Levanté los brazos.
– Tranquilo, no os preocupéis -dijo Ellershaw-. Viner es un trabajador prodigioso, ¿no es así, señor?
– Un trabajador prodigioso -asintió el aludido, murmurando las palabras a través de sus alfileres-. Aquí ya está todo.
– Estupendo. Ya hemos acabado con vos, Weaver. Tenéis trabajo esperándoos, ¿verdad?
Aadil no se dejó ver durante todo el día, y empecé a preguntarme si volveríamos a verlo. Tenía que saber que lo había reconocido y ahora ya no podría representar su papel de trabajador a disgusto, cuando no hostil. Había forzado demasiado ostensiblemente su juego y, aunque no dudaba de que seguiría sirviendo a Forester, sospechaba que sus días de hacerlo en Craven House habían llegado a su fin.
Había planeado dedicar esa noche a explorar el último cabo suelto que me quedaba a propósito del aparentemente encantador Pepper -es decir, el de su señor Teaser, sobre cuya pista me había puesto su viuda de Twickenham-. Y estaba ya a punto de abandonar la Casa de la India cuando Ellershaw requirió nuevamente mi presencia en su despacho.
Allí encontré otra vez al eficientísimo señor Viner. Y le doy este calificativo porque se las había arreglado ya para coser un traje basado en las medidas que me había tomado por la mañana. Me tendió una serie de prendas de color azul celeste cuidadosamente dobladas, mientras el señor Ellershaw, de pie allí en actitud absurda, observaba la entrega ataviado con un traje exactamente del mismo color.
Comprendí enseguida, recordando -y lamentando- mi propia sugerencia de emplear aquel tejido femenino para ropas de hombre, que Ellershaw había tomado mi propuesta al pie de la letra y decidido hacerse con el mercado interior como único camino posible por si fracasaban sus esfuerzos.
– Ponéoslo -me animó con un gesto.
Yo lo miré y me fijé en el traje después. Me resulta difícil describir cuan rematadamente absurdo era su aspecto y hasta qué punto estaba convencido de que yo también iba a parecer absurdo a su lado. Aquellos tejidos de algodón eran muy adecuados para hacer lindos sombreritos, pero un traje de ese tono de azul para un hombre, el color de los huevos del petirrojo, un hombre que no fuera el más empecinado dandi, era difícilmente imaginable. Pero, era consciente de que, mientras estuviera allí, no tenía la posibilidad de decir que aquella cosa no era de mi agrado y ni siquiera la de arrugar la nariz para expresar que, por práctica que fuera semejante moda, me parecía social y moralmente horrenda.
– Sois muy amable -dije, notando yo mismo la inseguridad de mi voz.
– Bueno…, ponéoslo. Ponéoslo. Veamos si Viner ha hecho un excelente trabajo como de costumbre.
Yo recorrí con la vista el despacho.
– ¿Hay algún lugar donde pueda ir a cambiarme?
– Oh, no me digáis que sois vergonzoso… Vamos, vamos… Veamos cómo sienta ese traje en vuestra percha.
No me quedó más remedio que quedarme en camisa y medias, y ponerme encima aquel engendro azul. Bien es verdad que, por mucho que me disgustara, tuve que admirar sus perfectas hechuras y la rapidez con que había sido confeccionado.
Viner daba vueltas a mi alrededor, metiendo de aquí, tirando de allá, y finalmente se volvió a Ellershaw con evidente satisfacción:
– Es espléndido -dijo, como si elogiara más la idea de Ellershaw que su propio trabajo.
– Oh, sí. Perfecto, Viner. Un trabajo excelente, como todos los vuestros.
– Para serviros.
El sastre saludó con una profunda reverencia y, como obedeciendo a una señal imperceptible, salió del despacho.
– ¿Estáis preparado para salir? -me preguntó Ellershaw.
– ¿Para salir, señor?
– Oh, sí. Estos trajes no están pensados para lucirlos en privado. Difícilmente nos serían de alguna utilidad si no salieran de estas cuatro paredes, ¿no? Debemos mostrarnos en público. Hemos de salir y dejar que Londres nos vea vistiendo estas telas.
