Cuando la hora y las circunstancias me parecieron óptimas, me aproximé a la mesa del cacho y me acerqué a mi hombre. Era un individuo aproximadamente de mi misma edad, vestido con ropas caras, pero sin los adornos ni los vivos colores con que me había vestido yo mismo. Su traje era de un sobrio azul oscuro con ribete rojo, bordado elegantemente con hilo de oro; le sentaba muy bien. La verdad es que tenía un rostro agraciado bajo su peluca corta. En su mesa, observaba con la seriedad de un estudioso las tres cartas que tenía en la mano, mientras decía algo más o menos en dirección al escote de la mujer que tenía sentada en sus piernas. Ella se reía, con una risa que, en mi opinión, había tenido mucho que ver en la forma como había conquistado el favor de su señor.
El hombre en cuestión era Robert Bailor. A mí me había contratado un tal Jerome Cobb, el hombre al que Bailor había humillado en un juego de azar, cuyo resultado, según creía mi patrón, se debía más a las trampas que a la fortuna. La historia que a mí me había contado iba en esta línea. Después de haber perdido una buena cantidad de dinero, mi patrón había descubierto que Bailor tenía fama de ser un jugador que tanto desdeñaba los azares de la suerte como lo tenían sin cuidado los duelos. Actuando según sus prerrogativas de caballero, retó al tal Bailor, pero este se había excusado con insolencia, sin dejarle al caballero ofendido otra opción que la de recurrir también él a la perfidia.
Así pues, como le hacía falta un hombre que actuara como agente suyo en estos asuntos, me había buscado para exponerme sus necesidades y solicitar mis servicios movido, según me contó, por mi reputación. Mi tarea era muy sencilla. Siguiendo las instrucciones del señor Cobb, tenía que amañar una partida de cartas con Bailor. El señor Cobb me había empleado para eso, pero yo no era el único comprado por éclass="underline" lo estaba también cierto repartidor de cartas de Kingsley, que se ocuparía de que yo perdiera cuando quisiera perder y, lo que era más importante todavía, que ganara cuando deseara ganar. Una vez hubiera conseguido humillar al señor Bailor delante de un público tan numeroso como pudiese congregar en torno a la mesa, tenía que susurrarle al oído, de forma que solo él lo oyera, que acababa de sentir la larga mano del señor Cobb.
Me acerqué a la mesa de terciopelo rojo en la que tenía lugar la partida de cacho y me quedé observando un momento a la prostituta de Bailor y después, al propio Bailor. El señor Cobb me había informado de todas las particularidades que sabía acerca del carácter de su enemigo, entre las que estaba que le desagradaba que lo miraran los extraños y que aborrecía a un dandi por encima de cualquier otra persona. Estaba claro que un dandi curioso forzosamente tendría que atraer su atención.
Bailor dejó sus tres cartas sobre la mesa y los otros dos jugadores hicieron lo mismo. Tras una breve escaramuza, llevó para sí el montón de dinero de las apuestas. Después, despacio, dirigió hacia mí unos ojos levemente entornados. La luz del local me permitió observar su apagado color gris, así como los círculos rojos que los enmarcaban: señales claras de un hombre que ha estado jugando demasiado tiempo, ha abusado del alcohol y está muy necesitado de sueño.
Aunque con sus facciones algo afeadas por unas cejas pobladas y una nariz achatada de anchas e irascibles aletas, tenía también fuertes pómulos y un mentón cuadrado, así como la constitución del que disfruta más cabalgando que comiendo carne y bebiendo cerveza. Daba, en conjunto, sensación de mando.
– Dejad de mirarme, señor -me dijo-, o tendré que enseñaros modales que vuestra educación lamentablemente ha omitido.
– ¡Vaya! Así que sois un tipo duro, ¿eh, muchacho? -dije, remedando el acento escocés, además de los modales de un petimetre, pues me habían dado a entender que Bailor detestaba a los naturales del norte de la Gran Bretaña y yo estaba perfectamente preparado para arrostrar su ira-. Pero me estaba entrando el gusanillo de echarle también una miradita a esa joven que tenéis vos encima. Pensaba que, si la empleabais tan solo para calentaros un poco las piernas, tal vez podríais prestármela un rato.
