Cobb dejó escapar una carcajada.
– Reconozco que lamentaría ver a un hombre de vuestras cualidades arruinado por semejante deuda, una deuda que seguramente nunca podréis pagar. Por consiguiente, estoy dispuesto a permitiros… que redimáis vuestra deuda tal como los convictos las redimen a través de su trabajo en el nuevo mundo.
– Exactamente -asintió Hammond-. Si no podéis devolver el dinero y no deseáis ir a la cárcel, debéis tomar la tercera opción…, la de convertiros en nuestro sirviente forzoso. [2]
Me levanté de mi asiento.
– Si vos pensáis que aceptaré ese trato, estáis muy confundidos. Por fuerza tenéis que ver, señor, que no toleraré vuestras exigencias.
– Os diré lo que pienso, señor Weaver… -respondió Hammond, levantándose para ponerse a mi altura-. Vuestras preferencias en este asunto no significan nada. Ahora sentaos y escuchad.
Él volvió a su asiento. Yo no.
– Por favor -dijo Cobb, con voz más serena-. Comprendo que estéis furioso, pero debéis entender que yo no soy vuestro enemigo y que no os deseo ningún mal. Solo quiero asegurarme vuestros servicios de una forma más fiable que lo habitual.
No estaba dispuesto a escuchar nada de todo aquello. Lo dejé allí y salí al vestíbulo. Edgar estaba junto a la puerta, sonriéndome.
Detrás de mí, Cobb me espetó con voz tranquila y firme:
– Trataremos de los detalles cuando volváis. Sé lo que debéis hacer ahora, y espero que lo hagáis; pero, una vez lo hayáis hecho, vendréis a verme. Me temo que no tenéis otra elección. No tardaréis en verlo.
Decía la verdad, porque realmente no me quedaba otra elección. Pensé que la tenía. Pensé que era una elección difícil. Y fui hacia ella…, solo para descubrir que mi situación era mucho peor de lo que ya me parecía.
3
Era apenas media mañana cuando salí de la casa de Cobb, pero deambulé por las calles haciendo eses como si acabara de levantarme de una taberna o un burdel en el que hubiera pasado de juerga toda la noche. En consecuencia, tuve que hacer toda clase de esfuerzos por dominarme, porque no tenía tiempo para empezar a darme golpes de pecho como Job y lamentar mis sufrimientos injustos. No sabía por qué Cobb se había tomado tanto trabajo para convertirme en su deudor, pero estaba decidido a seguir soslayándolo hasta que dejara de hallarme en su poder. Una vez me hubiera librado de su deuda, pongamos, y lo tuviera tendido en el suelo con un puñal en su garganta, me sentiría feliz preguntándole sus motivos. Porque si se los preguntaba mientras él podía aún amenazarme con la prisión, difícilmente podría soportar la sensación de estar suplicándole.
La súplica, sin embargo, estaría a la orden del día y, aunque no pudiera hacerme a la idea de vivir en poder de Cobb, me dije a mí mismo que encontraría fuerzas más benevolentes en el mundo. En consecuencia, decidí permitirme el gasto de alquilar un carruaje -pensando que unas pocas monedas de cobre difícilmente cambiarían la magnitud de mi ahora monstruosa deuda-, y me dirigí a la pestilente y sucia parte de la metrópoli llamada Wapping, donde tenía su almacén mi tío Miguel.
Las calles estaban demasiado congestionadas por el tráfico los mendigos y las mariscadoras para que yo pudiera desmontar enfrente del edificio, así que recorrí a pie los últimos minutos oliendo el fuerte olor a salmuera del río y el apenas un poco menos pestilente de las ropas de los mendigos que me rodeaban. Un chico vestido solo con una andrajosa camisa blanca y nada más debajo, a pesar del frío, trató de venderme unas gambas que probablemente estaban ya podridas desde la semana anterior, y cuya pestilencia arrancó lágrimas de mis ojos. Aun así, no pude dejar de observar con pena sus pies descalzos, ensangrentados y sucios, con la basura helada incrustada casi en su carne, y movido de un impulso caritativo, dejé caer una moneda en su montón de gambas, porque pensé que quien estuviera tan desesperado como para intentar vender aquella basura, debía de encontrarse al borde de la inanición. Pero cuando lo vi alejarse con una chispa de luz en sus ojos, comprendí que acababa de caer en su trampa. Y me pregunté si quedaría alguien en la metrópoli que fuera lo que aparentaba ser.
