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– No lo sé -respondió, asestando a la carne un buen tajo con su cuchillo-, pero pienso que sería prudente que lo averiguaras. Antes de que me vengan a arrestar, te lo ruego.

4

En cuanto hube doblado la esquina para tomar por Swallow Street y acercarme a la casa de Cobb, me vi rodeado por un grupo de cuatro o cinco pilluelos, los mismos que había visto en mi anterior visita.

– Te conozco -dijo uno de ellos. No llegaría a los diez años. Su rostro y sus manos estaban sucios de hollín, y una sustancia pastosa de color marrón, sobre la que no quise entrar en averiguaciones, surcaba su joven cara, haciendo que sus brillantes ojos azules resaltaran aún más-. Eres el fulano que salvó a Crooked Luke del cagón que lo había atrapado, ¿verdad?

– No me enteré de su nombre, pero ayudé a un chico, sí -admití.

– Entonces, ¿qué negocios tienes con esos? -preguntó señalando con la cabeza en dirección a la casa de Cobb.

Me detuve y estudié al muchacho.

– ¿Y tú? -pregunté, mostrando un par de monedas de cobre para facilitar nuestra conversación.

Él se rió y me quitó las monedas de la mano con tanta rapidez y destreza, que me quedé dudando de si realmente se las había llegado a mostrar.

– Bueno… -dijo-, No tengo mucho trato con ese Edgar y su gente. No…, pero me encanta darles algún motivo para que se cabreen y Edgar no se crea que está muy por encima de nosotros. Se divierte echándonos de aquí, sí, y se pone como un basilisco cuando conseguimos entrar en su finca, lo cual es la mitad de la razón que tenemos para hacerlo.

– ¿Y cuál es la otra mitad?

Me sonrió, enseñando una boca llena de dientes picados y negros como los de un viejo.

– La otra mitad es… por el parné. Tienen tanto que es fácil hacer que lo suelten.

– ¿Qué sabes de Cobb?

El muchacho se encogió de hombros.

– No mucho, en realidad. Sale poco, y, cuando lo hace, enseguida se mete en su coche. Nos hemos burlado de él como hacemos con Edgar, pero no nos presta atención.

– ¿Reciben visitas a menudo?

– No que yo haya visto.

– ¿Has notado algo raro en ellos?

Reflexionó un momento sobre mi pregunta:

– Solo que apenas vive gente en la casa. Un caserón enorme con solo dos. caballeros y un criado. Un solo criado, si puede creerlo. Aparte de eso, no puedo decir gran cosa. Como si no quisieran llamar la atención.

– Esto bastará por el momento -dije, y le tendí mi tarjeta-. Si ves algo que te llame la atención, ven a verme.

El muchacho observó la tarjeta con la desconcertada curiosidad del salvaje más ignorante.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Es una tarjeta -le dije-. Aquí está escrito mi nombre y dónde vivo. Si necesitas encontrarme, puedes pedirle a alguien que te la lea.

Él asintió como si acabara de explicarle algún misterio de la Iglesia.

Mientras los pilluelos seguían mirándome desde la calle, llamé a la puerta de la mansión y al momento siguiente salió Edgar y me miró con ojo crítico.

– Me sorprende que hayáis tardado tanto tiempo en volver -dijo.

– ¿De veras? -Remaché mi pregunta con los puños. El primero le dio en la nariz, con más precisión que fuerza, de manera que al punto hizo brotar de ella un manantial de sangre. El criado dio de espaldas contra la puerta; yo avancé un paso más y le lancé un nuevo puñetazo a la cara antes de que pudiera derrumbarse en el suelo. Este último golpe le dio en la mandíbula y me quedé con la tranquilidad de haberle arrancado de cuajo un par de dientes.

Los pilluelos prorrumpieron en una aclamación unánime, así que arrastré al criado hasta el exterior del umbral y cerré la puerta detrás de él. Dejaría que los chiquillos hicieran con él lo que quisieran. Mi única preocupación era poder tratar con Cobb cuando no hubiera cerca nadie capaz de entrometerse.