– Esta noche tenía una cita que no me es posible posponer -empecé-. Si me lo hubieseis dicho antes… pero tal como están las cosas ahora, no estoy seguro de si podré…
– Cualquier cita que tengáis, deberíais mostraros encantado de dejarla para otro día -me dijo con tal seguridad que, por un instante, hasta me convenció.
– Salgamos, entonces -asentí.
Adopté una sonrisa entusiasta, aunque estaba absolutamente seguro de que tenía que dar la impresión de un hombre en trance de muerte, dando ya sus últimas boqueadas.
Una vez en su carruaje, Ellershaw me explicó que nos dirigíamos al recinto ecuestre de Sadler's Wells, para disfrutar del agasajo y de las miradas de otros. Después me previno crípticamente de que debía esperar allí una sorpresa desagradable, pero cuando llegamos allí no pude ver en la forma como éramos recibidos nada que me resultara molesto dejando aparte nuestro atuendo y las miradas y risitas burlonas que atraíamos. Habían preparado unas grandes fogatas para que pudiéramos cenar al raso, o más exactamente al aire frío de la noche, pero todos optaban por permanecer en el edificio principal.
Era temprano aún, pero ya se habían dado cita allí numerosas personas, que disfrutaban de la cara, ya que no suculenta, cena servida en tan animados lugares de diversión. Debo decir que nuestra llegada llamó poderosamente la atención de los presentes, pero el señor Ellershaw respondió con una inclinación afable a las miradas demasiado impertinentes o incluso despectivas. Me condujo a una mesa y, una vez sentados a ella, pidió vino y unos pastelillos de queso. Se acercaron a saludarlo unos cuantos caballeros, pero él no se mostró efusivo con ellos: se limitó a decirles cuatro tópicos y, sin molestarse siquiera en presentarme, se libró enseguida de su compañía.
– Me pregunto -comenté- si os parece que esta visita ha sido una idea excelente.
– No os preocupéis, Weaver -replicó-. Todo saldrá bien.
Estuvimos sentados allí una hora o más, escuchando a un grupo de músicos cuya mínima competencia superaba todo lo imaginable. Por mi parte, me sumí en una incómoda somnolencia hasta que cruzó una sombra por delante de mis ojos; levanté la vista y descubrí asombrado que teníamos delante de nosotros nada menos que al señor Thurmond.
– ¡Qué aspecto tan estrafalario tienen vuestras mercedes!
– ¡Ah, Thurmond! -exclamó Ellershaw encantado, corriendo su asiento-. Sentaos con nosotros, os lo ruego.
– Creo que no lo haré -dijo pero, aun así, acercó una silla y se sentó a nuestra mesa. Luego alargó el brazo y se sirvió en su vaso una generosa cantidad de nuestro vino. Debo reconocer que me sentía sorprendido de alguna manera por su aire despreocupado-. La verdad es que no puedo entender qué es lo que esperáis conseguir de esta guisa. ¿Os imagináis que los dos, sin más ayuda, podréis crear el frenesí de una moda? ¿Quién de entre todos los elegantes se prestaría a vestir así?
– La verdad es que no sé qué deciros -respondió Ellershaw-. Quizá ninguno o tal vez todos. Pero si vos y los de vuestra cuerda estáis decididos a limitar lo que podemos importar a este país, creo que advertiréis que yo estoy igualmente decidido a impedir que vuestras medidas causen algún efecto. El mundo del comercio ha cambiado, señor Thurmond, y ya no podéis seguir pretendiendo que lo que ocurre en Londres no tenga ninguna influencia en Bombay o, lo que quizá es todavía más importante: en cualquier otra parte del mundo.
– Sois simplemente un par de locos -exclamó Thurmond-. ¿Pensáis que vais a sacar algo de esta payasada? Nunca ocurrirá tal cosa. Aun cuando se popularizaran estas libreas vuestras y los trajes azules se impusieran durante una temporada o dos, tendríais unos pocos años buenos, y después no estaríais mejor de lo que estáis ahora. Habríais ganado algún tiempo, pero nada más.
– En asuntos de comercio, una temporada o dos es toda una eternidad -replicó Ellershaw-. No me interesa prever lo que pueda ocurrir más allá de ese espacio de tiempo. De hecho, vivo de una reunión de la junta de accionistas hasta la siguiente, y si el mundo va a irse al traste dentro de seis meses, a mí me tiene sin cuidado.