– ¿Westerly actuaba en vuestro nombre?
– La relación exacta entre nosotros dos no es, en mi opinión, importante. Baste decir que yo ya he seguido su consejo: intenté contrataros, y vos no aceptasteis. Puesto que yo no podía prescindir de vos, y dado que no estabais dispuesto a venderme libremente vuestro tiempo, no me quedó más remedio que obligaros a servirme.
– Y, si me niego a hacer lo que me pedís, ¿arruinaréis a mis amigos y a mí mismo?
– Lamentaría mucho hacer eso, pero sí.
– ¿Y si accedo?
Cobb sonrió con satisfacción:
– Si hacéis todo lo que os pido, haré desaparecer vuestra deuda y las dificultades de vuestros amigos se desvanecerán de la misma manera.
– Me disgusta que se me fuerce -le dije.
– Me extrañaría muchísimo que eso os gustara, pero os prometo que será muy sencillo todo. Seré feliz de pagaros, además, treinta libras por este servicio concreto. Un pago que espero que convendréis conmigo en que es muy generoso. Y cuando hayáis concluido todo lo que se os pedirá, vos y vuestros amigos no tendréis ninguna obligación más hacia nosotros. Confío en que os parecerá todo muy razonable.
Sentí que se desencadenaba en mí un brote de ira. Odiaba, aborrecía con todo mi ser permitir que aquel hombre me tratara como su juguete: tanto si le prestaba mis servicios como si no…, sus treinta libras estarían malditas. Pero… ¿qué otra elección me quedaba? Cobb había puesto mucho interés en averiguar todo cuanto pudo acerca de mí, y aunque yo hubiese preferido verme arrastrado a la prisión por deudas antes que someterme a su capricho, jamás podría consentir que mis amigos, que tantas veces habían acudido en mi ayuda en el pasado, sufrieran por culpa de mi orgullo.
– No puedo avenirme a esto -le dije-, y debéis saber que, en cuanto haya cumplido todas mis obligaciones, tendréis que andaros con cuidado y evitar cruzaros en mi camino, porque jamás olvidaré el trato de que nos habéis hecho objeto.
– ¿No os parece una mala estrategia negociadora desalentarme así de mis propósitos de liberaros a vos y a vuestros amigos de las obligaciones que me debéis?
– Tal vez sí lo sea -admití-. Pero debéis comprender que estáis haciendo un pacto con el diablo.
– Aun así, confío en que, una vez se separen nuestros caminos, albergaréis otros sentimientos hacia mí y llegaréis a entender que, aunque he forzado vuestra voluntad, os he tratado con generosidad y no tendréis nada de que quejaros. Por esta razón no dejaré que vuestras amenazas me disuadan de mi generosa oferta.
Me pareció que no tenía otro camino que actuar, de momento, como su peón, y que los medios y el método para mostrarle mi resentimiento tendrían que aguardar otra oportunidad ulterior.
– Quizá sería oportuno que me recordarais qué es lo que deseáis de mí.
– Muy bien -dijo. Reprimió una sonrisa, pero pude ver que estaba muy satisfecho de sí mismo. Yo había capitulado. Probablemente sabía que lo haría, pero era probable también que no esperara que le pusiera las cosas tan fáciles. Sentí una punzada de pesar: me dije que tenía que haberme mostrado intratable, que debería haberle hecho pagar su victoria con sangre. Pero entonces pensé en el castigado Edgar y me consolé pensando que la suya no había sido una victoria tan apacible.
Cobb comenzó a explicarme detenidamente lo que deseaba que hiciera. No me dio ninguna información acerca del porqué ni del cómo debería hacerse. Pero quedó muy claro que lo deseaba y que quería que lo hiciera cuanto antes:
– Si hubierais permitido que el señor Westerly nos asegurara vuestra colaboración, habríamos tenido más tiempo para ejecutar el plan, pero ahora no podemos permitirnos ese lujo. En los próximos dos o tres días, creo, se da una oportunidad que debemos aprovechar.
Era un plazo muy breve, ciertamente, para que yo asumiera el papel de desvalijador y me colara en la finca mejor protegida del reino: una propiedad en la que vivían los particulares más poderosos del mundo. Un plan de este género requiere, para planearlo bien, el trabajo de meses, no de días.
– Estáis loco -le dije-. ¿Cómo podéis esperar que yo me introduzca en una mansión así? Tienen vigilantes, perros y quién sabe cuántas cosas más en materia de protección.
– Vuestra primera tarea es descubrir la manera de hacerlo -replicó Cobb-. Me consta que vuestros amigos cuentan con vuestro ingenio, ¿no?
– Y en el caso de que a vos no os importen nada vuestros familiares, amigos y demás, treinta libras tienen que ser un buen incentivo. -Era Hammond quien había pronunciado estas palabras. Yo no lo había visto entrar, pero ahora estaba en el umbral, observándome desdeñosamente con su rostro malencarado y rastrero.