Fui hacia la sala y me encontré allí a Cobb como si estuviera esperándome. Pensé que era una suerte que Hammond no estuviera con él, pues la postura del sobrino era mucho más dura que la de su tío. De hecho, el viejo estaba ahora plácidamente sentado, sorbiendo un vaso de vino y haciendo gala de una sonrisa amable. No le serviría de nada. Desenvainé mi daga y la apliqué a su garganta.

– ¿Qué queréis de mí? -le pregunté.

Él miró el acero, pero no tembló.

– Sois vos quien ha irrumpido en mi casa -observó-. Quizá soy yo quien debería preguntároslo.

– No juguéis conmigo, señor, u os encontraréis respondiendo a mis preguntas mientras observáis la punta de vuestra nariz en el suelo.

– Dudo que queráis causarme algún daño, señor Weaver. No mientras yo esté en situación de perjudicaros a vos y a vuestros amigos. Como ya habréis descubierto a estas horas, vos y algunas de vuestras relaciones os habéis convertido en deudores míos. Sin duda no querréis que cualquiera de vuestras mercedes vaya a pudrirse de por vida en una prisión por culpa de sus deudas, aunque sospecho que vuestro tío podría resolver sus propios problemas si vendiera sus propiedades y se quedara en la miseria, algo que le resultaría sumamente penoso. Pero, por suerte, no le será menester hacerlo. Vos mismo os habréis dado cuenta de que tenéis la solución en vuestras manos.

– ¿Qué pretendéis de mí?

– Apartad esa daga, señor -pidió-. No os servirá de nada. No me haréis daño mientras yo tenga tanto poder sobre vos, y no existe ninguna razón para que no podamos ser amigos. Creo que, cuando hayáis oído lo que tengo que deciros, os daréis cuenta de que soy un hombre razonable. Supongo que mis métodos seguirán pareciéndoos desagradables, pero quizá las cosas os resulten mucho más fáciles de cuanto hayáis podido imaginar.

Tenía razón en decir que no podría estarme todo el día con una daga apretada junto a su garganta y que no me atrevería a hacerle nada sabiendo que podía causarles tanto daño a mis amigos. Envainé, pues, el acero, me serví un vaso de vino y tomé asiento delante de Cobb, observándolo despectivamente.

– Hablad, pues.

– Es un asunto muy sencillo, señor Weaver. Siento gran admiración por vuestra persona y vuestras habilidades, y deseo que trabajéis para mí. Me he tomado muchas molestias para asegurarme de que aceptaríais. Confío en que me perdonaréis la mascarada que ideé, pero pensé que era la mejor manera de asegurarme vuestros servicios y haceros entender que no tratáis con un hombre vulgar.

– El trabajo de convertirme en vuestro deudor, de destruir el negocio de mi tío y de comprar las deudas del señor Gordon sin duda ha tenido que costaros más dinero y esfuerzo de lo que hubiera requerido contratarme sin más. ¿Por qué no os ofrecisteis a pagar mis servicios?

– Ya lo hice, pero, lamentablemente, vos declinasteis aceptar. -Debió de haber visto mi cara de extrañeza, porque dejó escapar una risa entrecortada, bebió un sorbo y comenzó a responder a la pregunta que no le había formulado-. No yo personalmente, entendedme, sino un socio mío. Tal vez lo recordéis: no hará ni dos semanas, fue a veros un tal señor Westerly, que os ofreció una importante suma a cambio de un servicio del que vos nada quisisteis saber. Cuando quedó claro que no íbamos a poder contrataros para defender nuestros intereses, hubo que discurrir medidas más extremas.

Me acordaba del señor Westerly, en efecto: un hombre de pequeña estatura y tan obscenamente gordo que no podía caminar si no era balanceando los brazos con notable fuerza para darse el impulso que necesitaba. Se había mostrado bastante cortés, deferente incluso, prodigando toda clase de elogios sobre mis cualidades. Pero nada de aquello le valió, porque lo que me pedía no solo era imposible sino, además, sumamente insensato. No me quedó más remedio que disculparme por no poder aceptar su encargo.