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Dos enmascarados blandiendo armas tienen forzosamente que atraer la atención, y no fue diferente en este caso. Alguaciles y visitantes del burdel nos miraban con igual temor. Así nos abrimos paso a través de grupos de hombres enzarzados en la indescifrable danza de arrestos y de resistencia buscando a nuestro hombre, pero sin encontrar ni rastro de él.

En el salón principal, donde antes habían estado danzando, reinaba el caos. Algunos hombres se escondían, acobardados, en los rincones, mientras otros luchaban esforzadamente blandiendo candelabros y trozos de muebles rotos. Mesas y sillas aparecían volcadas, vidrios rotos cubrían el suelo, formando islas en los charcos de vino y ponche derramados. Había como dos docenas de alguaciles o de matones contratados para actuar como tales, y junto con ellos otra docena, más o menos, de hombres de la sociedad para la reforma de las costumbres. Yo no pude evitar el pensamiento de que unos hombres tan preocupados por las buenas costumbres tenían que actuar mucho mejor que aquellos. Vi que un par de alguaciles sujetaban a un mariquita contra el suelo, mientras uno de los reformistas lo cosía a patadas. Un grupo de tres o cuatro clientes del burdel intentaron abandonar la habitación, pero fueron golpeados por los alguaciles mientras los reformistas los aplaudían desde una prudente distancia. Los alguaciles eran matones y rufianes, y los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres eran unos cobardes. De esta manera avanza siempre la causa de la moralidad.

– ¡Teaser! -llamé de nuevo dirigiéndome a los aterrorizados sodomitas-. ¿Alguien ha visto a Teaser?

Pero ninguno oía o prestaba atención. Aquellos desgraciados tenían sus propios problemas, y los alguaciles estaban intentando decidir si debían apresarnos o dejarnos pasar. Ninguno sentía deseos de meterse con nosotros, porque ciertamente había allí peces mucho menos robustos que pescar. Los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres -que eran los más fáciles de identificar puesto que eran los únicos que se acobardaban y gemían si se nos ocurría mirar hacia ellos- daban prueba de otro atributo de quienes quieren esconder su crueldad tras la apariencia de religión. Con tan ferviente fe en su Señor, se mostraban sumamente reacios a correr el albur de ser enviados ya a su encuentro.

– ¡Teaser! -grité otra vez-. He de encontrar a Teaser. Lo sacaré inmediatamente de aquí.

Al final, me llamó un hombre. Dos alguaciles lo tenían agarrado por los brazos, y de su nariz brotaba un patético reguero de sangre. Llevaba la peluca torcida, pero aún sobre su cabeza. Uno de los hombres que lo retenían estaba en pleno proceso de mostrarle a su compañero cuan repugnantes eran aquellos maricones, pues agarraba con la mano el culo del prisionero y lo apretaba como si fuera el de una apetitosa prostituta.

La cara de aquel pobre hombre se retorcía por el dolor y la humillación pero, cuando nos vio, comprendió de alguna manera que no éramos sus enemigos y fue tal vez la expresión de simpatía de mis ojos lo que lo movió a hablar.

– Teaser ha escapado -me dijo-. Se ha ido por la puerta de delante con el mocetón negro.

Empecé a moverme hacia la puerta de la casa. Un par de alguaciles se adelantaron para cerrarme el paso, pero yo cargué sobre ellos con el hombro y los dispersé fácilmente dejando espacio para pasar yo y -resguardándose detrás de mí- también Elias.

Una vez estuvimos fuera del salón, dejamos atrás el grueso de la pelea. Tres alguaciles se animaron a perseguirnos, pero sin convicción: más que nada para poder decir después que sus esfuerzos por detenernos fracasaron. Nadie pagaba a aquellos hombres lo suficiente para que arriesgaran la vida. Arrestar a unos cuantos maricas era una tarea bastante fácil, pero a los bandidos enmascarados era mejor dejarlos para los soldados.

