– No me interesa a qué cenagal llaméis vos hogar -replicó Bailor-. Sabed que en Kingsley nadie juega por menos de cincuenta libras. Si no os podéis permitir una suma así, marchaos y dejad de apestar el aire que respiro.
– Me cago en vuestras cochinas cincuenta libras. Son solo un pedo para mí. -Metí la mano en el bolsillo y saqué de él una cartera, de la que extraje dos billetes de banco de veinticinco libras cada uno.
Bailor los examinó para asegurarse de que fueran buenos, porque unos billetes falsos o la promesa de un disoluto señor de Kyleakin no servirían para sus propósitos. Aquellos, sin embargo, provenían de un banquero local de cierto renombre, y mi adversario se sintió satisfecho. Dejó sobre la mesa, por su parte, dos billetes suyos, que yo recogí y procedí a estudiar atentamente, aunque no tenía ningún motivo para desconfiar, o para preocuparme de su legitimidad: simplemente, deseaba provocarlo tomándome mi tiempo. Según eso, los miré desde todos los ángulos, los sostuve encima de las velas que ardían y desplacé mis ojos por ellos para examinar minuciosamente la impresión.
– Dejadlos ya de una maldita vez -dijo al cabo de un rato-. Si todavía no habéis llegado a una conclusión, nunca lo haréis a menos que hagáis venir a alguno de los videntes de vuestras tierras altas. Y, lo que es más, aquí es bien conocida mi reputación, a diferencia de la vuestra. Empecemos ahora con una apuesta de cincuenta libras, pero cada apuesta adicional tendrá que ser de diez libras al menos. ¿Lo habéis entendido?
– Sí. Juguemos, pues. -Dejé mi mano izquierda sobre la mesa con el índice doblado: era la señal convenida para que el que daba las cartas supiera que yo quería perder aquella mano.
Incluso en aquel entonces, cuando jugaba con frecuencia a las cartas, no tenía confianza en el cacho, porque es un juego en el que el jugador tiene que tomar demasiadas decisiones basadas por completo en factores desconocidos. En otras palabras, porque es un juego de suerte más que de habilidad y esa clase de juegos tienen poco interés para mí. Se juega con una baraja reducida, en la que se incluyen solo las cartas del uno al seis de cada palo. A cada jugador se le da una carta y hace su apuesta; se repite dos veces más, hasta que cada jugador tiene tres cartas en la mano. Con el uno, o el as, como carta más baja, el jugador que tenga la mano más alta o, en este caso, la mejor de las dos, es declarado ganador.
Yo recibí un as de corazones: un mal comienzo en un juego tan sencillo, en el que las manos a menudo se ganan, simplemente, con una carta alta. Sonreí y, como si hubiera recibido la carta que más deseaba, puse diez libras en el centro de la mesa. Bailor igualó mi apuesta, y el que repartía las cartas y estaba conchabado conmigo, me dio otra carta: el tres de diamantes. Una mala carta de nuevo. Aposté otras diez libras y Bailor hizo otro tanto. Mi última carta fue el cuatro de picas: una mano perdedora, si alguna vez he visto una que lo fuera con claridad. Los dos apostamos diez libras más, y después Bailor me instó a mostrar mis cartas. Yo no tenía nada de valor; él, en cambio, presentó un cacho: tres cartas del mismo palo. En una sola partida me había sacado ochenta libras…, aproximadamente la mitad de lo que espero poder ganar en todo un año. Sin embargo, no era mi dinero y a mí me habían dado instrucciones de perderlo, por lo cual no podía lamentar gran cosa su pérdida.
Bailor soltó una carcajada tan grosera como la del malo de un espectáculo de títeres y preguntó si deseaba mortificarme jugando otra partida. Respondí que no me achantaría con su burdo desafío, y una vez más indiqué al repartidor de las cartas que deseaba que me repartiera cartas perdedoras. Así las cosas, no tardé mucho en quedarme sin otras ochenta libras. A consecuencia de eso comencé a mostrar el semblante de un hombre agitado por las pérdidas, gruñendo, murmurando en voz baja y bebiendo mi vino con tragos furiosos.