Lo desdeñé y miré al señor Cobb.
– Familiares, amigos… ¿y demás? -pregunté-. ¿Habéis presionado a otras personas, además de mi tío y del señor Gordon?
– ¡Ja! -ladró Hammond-. Ahora resulta que el gran cazador de recompensas no ha descubierto todo aún… Me da la impresión, señor Cobb, de que habéis sobrevalorado a este mequetrefe..
– Hay otra persona -dijo tranquilamente Cobb-. Debéis entender que nuestro objetivo es de la máxima importancia y que no podíamos correr el riesgo de un fallo. Por eso, además de las dos personas que vos habéis descubierto ya, decidimos inmiscuirnos en los asuntos de…
– Aguardad, señor… -dijo Hammond, palmoteando con un júbilo infantil que en su feo rostro engendró una expresión demasiado grotesca para describirla-. Tal vez el acicate de la responsabilidad pudiera ser más fuerte si retuvierais esa información. Dejadlo que se inquiete pensando en cuál pudiera ser su siguiente paso en la trampa. Ese es el meollo de la cuestión. ¿No habéis leído el tratado de Longino sobre lo sublime? [3] Se dice en él que la oscuridad encierra terrores mucho mayores que cualquier monstruosidad que pueda revelarse a la luz, no importa cuán enorme sea.
– No creo que sea preciso dejar en ascuas a este caballero con una duda así -dijo Cobb con naturalidad-. Ni que debamos aplicar la teoría poética a los asuntos humanos. Te ruego, sobrino, que no confundas estrategia con crueldad. Aunque lo hayamos doblegado inicialmente, queremos que el señor Weaver sea nuestro amigo cuando todo haya concluido, -Se volvió hacia mí-: La tercera persona a la que hemos tanteado es un tal Moses Franco, un vecino vuestro y, según tengo entendido, muy amigo, además.
Noté que se me encendía la cara. El ultraje de ver que mi pariente más próximo y mi mejor amigo se veían tan presionados ya era una horrible carga, pero ver que la responsabilidad se extendía hasta un hombre con quien yo había tenido solo un trato superficial me pareció mucho peor aún. Mi tío y Elias me conocían bien, confiaban en mí y estarían seguros de que yo haría por ellos todo cuanto estuviera en mi mano; pero me trastornaba descubrir que la suerte de un simple conocido mío pendía del hilo de mi conformidad.
– ¡Franco! -bufé-. ¡Ese hombre no significa nada para mil ¿Por qué lo habéis metido en esta locura?
Hammond soltó una carcajada:
– ¡No significa nada para vos! ¡Y una mierda!
Cobb se frotó las manos, suave, tristemente, como el médico que está eligiendo las palabras para emitir un pronóstico ingrato:
– Se me ha dado a entender que existe una relación entre vos y esa joven judía, la señorita Gabriella Franco. ¿No es así?
– No lo es -repliqué.
Por espacio de más de tres años, mi mayor deseo había sido casarme con la viuda de mi primo, Miriam, pero el asunto había acabado mal y sin esperanzas de poder resolverse felizmente. Aunque mi tío Miguel había buscado esa unión, también él había acabado entendiendo que la fortaleza estaba en ruinas y, consiguientemente, había hecho algunas gestiones para favorecer otros enlaces que, en su opinión, pudieran ser ventajosos para mi felicidad y mi economía doméstica. Yo tenía por costumbre resistirme a esas gestiones suyas, pero en alguna oportunidad accedí a visitar a alguna dama de su elección si pensaba que tendría suficiente interés para mí. La señorita Franco era, en verdad, una mujer muy atractiva, con un carácter alegre y una figura arrebatadora. Si la razón de un hombre para casarse fuera solo la figura de la mujer, confieso que ya me habría rendido a las delicias del himeneo. Pero tiene que haber otras consideraciones, entre las que no es la menos importante la concordancia de temperamentos. Y, aunque yo la encontraba agradable en muchos aspectos, porque la señorita Franco parecía creada ex profeso para coincidir con una prodigiosa proporción de mis gustos y encarnarlos en el sexo débil, la joven en cuestión ejercía mayor atractivo sobre mis deseos más informales que sobre los matrimoniales propiamente dichos. De no haber sido ella la hija de un amigo de mi tío, y de un hombre, además, por el que yo también sentía aprecio, habría buscado una relación de naturaleza menos permanente con ella, pero me refrené por respeto a mi tío y al padre de la joven. En realidad, la cosa no tuvo especial importancia porque, después de haber hecho yo tres o cuatro visitas al hogar de los Franco -donde, me atrevería a decir, simpaticé tanto con el padre como con la hija-, me enteré de que la abuela de la joven había enfermado de gravedad en Salónica, y de que aquel ángel partía inmediatamente hacia allí para cuidarla.