La mujer miró ahora la tarjeta que le había dado al sirviente, y después me miró a mí.
– Vos sois Benjamín Weaver, el cazarrecompensas…
A pesar de mi malestar, le ofrecí una reverencia.
– El hombre por el que preguntáis no ha hecho nada malo -siguió-.Jamás hubiera pensado que caerías tan bajo como para intentar ganaros la vida persiguiendo a homosexuales…
– Me entendéis mal, señora -la tranquilicé-. Mi negocio con ese caballero es obtener información acerca de un conocido suyo. No tengo ningún interés en molestaros a vos ni a vuestros amigos.
– ¿Me lo juráis? -preguntó.
– Tenéis mi palabra de honor. Solo deseo preguntarle unas cosas que necesito saber, y después me iré.
– Muy bien -accedió-. Pasad. No vamos a estar con la puerta abierta toda la noche, ¿verdad?
La mujer, que era sin duda la denostada Madre Clap, [14] nos condujo a través de su casa con una recelosa actitud de propietaria. El local tenía el aspecto de una casa rica del siglo anterior, pero ahora desaliñada y mal cuidada. El edificio olía a moho y polvo, y a mí me daba la impresión de que me bastaría dar una patada en la alfombra para levantar de ella una nube de suciedad.
Fuimos recorriendo las diversas estancias de la casa siguiendo a nuestro Virgilio, [15] que nos condujo a través de pasillos de sorprendente buen gusto y estancias bien amuebladas. Bien es cierto que las personas que habitaban en aquellos espacios eran harina de otro costal. Así llegamos a una sala en la que se desarrollaba una especie de baile. Habían colocado mesas para que los visitantes se sentaran a beber y charlar, y tres violinistas interpretaban música mientras seis o siete parejas evolucionaban sobre un suelo de madera cubierto por una vieja y gastada alfombra. En los bordes de esa especie de pista, dos docenas de hombres conversaban animadamente. Me fijé en que, entre los que bailaban, cada pareja estaba formada por un hombre de aspecto normal y otro hombre que se parecía mucho a la criada que nos había abierto la puerta, vestida de mujer pero de forma nada convincente.
Madre Clap nos llevó hasta una salita en la parte de atrás de la casa, en la que ardía un agradable fuego. Nos invitó a tomar asiento y nos sirvió sendas copas de oporto, que escanció de una botella de cristal tallado, aunque noté que ella no se servía.
– He enviado a Mary a buscar a Teaser. Pero puede que se encuentre indispuesto.
Me estremecí pensando en cuál podría ser su indisposición. Madre Clap debió de leerlo en la expresión de mi rostro, porque me miró con aire de reproche.
– Vos no aprobáis lo que hacemos aquí, ¿verdad, señor Weaver?
– No me corresponde a mí aprobar o desaprobar -respondí-, pero tenéis que reconocer que los hombres que pasan aquí su tiempo se entregan a actos contrarios a la naturaleza.
– ¡Ah…, es eso! También es contrario a la naturaleza que un hombre vea claramente en la noche, lo cual no os impide iluminar vuestro camino con una vela o una linterna, ¿verdad?
– Pero no es lo mismo -intervino Elias, con una viveza que yo sabía que era debida más al placer de ejercitar su inteligencia que a un supuesto apasionamiento por el tema-. Las Sagradas Escrituras prohíben la sodomía, pero no prohíben la iluminación.
Madre Clap dirigió a Elias una mirada valorativa:
– Tenéis razón. Prohíben la sodomía, en efecto. Y también fornicar con las mujeres, ¿no es así, señor Libertino? Me pregunto, mi buen señor, si estáis igualmente dispuesto a plantear las objeciones de las Sagradas Escrituras en este otro aspecto.
– No lo estoy -admitió Elias.
– ¿Y no ordenó nuestro Salvador -siguió ella dirigiéndose a mí- que acogiéramos a los pobres y los enfermos y cuidáramos y diéramos consuelo a aquellos que rechazan los poderosos y privilegiados?
– Todas estas preguntas a propósito del Salvador tenéis que hacérselas al señor Gordon -dije.
