El criado pudo haberlo matado. ¿Y por qué no? ¿Quién acusaría a un hombre por haber dado muerte a un ladronzuelo huérfano, una especie de plaga que difícilmente merecería más preocupación que una rata? Aunque, como reconocerá mi lector en las páginas de este libro, soy capaz de adoptar, cuando las circunstancias la reclaman, la más acomodaticia de las morales, estrangular niños es algo firmemente incluido en la categoría de las cosas que no toleraré nunca.
– ¡Bajad a ese niño! -grité. Ni los pilluelos ni el criado me habían visto, y ahora se volvieron todos a mirar cómo me acercaba a la escena. Yo me mantenía muy erguido y avanzaba con determinación, porque he aprendido hace mucho que el aire de autoridad tiene más peso que cualquier derecho por cargo-. Bajad inmediatamente a ese niño, señor -repetí.
El criado se limitó a mirarme desdeñoso, con su cara de pato enfurecido. Por la sencillez de mi atuendo, y al ver que mostraba mi pelo natural en lugar de peluca, tal vez deduciría que yo era un hombre de clase media y no un caballero cuyas órdenes tuviera que obedecer sin replicar. Sin embargo, oyó el tono de mi voz, y confié en que advertiría la nota imperiosa que había puesto en ella. En lugar de intimidarlo, con todo, dio la impresión de enfurecerlo y yo diría que hasta apretó con más fuerza el cuello del pequeño.
Observé que al niño no le quedaban muchos segundos de vida y que no podía demorar más mi acción. En consecuencia, desenvainé mi espada y la sostuve en dirección a él… apuntando precisamente a su cuello. La cosa iba en serio, y no se me ocurriría exhibirla así, como un necio, por una vana amenaza.
– No permitiré que ahoguéis al niño mientras determino si me tomáis en serio o no -dije-. Así que, si no lo habéis soltado en cinco segundos, os atravesaré de parte a parte. Os engañáis si pensáis que no he hecho nada tan impulsivo en el pasado, y espero hacer muchas cosas más de este tipo en el futuro.
Los ojos del criado se convirtieron ahora en dos rendijas bajo su ceño prominente. Debió de haber visto en mis ojos el brillo de la sinceridad porque aflojó al instante su macabra presa y el pequeño cayó al suelo desde más de medio metro de altura; de donde sus camaradas se apresuraron a levantarlo y llevárselo. Solo unos cuantos se molestaron en mirarme, y uno incluso me hizo una oficiosa reverencia mientras huían hacia un lugar próximo a donde estábamos…, lo bastante cerca para observarnos, pero no tanto como para no poder escapar si se les presentaba la necesidad de hacerlo.
El hombre seguía mirándome con una rabia asesina en sus ojos. Si no podía estrangular a un chiquillo, debió de calcular si podría arriesgarse conmigo.
Pero yo dejé claro que no estaba pensando en nada así, y envainé mi espada.
– He acabado con vos, amigo -le dije-. No quiero tratos con una criatura tan vil que disfruta mostrándose cruel con los niños.
Él se volvió entonces a los ya lejanos arrapiezos.
– Manteneos fuera de la casa -les gritó-. No sé cómo conseguís entrar en ella, pero manteneos alejados o prometo que os estrangularé a todos y cada uno de vosotros. -Después condescendió a volver su mirada de pato mareado hacia mí-. Malgastáis vuestra simpatía con ellos. Son ladrones y sinvergüenzas, y vuestras irreflexivas acciones de hoy no conseguirán otra cosa que envalentonarlos en sus fechorías.
– Sí. Es mucho mejor matar a un chiquillo que envalentonarlo.
La cólera del criado se transformó en una especie de ira mal contenida, que debía de ser su versión de la neutralidad.
– ¿Quién sois vos? -me preguntó-. No os he visto antes en esta calle.
Yo preferí callar mi nombre, porque ignoraba si mi futuro patrón desearía que se conociera su asociación conmigo. Así que me limité a decirle a quién iba a ver:
– Tengo un asunto que tratar con el señor Jerome Cobb.