Entornó los ojos.
– Dudo mucho que sepáis qué hacer con una mujer, Sawny [1] -respondió, empleando ese nombre insultante para los escoceses.
Por mi parte, fingí no hacer caso de semejante insulto:
– Lo que sé es que no permitiría que se aburriera mientras yo me sentaba a jugar a las cartas. De eso estoy seguro.
– Me ofendéis, señor… -replicó él-. No solo por vuestras odiosas palabras, sino también por vuestra mera presencia, que es una afrenta para esta ciudad y el país entero.
– No responderé a eso. Vuestra ofensa es cosa vuestra. Pero… ¿me prestáis o no esa moza?
– No -dijo en voz baja-. No me da la gana. Lo que sí haré es desafiaros a un duelo.
Sus palabras arrancaron una exclamación ahogada de sorpresa entre los circunstantes, y vi que un puñado de ellos se volvía para observarnos; serían veinte o treinta: dandis elegantemente vestidos, con sonrisas cínicas, y sus pintadas acompañantes, se acercaron más intercambiando excitados susurros entre ellas y agitando sus abanicos como un gran revoloteo de mariposas.
– ¿Un duelo, decís? -Dejé escapar una carcajada. Sabía perfectamente qué quería decir, pero fingí ignorancia-. Si vuestro honor es algo tan delicado, os ayudaré a que veáis quién es el hombre entre nosotros dos. ¿En qué habéis pensado? ¿Arma blanca, pistolas? Os aseguro que, por mi parte, me da exactamente lo mismo.
Replicó con una risa desdeñosa y una sacudida con la cabeza, como si no pudiese creer que todavía hubiera una criatura tan torpe como para luchar con semejantes instrumentos de violencia.
– No malgastaré mi tiempo en esas rudas demostraciones de barbarie. Estoy hablando de un duelo con las cartas, Sawny, si estáis dispuesto a aceptarlo. ¿Sabéis jugar al cacho?
– Sí, conozco ese juego. Es una diversión para damas y damiselas, así como para muchachitos a los que aún no les ha salido pelo en el pecho, pero, como veo que también vos os entretenéis con él, no me achantaré si ese es vuestro desafío.
Los dos caballeros que se sentaban antes a su mesa la abandonaron ahora y se apartaron para que yo pudiera ocupar uno de los asientos. Así lo hice y entonces dirigí una mirada fugaz y subrepticia al encargado de repartir las cartas. Era un hombre rechoncho, que tenía una marca de nacimiento en la nariz, exactamente como me lo había descrito mi patrón, el señor Cobb. Pero a partir de ese momento no hubo ya más miradas entre nosotros. Todo marchó conforme al plan establecido.
– Traedme otro vaso de este madeira -pedí en voz alta al criado que pudiera estar cerca para oírme. Saqué de mi casaca una cajita de marfil para rapé, delicadamente trabajada y, con deliberadas parsimonia y minuciosidad, tomé una pulgarada de la abominable sustancia. Después me dirigí al señor Bailor y le pregunté-: ¿Qué idea teníais, muchacho? ¿Cinco libras? ¿Os parecería demasiado apostar diez?
Sus amigos se rieron. Él comentó son sorna:
– ¿Diez libras? ¿Acaso estáis loco? ¿O es que no habéis pisado Kingsley anteriormente?
– Si tanto os interesa saberlo, es mi primera visita a Londres. ¿Pasa algo? Puedo aseguraros que mi reputación es muy sólida en mi tierra.
– Ni siquiera sé de qué callejón de Edimburgo habéis salido…
Lo interrumpí.
– Pues no es la forma correcta de dirigirse a mí. Sabed que soy el señor de Kyleakin -le espeté con voz tonante, aunque yo ni sabía dónde estaba Kyleakin, ni si se trataba de un lugar con suficiente entidad para albergar un señorío. Como si no supiera que la mitad de los escoceses residentes en la metrópoli presumían de señores de algún lugar y que aquel título le valía a quien lo invocaba más burlas que respeto.