Elias respondió con una inclinación de cabeza sin moverse de su asiento.
– Creo que nos dais ciento y raya, señora. Nosotros estamos hechos conforme a la moral de nuestra sociedad. Pudiera ser, como decís, que las objeciones de nuestra sociedad sean, simplemente, el resultado arbitrario de nuestra época y de nuestro marco; nada más que eso.
– Uno puede sentirse inclinado a ser producto de su época y de marco -observó ella-, pero ¿no está obligado el hombre virtuoso a esforzarse en ser algo más?
– Tenéis toda la razón, señora -dije yo, rindiéndome, porque, aunque no podía dominar mis sentimientos con respecto a aquel tema, me daba cuenta de que sus palabras eran justas. Y, puesto que no parecía haber nada más que pudiera añadir para ilustrar sus sentimientos, y puesto que nosotros no inquirimos más, permanecimos sentados en silencio, escuchando el crepitar del fuego hasta que a los pocos minutos se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre de aspecto ordinario, vestido con el atuendo normal de un comerciante. Tendría tal vez treinta y siete o treinta y ocho años, con facciones regulares y un rostro infantil marcado por esas pecas y manchas irregulares en la tez que se asocian en general a hombres mucho más jóvenes.
– Creo que deseabais verme -dijo tranquilamente.
– Estos caballeros son el señor Benjamín Weaver y su socio, Elias Gordon -le informó Madre Clap, dejando ver con claridad su propósito de asistir a la entrevista.
Elias y yo nos levantamos y le ofrecimos nuestros saludos.
– Y vos debéis de ser el señor Teaser, me imagino.
– Ese es el nombre que utilizo aquí, en efecto -respondió.
Ocupó una silla y nosotros nos sentamos también.
– ¿Podría preguntaros vuestro verdadero nombre? -inquirí.
– Prefiero que no se sepa -respondió-. Tenéis que comprenderme… tengo esposa… una familia… que se sentirían muy incómodos si se enteraran de mis visitas aquí.
Indudablemente, sus reparos eran de lo más correctos.
– Tengo entendido que vos conocéis al señor Absalom Pepper.
– Jamás he oído hablar de nadie con ese nombre -dijo el señor Teaser.
Sentí una punzada de desesperación, pero entonces recordé que Teaser tampoco era su auténtico nombre y que no existía ninguna razón para pensar que mi mención de Pepper debiera ser respondida de otra forma. Añadí, pues:
– Una persona interesada en el tejido de la seda… que llevaba siempre un cuaderno consigo y tomaba notas en él a propósito de ese tema.
– Oh, sí… -asintió Teaser, que se animó ahora con creciente interés e incluso agitación-. La señorita Owl. [16] ¿La conocen? ¿Dónde está?
– Owl… -repitió Madre Clap-. Hace meses que no hemos sabido nada de ella. Y he estado preocupada, sí.
– ¿Qué noticias tienen de ella? -preguntó Teaser-. Los envía en mi busca. ¡He estado tan inquieto…! Un buen día dejó de venir, simplemente, y yo me temí lo peor. Temí que su familia hubiera descubierto nuestro secreto, porque… ¿Qué otro motivo podía haber para dejarme de esta manera? Bien es verdad que hubiera podido enviarme una nota… ¡Oh! ¿Por qué no lo hizo?
Elias y yo intercambiamos una mirada. Yo bajé la vista al suelo un momento mientras hacía acopio de valor para afrontar la mirada de Teaser.
– Debéis prepararos para encajar una mala noticia, señor. Owl, como lo llamáis, ya no existe.
– ¿Cómo? -preguntó Madre Clap-. ¿Ha muerto? ¿Cómo ha ocurrido?
Teaser estaba anonadado, con los ojos muy abiertos y húmedos, y entonces, de repente, se dejó caer en su asiento con la mano apoyada en la cabeza en una actitud teatral de desesperación. Yo, sin embargo, no dudé de que aquel dolor era sincero.
[14] Margaret Clap fue denunciada y juzgada en 1726. Sentenciada a la humillación pública en el cepo, se sabe que murió poco después, tal vez de las heridas sufridas durante el suplicio.