Esperaba verme asaltado por el habitual caos del negocio cuando entré en el almacén de mi tío. El hombre se ganaba sus buenos dineros con el oficio de importador-exportador, merced a sus contactos con las distantes comunidades de judíos portugueses extendidas por todo el mundo. De ellas traía para vender toda clase de bienes -ámbar gris, frutas en almíbar, higos y dátiles secos, mantequillas holandesas y arenques…-, pero el grueso de su comercio consistía en la importación de vinos de España y de Portugal, y la exportación de paños de lana ingleses. Era un comercio que tenía motivos para admirar en un pariente tan cercano, puesto que cada vez que visitaba su casa podía confiar en que me regalaría una hermosa botella de oporto, de vino de madeira o canario.
Estaba acostumbrado, pues, a tropezar, nada más entrar en el almacén, con incontables hombres ocupados en el proceso de trasladar inexplicablemente cajas, barriles y cajones de un lugar a otro, atentos a su trabajo y tan seguros de llevarlos a su destino como las miríadas de hormigas de una pujante colonia. Esperaba ver los suelos repletos de altos contenedores y que el olor del edificio estuviera impregnado por el denso aroma del vino derramado y la fragancia dulzona de los frutos secos. Pero ese día solo había allí unos cuantos mozos y la atmósfera del edificio era densa y húmeda, cargada con el olor de las lanas inglesas y con algo más pernicioso todavía. Porque, en realidad, el almacén parecía frío y casi vacío, y eran pocos los trabajadores ocupados allí regularmente que se habían presentado al trabajo.
Miré esperando ver a mi tío, pero en su lugar me vi abordado por su ayudante y colaborador desde hacía muchísimo tiempo, Joseph Delgado. Como los componentes de mi familia, Joseph era un judío, portugués de nación, nacido en Amsterdam y trasladado a Londres de niño. Cualquier observador superficial solo vería en él a un inglés, porque vestía como un hombre dedicado al comercio y llevaba el rostro perfectamente rasurado. Era un buen hombre, al que yo conocía desde mi infancia y que siempre había tenido una palabra amable para mí.
– ¡Ah, el señorito Benjamin! -exclamó. Siempre me había divertido que se siguiera dirigiendo a mí como si todavía fuera un niño, pero comprendía sus razones: no le gustaba llamarme por el apellido que yo empleaba ahora, Weaver, porque lo había adoptado cuando escapé de niño de casa de mi padre y era un recuerdo de mi rebeldía. Él no podía entender que me negara a volver a mi apellido familiar, Lienzo, así que prefería no llamarme por el uno ni por el otro. En realidad, ahora que mi padre estaba ya muerto y que yo me había acostumbrado a vivir en excelentes relaciones familiares con mi tío y mi tía, el apellido familiar había dejado de incomodarme. Pero la gente me conocía por Weaver, y puesto que yo me ganaba la vida gracias a mi reputación…, no podía dar marcha atrás.
Le estreché la mano saludándolo.
– Esto se ha vuelto muy tranquilo, por lo que veo…
– Oh, sí -asintió él en tono serio-. Muy tranquilo. Tanto como un cementerio.
Me fijé en su curtido semblante y en el aire sombrío de su expresión. Las arrugas y los surcos de su cara parecían ahora brechas y valles recortados.
– ¿Hay algún problema? -pregunté.
– Supongo que es por eso por lo que os ha llamado vuestro tío, ¿no?
– Mi tío no me ha llamado. He venido por un asunto mío -dije. Pero, después, cayendo en la cuenta de lo que implicaban sus palabras, pensé que me daban pie a temer lo peor-. ¿Está enfermo?
– No, no es eso. Sus achaques son los de costumbre. Pero las cosas le van bastante mal. ¡Si tan solo descargara más en mí (o en algún otro, no importa quién fuese) el peso del negocio…! Temo que sus responsabilidades acaben deteriorando su salud.
[2] Indentured servant, en el original. Se daba esta denominación a aquel que, por voluntad propia o por efecto de una sentencia judicial, se comprometía a trabajar para otro un determinado número de años, habitualmente de cuatro a siete, a cambio de un pasaje para América o de alguna otra ventaja económica. (N. del T.)