– Yo diría que habéis perdido este desafío -me dijo Bailor-. Ya he acabado con vuestra impertinencia. Volveos al norte, perdeos y dejad de turbar nuestros climas civilizados.
– No he perdido aún -repliqué-. A menos que seáis un cobarde tan rematado que no queráis ofrecerme la oportunidad de recuperarme.
– Sería un cobarde muy necio si evitara la certeza de llevarme vuestro dinero. Juguemos otra partida, pues.
Aunque tal vez yo hubiera tenido al principio algunas reservas sobre mi participación en este engaño, comenzaba a sentir ahora una genuina antipatía por Bailor y estaba deseando desplumarlo.
– Basta ya de apuestas infantiles -dije; y, abriendo mi cartera, saqué de ella billetes por valor de trescientas libras, que dejé de golpe sobre la mesa.
Bailer lo pensó un momento y después igualó mi apuesta. Yo apoyé mi mano en la mesa con el índice extendido: la señal de que ahora deseaba ganar, porque ya iba siendo hora de darle a aquel hombre su ración de desdichas.
Recibí mi primera carta… el seis de trébol. Buen comienzo, pensé, y añadí a las apuestas otras doscientas libras. Temí por un instante que Bailor recelara o se asustara de mi atrevimiento, pero la idea del desafío había partido de él, por lo que no podría retirarse ahora sin aparecer como un cobarde. Lo cierto es que igualó mis doscientas y subió otras cien libras más, que igualé a mi vez, feliz de que hubiera aceptado el envite.
El que repartía las cartas nos sirvió las siguientes. Yo recibí un seis de picas. Intenté disimular mi satisfacción. El hombre comprado por mi patrón buscaba asegurar mi triunfo. Aposté, pues, otras doscientas libras más. Bailor igualó la apuesta, pero no la subió. No podía extrañarme que estuviera crecientemente nervioso. Ahora teníamos apostadas ochocientas libras cada uno, y sin duda su pérdida sería un grave revés para él. Según me habían dicho, era un hombre dotado de algunos recursos, pero no infinitos, y nadie salvo los más acaudalados terratenientes y comerciantes puede perder sumas así sin lamentar de alguna manera esa pérdida.
– ¿No subís la apuesta esta vez, muchacho? -pregunté-. ¿Estáis empezando a temblar?
– ¡Cerrad esa maldita boca escocesa! -me espetó.
Yo sonreí, porque sabía que él no tenía nada, y mi personaje de escocés lo vería pronto también.
Y entonces recibí mi tercera carta: el dos de diamantes.
Tuve que reprimir mi impulso de decirle al que repartía las cartas que había cometido un error. Seguramente habría intentado darme un tercer seis. Con tanto dinero de mi patrón sobre la mesa, sentí una punzada de miedo por la posibilidad de perder. Sin embargo, no tardé en calmarme, pues me di cuenta de que había estado imaginando un desenlace mucho más teatral que el que había planeado el hombre que daba las cartas: una victoria por tres seises pudiera ser, en efecto, demasiado reveladora del engaño que habíamos tramado. Mi colaborador se limitaría a darle a Bailor una mano inferior a la mía, y la partida se resolvería por la carta más alta. La pérdida para mi oponente no sería menos amarga por el hecho de haber sido derrotado de una forma menos espectacular.
A todo esto, a nuestro alrededor se había formado ya un grueso círculo de espectadores y la atmósfera se había caldeado por el calor y el aliento de sus cuerpos. Todo se estaba desarrollando conforme a lo que hubiera deseado mi patrón. Dirigí una mirada furtiva al encargado de dar las cartas, y este me respondió con un movimiento de la cabeza casi imperceptible. Se había dado cuenta de mi duda y aquella era su respuesta.
– Otras cien -dije, sin querer apostar más porque se me estaba agotando el dinero que me había dado el señor Cobb, y aún quería tener un remanente por si Bailor subía la apuesta. Así lo hizo, subiendo otras cincuenta libras, con lo que me quedé con solo veinte o treinta libras del dinero del señor Cobb en mi bolsillo.