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Por otra parte, descubrí que el señor Cobb se mostraba comprensivo con las dificultades que yo tendría que afrontar y, deseoso como estaba de que tuviera éxito en mi misión, se comprometió a aportar el dinero que hiciera falta para facilitar mi camino allí dentro, a condición de que yo le justificara la utilidad de cada gasto. Fue pues, con la promesa del señor Cobb de que aportaría esos fondos, como salí yo de su casa para un viaje cuyo final más previsible solo podía ser un desastre.

Tras concluir mi entrevista con Cobb, salí al exterior donde, para empezar, tuve que pasar por encima del cuerpo de Edgar, el criado. El hombre estaba aún con vida -pude notar los movimientos de respiración en su pecho-, pero los pilluelos se habían ensañado con él. Para empezar, lo habían dejado completamente desnudo, despojándolo de todas sus ropas, un tratamiento muy poco considerado en un tiempo en que el aire era tan frío y la tierra estaba helada. Pero además, tenía cortes y magulladuras en torno a sus ojos que yo no le había causado, por lo que comprendí que los chicos se habrían mostrado severos con él y que tal vez le hubieran dado una buena paliza. Tendría que ir con mucho cuidado de no ofrecerle a Edgar ningún punto débil, porque sin duda estaría deseando vengarse con creces de mí si advertía alguna flaqueza.

Tomé un carruaje para ir a Spitalfields, a una taberna llamada La Corona y la Lanzadera, porque era el lugar frecuentado por un hombre con el que necesitaba imperiosamente hablar. Era temprano aún, lo sabía, pero no tenía ningún otro asunto que pudiera interferir en mis planes, así que pedí una cerveza y me senté a reflexionar sobre los problemas que tenía delante. Sentía un rencor tal que se me llevaban todos los demonios; la idea de que me habían utilizado me llenaba de tanto furor que, aun cuando volviera mis pensamientos a otros temas, nunca me abandonaba del todo. Tenía que reconocer, sin embargo, que también me sentía intrigado. El señor Cobb me había planteado un problema, un problema muy turbador, y ahora me tocaba a mí resolverlo. Aunque le había dicho al señor Westerly que se trataba de una tarea imposible, ahora me daba cuenta de que había exagerado la dificultad. No, no era imposible: solo meramente improbable. Pero sí la planeaba adecuadamente, tal vez pudiera hacer lo que se esperaba de mí, e incluso hacerlo con facilidad.

Fueron estas las cosas que estuve pensando a lo largo de dos o tres horas y cinco o seis jarras de cerveza. Reconozco que no tenía la cabeza muy clara cuando se abrió de golpe la puerta de la taberna para dar paso a un grupo de seis fornidos jóvenes, apiñados todos en torno a un hombre. El personaje en cuestión, pude verlo ahora, era Devout Hale en persona, el hombre al que había ido a buscar. No hacía ningún intento de esconder su deplorable estado, sino que se mostraba cabizbajo y con los hombros caídos mientras sus camaradas, ataviados todos ellos con prendas bastas y desteñidas, lo rodeaban para ofrecerle apoyo.

– Lo conseguirás la próxima vez -anunció uno de los recién llegados.

– El rey casi te vio. Se había vuelto ya hacia ti, pero aquella furcia empapada, con su crío a cuestas, se te adelantó.

– Ha sido una malísima suerte, pero ya te tocará a ti -aseveró un tercero.

De entre el montón de amigos que trataban de animarlo emergió el triste protagonista, un hombre rudo, de cincuenta y tantos años, de rebeldes cabellos pelirrojos y rostro claro, descuidada barba y lamentables imperfecciones, aquellos asociados con el color, y estas debidas a una cruel dolencia. Tenía, con todo, unos ojos verdes centelleantes y aunque su cara mostraba lunares, lesiones y un centenar de cicatrices de las batallas que había librado, seguía teniendo el aspecto de un hombre robusto, no menos derrotado en su tristeza que Aquiles en sus amargas reflexiones.

– Sois muy buenos amigos, muchachos -dijo a sus compañeros-. Buenos amigos y buenos compañeros todos. Con vuestra ayuda, saldré victorioso.

Se adelantó, apoyándose en la superficie de la mesa para mantenerse derecho. Yo no podía dejar de ver que su condición había empeorado desde la última vez que lo había visto; inevitablemente, su estado me trajo a la memoria el recuerdo de mi tío y me sentí abrumado por una nueva oleada de tristeza porque me pareció que todos mis conocidos, todo cuanto conocía, estaba tocado por la muerte.

