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Para dejar a salvo mi honor, concluí que no tenía otra elección que ir a ver al señor Cobb, contarle lo que había ocurrido, y ofrecerme no solo a recuperar su dinero, sino también a descubrir cómo había podido salir mal su plan. Había muchas cosas que yo ignoraba con respecto a aquel hombre y no podía apostar por su prudencia. Tal vez -me decía a mí mismo- hubiera cometido la locura de comentar con antelación su plan. Pudiera ser que hubiese llegado a oídos de Bailor a través de un amigo o por cual quier otro medio, y por eso me parecía insensato actuar sin contar con mayor información.

Llamé a la puerta y el criado salió a abrir de inmediato y me saludó con sus labios en forma de pico contraídos en una mueca despectiva.

– Ah…, Weaver el judío -dijo.

– Edgar, el lameculos estrangulador de niños, en quien nadie se fija lo suficiente para recordar cómo se llama -respondí, porque me sentía furioso y cansado y no tenía ganas de tontear con él.

Me condujo una vez más al salón, donde esta vez tuve que esperar… quizá tres cuartos de hora, de los que cada tic-tac del reloj de pie me sacudió como un golpe. Me sentía como el hombre que está esperando a que el cirujano le extraiga las piedras que tiene en el riñón: temeroso de la intervención, pero comprendiendo su inevitabilidad y deseando que la complete lo antes posible. Al final volvió Edgar y me invitó a pasar al recibidor. Allí estaba ya el señor Cobb, vestido con un sobrio traje marrón, que me sonreía impaciente con el entusiasmo de un chiquillo que está esperando un dulce. Sentado en una butaca en el otro lado de la estancia, con la bulbosa nariz oculta tras un periódico, acechaba el señor Hammond. Alzó los ojos hacia mí, pero enseguida volvió a su lectura sin decir palabra.

– Confío en que me traigáis noticias, señor -dijo Cobb, enlazando y soltando las manos.

– Así es -le dije cuando se sentó-, pero no son buenas noticias.

– ¿Que no son buenas noticias? -La sonrisa titubeó-. ¿Venís a devolverme el dinero?

Fue en ese instante cuando mi presencia atrajo el interés de Hammond. Dejó el periódico que estaba leyendo y me miró, con los ojos apenas visibles bajo su peluca como los de la cabeza de una tortuga que se resiste a salir del caparazón.

– Me temo que no -respondí-. Algo salió rematadamente mal, señor. Y, aunque no me gusta presentar excusas por lo que yo haya hecho, no está en mi mano cambiar el resultado. Es posible que hayáis sido traicionado por el que daba las cartas, porque las cartas que me dio no eran las que debían ser, y porque después de su error no dio muestras de contrariedad. He estado pensando mucho en los sucesos de la pasada noche, y creo…

– ¡Lo que predije yo! -comentó Hammond sin alterarse-. El judío se ha quedado con vuestro dinero.

– Se ha perdido por obra de la perfidia -repliqué, haciendo un enorme esfuerzo para evitar que mi voz sonara altanera o airada-, pero no por mi culpa, os lo aseguro.

– Me extrañaría mucho que vos dijerais otra cosa… -gruñó Hammond en tono de reprobación.

Cobb, sin embargo, mitigó su ardor con una mirada:

– Si vos hubieseis robado el dinero, no creo que hubierais venido a contárnoslo.

– ¡Bah! -dijo Hammond-. Viene aquí a reclamar el pago de sus cinco libras, además de las que ha robado. ¡Menudo sinvergüenza está hecho!

– ¡Bobadas! -rechazó Cobb, dirigiéndose a mí más que a su sobrino-. Sin embargo, por lo visto habéis perdido ese dinero; y aunque la culpa sea menos despreciable, difícilmente se os puede perdonar.

– Lo he perdido, sí. Y aunque no puedo culparme de ello a mí mismo, me considero engañado y, a la vez, implicado. Os garantizo que no descansaré hasta que descubramos quién…

– ¿Que vos me garantizáis? -repitió Cobb. Había en su tono una nota oscura y resbaladiza-. Os confié ese dinero, y me asegurasteis que no defraudaríais mi confianza. Me temo que vuestras garantías ya no pueden servirme como respuesta.