En la puerta montaban guardia dos hombres de la Sociedad para la Reforma, pero, en cuanto nos vieron cargar contra ellos, se apresuraron a apartarse. Uno lo hizo tan rápidamente que perdió el equilibrio y cayó en medio de mi trayectoria y tuve que saltar por encima de él para no tropezar. En la calle habían comenzado a congregarse numerosas personas; no sabían qué pensar de nosotros, pero nuestra aparición fue recibida, más que nada, con vítores de borrachos.

Afortunadamente, el repecho de la entrada estaba bien construido, porque me permitió obtener una buena vista de la zona circundante. Miré a un lado y a otro y, finalmente, los vi. Allí estaba Teaser -lo reconocí al instante a pesar de la oscuridad de la calle- y el que lo guiaba era un hombre corpulento y sorprendentemente ágil. Reinaba la oscuridad y no pude verle la cara, pero no me cupo ninguna duda de quien había secuestrado a Teaser no era otro que Aadil.

26

Holborn está lleno de incontables callejuelas y oscuros callejones, por lo cual, en principio, pudiera parecer el lugar ideal para escaparse uno, pero muchos de esos callejones no tienen salida, así que me dije que incluso un tipo rudo como Aadil no querría hacer frente a dos perseguidores y controlar a un prisionero viéndose atrapado en una esquina. No me sorprendió mucho, por tanto, cuando lo vi bajar por Cow Lane y dirigirse hacia los corrales de ovejas. Tal vez pensara librarse de mí ocultándose entre el ganado.

Elias y yo nos quitamos las máscaras y corrimos detrás de Teaser y de su raptor. Había empezado a llover… no mucho, pero sí lo suficiente para fundir la nieve y hacer que el hielo incrustado fuera peligrosamente resbaladizo. Avanzábamos lo más aprisa que nos era posible sobre tan peligrosa superficie, pero pronto nos dimos cuenta de que ya no teníamos a Teaser y Aadil a la vista. Elias comenzaba a ser presa del desánimo, pero yo no podía permitírmelo.

– ¡A los muelles! -dije-. Intentará llevar a su prisionero por agua.

Elias asintió, sin duda decepcionado porque nuestra carrera no hubiese llegado al final. Pero, por cansado que estuviera, me siguió mientras yo trazaba nuestro camino por entre las calles oscuras para emerger al cabo y encontrarnos bajo el cielo nocturno cerca ya de los muelles. Llegó entonces a mis oídos el coro de la vida humana: las muchachas que vendían ostras y los hombres que vendían empanadas de carne pregonando sus mercancías, las carcajadas socarronas de las prostitutas, las risas de los borrachos y, por supuesto, los gritos incesantes de los barqueros. «Estudiantes… ¿queréis putas?», repetían, jugando con las semejanzas de palabras como scholars (estudiantes) y scullers (barcas), whores (putas) y oars (remos). Aquella broma era quizá tan vieja como la propia ciudad, pero jamás perdía su chispa para aquel gentío tan propenso a la diversión.

Nos detuvimos ahora en los muelles, llenos de gente de toda condición, ricos y pobres, que subían o desembarcaban de los botes. De acuerdo con otra antiquísima tradición, no se respetaban rangos ni clases entre quienes se atrevían a subir a una barca y, así, hombres de baja estofa podían proferir las palabras lascivas que quisieran a damas de noble cuna o ricos caballeros. El mismísimo rey, si se dignara atravesar el río en barca, no recibiría especial deferencia, aunque dudo de que supiera suficiente inglés para entender los insultos que se le dirigirían.

Elias resoplaba fuertemente y miraba, sin fijar en ninguno los ojos, los incontables cuerpos que nos rodeaban. Yo seguí con la vista el curso del río, iluminado con centenares de linternas de un centenar de barqueros y convertido en espejo de la bóveda del cielo estrellado por encima de nosotros. Allí, apenas a cuatro metros y medio de la orilla, distinguí el corpachón enorme de un hombre sentado de espaldas a nosotros y a Teaser sentado delante, dándonos la cara. Entre ambos estaba el barquero, remando. Teaser no hubiera podido escapar aunque quisiera, porque, aunque supiera nadar, sumergirse en aquellas heladas aguas supondría una muerte segura. Viajaba, pues, ahora en una prisión flotante.