A pesar de sus amplios hombros y tórax, el hombre había enflaquecido mucho con su enfermedad. La hinchazón de su cuello, que él trataba de ocultar con una corbata de color pardusco que antaño fue blanca, era más pronunciada ahora, y las ulceraciones que marcaban su rostro y sus manos sugerían los estragos que debía de haber hecho la enfermedad debajo de sus ropas.

Haciendo un gran esfuerzo se aproximó a una mesa, donde sin duda se proponía ahogar sus penas con la bebida, pero mientras se movía exploró la estancia con la mirada cautelosa de un depredador que teme encontrar algo peor que él mismo. Fue entonces cuando me vio.

Me animó ver que su rostro se iluminaba un poco.

– ¡Weaver, Weaver…! ¡Bienvenido, amigo! Aunque me temo que habéis llegado en un mal momento. Un momento horrible. Pero venid y sentaos aquí, a pesar de todo. Llena nuestras jarras, Danny… ¿me haces el favor? ¡Buen chico!… Sentaos aquí conmigo, Weaver…, y no me entristezcáis más, os lo ruego.

Hice lo que me pedía y, aunque no necesitaba más cerveza, no le indiqué a su compañero que yo ya estaba servido. Lo cierto es que, apenas me había acomodado en su mesa, cuando aparecieron sendas jarras frente a nosotros. Yo bebí unos sorbos de la mía, pero Devout Hale vació la mitad de la suya de un sediento trago.

– No pretendo escapar de vos -empezó-. Me sería difícil hacerlo. Pero estos tiempos son malos, amigo mío, muy malos… Después de alimentar a mi familia, satisfacer la codicia de mi casero, comprar velas y calentar la habitación, apenas tengo una miseria para ahorrar. Pero, en cuanto la tenga, ¡os juro por las tetas del diablo que os pagaré lo que os debo!

No iré tan lejos como para decir que había olvidado que Devout Hale me debía dinero, pero la pequeña deuda que tenía conmigo no ocupaba ningún lugar significativo en mi espíritu. He trabajado para muchos hombres sin recursos y siempre he permitido que me pagaran cuando pudieran. La mayoría de ellos acaban haciéndolo…, no sabría decir si por gratitud o por temor a las consecuencias…, aunque en el caso del señor Hale pienso que obedecía más a lo primero que a lo segundo. Él y sus seguidores difícilmente podrían temer a un solo hombre…, no después de haber sometido y vencido a enemigos tan importantes como aquellos a los que habían conseguido imponerse.

Sin embargo, yo le había hecho un buen trabajo, y era en esto en lo que yo confiaba ahora. Que me debiera aún cuatro chelines por mis servicios solo significaba que podría sentirse más inclinado a escuchar mi propuesta. Tres meses antes, uno de sus hombres había desaparecido, y Hale vino a verme para que yo localizara su paradero. Aquel hombre era una persona muy próxima a él, hijo de un primo suyo, y la familia estaba sumamente preocupada. Resultó, en definitiva, que no existía ninguna razón para la alarma: el muchacho se había escapado con una joven sirvienta de dudosa reputación, y los dos vivían en Covent Garden, consumando gozosamente su unión y ganándose el sustento mediante el antiguo arte de aligerar las bolsas de la gente. Aunque al señor Hale lo había decepcionado e irritado la actitud de su pariente, había recibido con alivio la noticia de que el muchacho estaba vivo.

– No recuerdo que haya sido nunca tan difícil alimentar a la propia familia -decía Hale ahora-. Con la competencia de los tejidos baratos importados del extranjero, donde no pagan nada a los trabajadores, los muchachos de aquí tienen que establecerse fuera de los límites de la metrópoli para no verse sometidos a las normas de la Compañía para Londres. Estos hombres aceptarán la mitad de los salarios que necesitamos para no morirse de hambre y, si su trabajo no es bueno, no importará nada: son muchos los que están dispuestos a hacerlo. La Compañía lo comprará barato y lo venderá carísimo. Hay diez mil como nosotros en Londres, diez mil dedicados a este oficio; si las cosas no cambian pronto, si no conseguimos hacer que mejoren, estamos condenados a convertirnos en diez mil mendigos. Mi padre y mi abuelo, y el padre de mi abuelo, trabajaron en este oficio; pero ahora a nadie le preocupa si hay otra generación capaz de tejer sus ropas mientras puedan obtenerlas baratas.