reescribir por sí mismo porque, como nos dijo una de sus otras viudas, olvidaba sus ideas en cuanto las ponía por escrito. A cambio de este sacrificio, se le permitiría seguir casado con esta joven dama aquí presente. Y tal vez algo más. Una nueva vida en el extranjero, sospecho. Debéis de sentir un gran amor por él, para continuar a su lado a pesar de…, digamos…, sus excesos.
– No sé por qué os empeñáis en difamar su memoria y atormentarme así -dijo la dama-. Está muerto. Muerto.
– Me pregunto… -dije, sacando algo del bolsillo que mostré a sus ojos-. Me pregunto si no será esta la clase de cosa que podría sacarlo de la tumba…
Y, con la mejor de mis sonrisas, tendí a la joven dama el cuaderno in octavo que contenía los planos del telar de Pepper.
– Entonces… ¿qué era lo que tenía Ellershaw? -me preguntó Elias cuando íbamos a la parte de atrás de la casa.
– El primer libro, que recibí de la dama en Twickenham -dije- parecía muy similar en su forma y su contenido, y no había forma de decir que los planos que contenía fueran incorrectos. La verdad es que a mí me parecieron auténticos y que, de no haber sido por una pequeña imperfección en la piel del otro cuaderno, una marca en forma de P, no hubiera podido distinguirlos.
En la trasera de la casa estaba sentado el señor Pepper con un libro y un vaso de vino en la mano. Se levantó para saludarme.
– Debo confesaros -me dijo- que tenía la remota esperanza de esta posibilidad, pero jamás pasó de ser una vaga esperanza. Sois, realmente, un hombre admirable.
Pero no era yo el admirable. De hecho, había algo en Pepper que irradiaba más afecto, más bondad y más satisfacción de la que he visto jamás en un hombre. Era apuesto, sí, pero el mundo está lleno de hombres apuestos. No…, él tenía algo más, y aunque supiera yo que era falso, era notable e imposible de ocultar, como la descarga de un relámpago que causa temor, pero produce también admiración.
Le tendí el cuaderno.
– Os sugiero que os trasladéis a alguna otra parte del reino. Puede que la Compañía de las Indias Orientales no vea con buenos ojos un intento vuestro de hacer realidad estos planos.
– No. Como dedujisteis, este fue el acuerdo. Se divulgaría ampliamente mi muerte para ponerme a salvo de los franceses. El ministro se tomó mucho trabajo en hacer que ciertos espías franceses interceptaran cartas en las que se decía que la Compañía me había asesinado.
– Y -conjeturé yo- el señor Ellershaw medió en este trato consintiendo en que vivierais felizmente con su hijastra, procurándoos una generosa dote y pasando por alto vuestros otros líos, digamos, a cambio de que entregarais los planos.
La señora Pepper apoyó una mano en el hombro de su marido.
– No tenéis por qué pasar de puntillas sobre el tema -dijo-. Sé por qué sinuosos vericuetos tuvo que caminar mi Absalom antes de que estuviéramos juntos. No le echo en cara hacer lo que hizo, y ahora que estamos juntos me alegra olvidar su pasado.
– Pero el señor Ellershaw -sugerí- se volvió atrás. No podía arriesgarse a que continuarais vivo, y deseó borraros del mapa. Fue entonces cuando la señora Ellershaw os protegió y os escondió. Por eso creyó que yo buscaba información sobre su hija por encargo de su marido. Ignoro si conoció la verdad acerca de los otros compromisos del señor Pepper pero, si la conocía, difícilmente podía importarle más que su hija.
Pepper acarició la mano de su esposa y me sonrió con una expresión que era a la vez triunfal y lasciva.
– En realidad, y debo señalarlo porque me siento orgulloso de ello, esa buena mujer me entregó dos hermosas dotes. Tuvimos la suerte de que la señora Ellershaw se convenciera de que su marido desaprobaba vivamente nuestro enlace. Así que ella nos proporcionó la dote y, después, el señor Ellershaw, la igualó. Un excelente plan, creo yo.
No aguardó mi aprobación, sino que se puso enseguida a pasar las páginas del cuaderno.
– Oh, sí… Muy inteligente. Muy inteligente, en efecto. Tengo buenos momentos. A veces pienso que soy el mejor de los hombres.-Hizo una pausa y me miró-. Tenéis que explicarme por qué no os habéis quedado con estos planos. Pueden dar fruto para muchos años y yo, en cambio, no puedo ofreceros ninguna recompensa.
– No quiero los planos y no necesito la recompensa -dije-. No entendería vuestros dibujos y ponerlos en condiciones de sacarles alguna utilidad me costaría mucho más trabajo del que deseo. Seré sincero con vos, señor Pepper. Aunque no nos hayamos visto, os he seguido la pista por toda la ciudad y he averiguado que sois un hombre de lo más censurable. Tomáis lo que os place y no os importan en absoluto los sentimientos que herís.
– Es una acusación bastante dura -replicó sin acritud-, y estoy seguro de que encontraréis muchas personas que no están de acuerdo con vos.
– Sea como fuere -insistí-, no puedo pretender que me caigáis bien, pero pienso que el hombre que inventó esa máquina debe obtener el beneficio de ellos, aunque sea un canalla. Retener esos planos para mí sería un gran robo. Pienso también que, en definitiva, vos causaréis mucho menos daño en el mundo si tenéis una posición económica desahogada. Y, por último, mi meta en todo esto es que la Compañía de las Indias Orientales reciba el trato que se merece, y pienso que vos, con estos planos, haréis mucho para convertir en realidad esa meta.
– Os honra eso, señor.
– No, es una maldad -dije-. Quiero ver cómo fracasan sus esfuerzos. Toda esta energía malgastada en evitar que un hombre mejore una tecnología, en impedir que las personas tengan mayor control de los bienes que desean comprar… Creen que piensan en el género humano, cuando en realidad están pensando solo en su empresa. Os han tratado muy mal, señor Pepper, y la mayor satisfacción que puedo tener es asegurarme de que quienes han abusado de vos caigan de su pedestal. Sé que eso no ocurrirá pronto, pero me contento con saber que he plantado una semilla de la que saldrá el futuro.