– Cualquiera hubiese previsto este resultado -observó Hammond-. Es más: creo que yo mismo lo hice.

– Yo no he traicionado vuestra confianza -le dije a Cobb, sintiendo crecer mi cólera. Yo había sido tan engañado como él, y no me gustaban las implicaciones que daba a entender el sobrino-. Debo señalar, además, que donde se ha manifestado el problema ha sido en vuestro plan. Pero no me importa, porque estoy decidido a…

Cobb me interrumpió una vez más:

– «¡Mi plan!», decís vos. Me estáis resultando un insolente, Weaver. No lo hubiera creído. Bien…, podéis ser todo lo insolente que queráis, pero una vez hayamos concluido con vuestros esfuerzos por descargar sobre mí las culpas de la pérdida, tendréis que reconocer que me debéis mil doscientas libras.

Hammond asintió.

– Así es. Y debéis devolverlas de inmediato.

– ¿Devolverlas? Primero debo averiguar quién os las robó. Y necesitaré vuestra ayuda. Si accedéis en dedicar unos momentos a responder a mis preguntas, creo que podremos descubrir al responsable.

– ¿A qué viene ese esfuerzo en escudarse detrás de otro? -preguntó Hammond-. Vos prometisteis que devolveríais el dinero esta mañana. Edmond y yo os oímos decirlo. No intentéis hacernos ver que no hay en eso alguna vil añagaza. Vos habéis robado o habéis perdido una gran suma de dinero… ¿y todavía pretendéis que nuestro tío responda a vuestras preguntas? ¡Menuda jeta tenéis, señor mío!

– Me temo que mi sobrino está en lo cierto, señor Weaver -respondió Cobb-. Causaría un gran daño a mis finanzas si condonara esta deuda. Lo lamento, pero debo pediros que me devolváis ese dinero ahora, esta mañana, tal como acordamos. Si no podéis hacerlo, no tendré más remedio que solicitar una orden de arresto.

– ¿Un arresto? -lo dije en voz más alta de la que hubiera preferido emplear, pero mis pasiones comenzaban a soltar las riendas que las refrenaban-. No podéis estar hablando en serio.

– Hablo con toda seriedad. ¿Podéis pagar esa deuda de vuestro propio dinero, o no?

– No puedo -dije, con la voz dura y resuelta de las últimas palabras de un salteador en el patíbulo-. Y, si pudiera, no lo haría. -Podía esperar que Cobb se sintiera molesto por la forma como se habían producido los acontecimientos, pero jamás imaginé que me trataría de aquella manera. Era otro hombre quien le había fallado. Pero me daba cuenta de que me tenía en una posición peliaguda, porque contaba con testigos que jurarían haberme oído prometer que le devolvería el dinero, y ahora me era imposible devolvérselo.

Puestas así las cosas, y con Cobb reiterando sus exigencias tal como lo hacía, empecé a tener un barrunto de sospecha. En todo aquello había más de lo que yo podía ver. Cobb se había asegurado de que los testigos oyeran mi promesa de devolver el dinero, pero no habían oído -o, por lo menos, yo juraría que no- los detalles de esa noche en Kingsley.

– ¿Me estáis diciendo -pregunté- que debo encontrar ese dinero o ir a la cárcel? ¿Cómo podría interesaros eso a vos, sabiendo que no soy el que os ha engañado y que, si me veo encerrado en prisión, no podré recuperar lo que habéis perdido?

– Aun así, esta es la situación en que os veis vos ahora -dijo Hammond.

– No -dije-, esto no es justo. -No estaba refiriéndome a la justicia en estos asuntos, sino más bien a su lógica. ¿Por qué insistiría Cobb en que le pagara inmediatamente, en aquel mismo instante? La única razón que podía imaginar me dejaba completamente estupefacto: solo podía concluir que el que daba las cartas había estado trabajando para Cobb, lo mismo que Bailor. El dinero no se había perdido en absoluto. Yo, en cambio, sí.

– Me preguntabais si deseo pagar o ir a la cárcel -dije-. Sospecho, con todo, que estabais a punto de proponerme una tercera opción.