De nuevo advertí un cambio en su semblante.
– Venid conmigo, entonces -me dijo-. Trabajo para el señor Cobb.
El criado hizo entonces todos los esfuerzos posibles para trocar su rostro en otro más adecuado y ocultar así su resentimiento, por lo menos hasta que hubiera podido medir la consideración en que me tenía su amo. Me introdujo en una elegante casa urbana y me pidió que aguardara en un salón lleno de sillas y sofás de terciopelo rojo ribeteado de oro. De la pared colgaban varios retratos con gruesos marcos dorados y un gran espejo entre ellos para iluminarlos mejor con las luces que proyectaban los apliques de plata que había a los lados. Una enorme alfombra turca de intrincado dibujo cubría todo el suelo. De la casa y el vecindario había deducido ya que el señor Cobb era un hombre acomodado, y el interior me mostró que era también un hombre de buen gusto.
Los ricos tienen siempre costumbre de tener a sus humildes servidores, como yo, esperándolos durante horas y horas. Jamás he entendido por qué los hombres que sin duda poseen el poder en el reino hayan de demostrar continuamente que lo tienen, y no sé si lo que buscan es demostrármelo a mí o a ellos mismos. Pero Cobb no era de esa clase de hombres y, como pronto descubriría, se diferenciaba de ellos en muchos aspectos. Me tuvo esperando menos de un cuarto de hora antes de entrar en el salón, seguido de cerca por su ceñudo criado.
– ¡Ah, Benjamin Weaver! Un placer, señor… Encantado de conoceros. -Hizo una inclinación con la cabeza y me indicó con un gesto que volviera al asiento del que había saltado al entrar él.
Yo se la devolví y me senté.
– Edward… -le dijo a su criado-, sírvele al señor Weaver un vaso de ese delicioso clarete nuestro. -Después se volvió a mí-: Me aceptaréis un buen clarete, ¿verdad?
– Solo si es realmente delicioso -respondí.
Él me sonrió. El señor Cobb era sin duda un hombre amable y sonriente. Andaría por los cuarenta y tantos años, cerca de los cincuenta ya; era corpulento, como lo son los hombres de esa edad, y yo diría también que era apuesto, un rostro surcado de arrugas y brillantes ojos azules que centelleaban. Desprendía jovialidad, pero yo he aprendido hace mucho a desconfiar de los hombres joviales: en ocasiones son lo que aparentan, pero a veces hay hombres que fingen el buen humor como un disfraz para ocultar sus crueldades.
En cuanto Edward hubo dejado en mis manos el clarete -que era, en verdad un vino delicioso y venía servido en una adornadísima copa de cristal, grabada con lo que parecía ser la representación de un pez danzando-. Cobb se sentó enfrente de mí en una silla tapizada de rojo y oro, bebiendo su vino a sorbitos y entornando los ojos por el placer.
– He oído comentar muchas cosas elogiosas de vos, señor Weaver. Se dice que sois único para encontrar cosas perdidas. También se comenta que sabéis disfrazaros muy bien. Lo cual no es una habilidad pequeña para alguien sobre el que los periódicos han escrito tanto.
– Un caballero pudiera conocer mi nombre, pero no mi rostro -dije-. Solo los ojos más sagaces pueden reconocer una cara fuera de su contexto. Una peluca y una casaca bien elegidas bastan para eso. Conozco el asunto por experiencia.
– Ya me han hablado bien de vuestra experiencia en estas cosas. En consecuencia, tengo una tarea que querría pediros que hicierais por mí y que requerirá que os presentéis disfrazado. Es un trabajo de una noche solo, y para el que tendréis que hacer poco más que acudir a una casa de juegos, beber, alternar con prostitutas y jugar a las cartas con dinero ajeno, no con el vuestro. Os pagaré por ello cinco libras. ¿Qué me decís?
– Os diré que si todos los hombres pudieran ganarse cinco libras por actuar así, difícilmente habría en Londres un solo deudor.