Agarré a Elias por el brazo y tiré de él escaleras abajo hasta el muelle. Después lo metí de un empellón en el primer bote vacío que encontramos y subí detrás de él.
– ¡Jo, jo! -exclamó el barquero. Era un muchacho joven, de espaldas musculosas y fuertes-. Un par de caballeros que desean dar un paseo tranquilo por el río, ¿no es eso?
– ¡Callad la boca! -lo corté, y después extendí el dedo para señalar hacia Aadil-. ¿Veis ese bote? Os pagaré otra moneda más si conseguís adelantarlos.
El me miró de refilón pero, aun así, subió de un salto al bote y zarpó. Puede que fuera un insolente, pero sabía poner agallas en su trabajo, de manera que pronto estuvimos surcando las aguas… Unas aguas que, en aquel lugar, olían medio a mar, medio a alcantarilla, y que azotaban furiosamente los costados de la embarcación.
– ¿De qué va la cosa? -preguntó el barquero-. ¿Ese tipo se ha largado con vuestra putilla?
– ¡Cierra el pico, ricura! [17] -le espetó Elias.
– ¿Ricura decís? Os voy a meter este remo por donde os quepa, y podréis decir que es la primera vez que una puta os ha dado por el culo hasta el fondo.
– Decirlo es mucho fácil que hacerlo -refunfuñó Elias.
– No te enfades -intervine yo-. Estos barqueros te dirán que lo que está arriba está abajo solo para sacarte de quicio.
– Arriba y abajo son lo mismo, hombre -sentenció el remero-. Eso lo saben todos menos los necios, porque solo los grandes nos dicen qué es cada cosa y, si miramos por nosotros mismos, vemos que es exactamente al revés.
Debo reconocer que estábamos haciendo grandes progresos y que poco a poco se iba acortando la distancia que nos separaba del bote de Aadil. O el que yo pensaba que era el bote de Aadil pues, en la oscuridad de las aguas, con solo nuestras linternas para iluminar el camino, no siempre resultaba fácil decir cuál era la embarcación que perseguíamos. Aun así, estaba razonablemente seguro. Cuando vi que uno de los que viajaban en el otro bote se volvía a mirar hacia nosotros y le pedía después a su remero que avivara el ritmo, supe que estábamos siguiendo a nuestra verdadera presa.
– Nos han visto -le dije al barquero-. Remad más aprisa.
– No puedo correr más -respondió, sin ánimos ya para jactarse.
En la otra embarcación, la silueta de Aadil se movió de nuevo, dijo algo al barquero y, al ver que el hombre no hacía lo que deseaba, observé que lo apartaba a un lado y se ponía a remar él mismo.
De alguna manera, nuestro propio barquero vio la maniobra y una vez más sacó de sí la energía necesaria para dar rienda suelta a su lengua.
– ¿Qué es esto? -le gritó a su compañero-. ¿Vas a dejar que ese tipo te robe tu barca? [18]
– La recuperaré -replicó el otro- y te la encontrarás pronto metida en tu delicado culo.
– Sin duda -replicó el nuestro-, porque la que tú tienes no es más que un zurullo de mierda que busca el culo igual que un bebé o un rufián busca las tetas de tu madre.
– Tu madre no tiene tetas -replicó el otro- porque no era más que un oso peludo que te concibió después de haber estado follando en las vergüenzas de un cazador libertino que no sabía distinguir pelotas de coño: porque eso es lo que fue tu padre, o tal vez un simio africano, ya que no es posible distinguir entre uno y otro.
– ¡Pues tu padre era el bastardo de una hija de…!
– ¡Callaos! -grité con voz lo suficientemente alta para que me oyera no solo nuestro barquero, sino también el de la otra embarcación.
En el mismo instante noté que se detenían los remos del otro y, cuando miré hacia allí, pude ver, a pesar de la oscuridad, que estaban levantados y fuera del agua. Al momento siguiente me llegó el sonido de una voz extraña pero familiar:
– ¿Sois vos, Weaver? -Había en ella una nota de esperanza y humor, nada desagradable.
– ¿Quién habla? -respondí.
– Soy Aadil -dijo. Y después prorrumpió en una gran carcajada-. Llevo un rato agotándome, huyendo de lo que creía que podía ser un serio peligro, ¿y erais vos todo el rato?
Tuve que caer forzosamente en la cuenta de su forma de hablar. Cada vez que le había oído abrir la boca, había gruñido sus palabras como un animal salvaje. Ahora, aunque se expresaba con el mismo tono de siempre, su lenguaje era refinado, gramaticalmente correcto y a la par con el de cualquiera que hubiese nacido en estas tierras.
Apenas se me ocurría qué podía decirle.
– ¿Qué hay? -fue lo mejor que me vino a la mente.
El soltó una nueva carcajada.
– Creo -gritó- que ya va siendo hora de que seamos más francos el uno con el otro. Encontrémonos en los muelles y busquemos algún lugar para contarnos nuestras respectivas historias.
A Dios gracias nuestros barqueros dieron la impresión de entender que había ocurrido entre nosotros algo del todo inesperado, y estuvieron callados durante el resto del viaje. Elias no hacía más que dirigirme miradas inquisitivas, pero yo difícilmente sabía cómo responder a sus no formuladas preguntas. Me limité a arrebujarme en mi casaca, porque de repente noté que hacía mucho más frío y había empezado a caer sobre nosotros una insistente lluvia.
El otro bote fue el primero en atracar y yo no acababa aún de creer que el ofrecimiento de Aadil fuera algo más que un astuto truco… hasta que lo vi desembarcar y esperar pacientemente mientras amarrábamos el nuestro y bajábamos a tierra también. Aquella orilla del río estaba tan animada como la otra y reinaba el mismo bullicio, por lo que resultaba un extraño lugar para mantener una conversación, pero Aadil se limitó a sonreímos y saludarnos con una gran reverencia.
– No he sido completamente sincero con vos acerca de mí, señor. Por supuesto vos tampoco habéis sido completamente sincero conmigo o con nadie de Craven House, pero eso no importa. He llegado a la conclusión de que no pretendéis hacerme ningún daño y que, además, vuestra presencia ha servido para precipitar las cosas de manera muy interesante. -Miró al cielo encapotado-. Esta lluvia continúa arreciando… y, si algo he aprendido del tiempo de vuestras islas, es que se hará cada vez más molesta antes de escampar. ¿Buscamos un lugar caliente y seco en el que refugiarnos?
No hice caso de las bromas, aunque también estaba ansioso por resguardarme de la lluvia:
– ¿Quién demonios sois? -pregunté.
Él soltó otra de sus sonoras carcajadas. Sonó como si resonara en su pecho antes de liberarla.
– Aadil es mi auténtico nombre. Aadil Wajid Ali Baghat, en realidad. Y, aunque indigno, tengo el grandísimo honor de ser un humilde sirviente de su gloriosa majestad, el emperador Muhammad Shah Nasir ad Din, rey de reyes, Gran Mogol de la India.
– En resumen -murmuró Elias-, que ahora resulta que este sucio cabrón es un espía indio.
– De sucio, nada, pero espía, de todos modos. Sí…, soy un agente del Gran Mogol. He sido enviado aquí para tramar un golpe que, eso espero, pondrá un freno al poder de la Compañía de las Indias Orientales. ¿Deseáis oír más?
Vi que Elias estaba tan estupefacto como yo, pero Aadil se las arregló para añadir unas cuantas palabras.
– No estoy muy seguro de que yo desee asestar un golpe contra la Compañía. No siento ninguna simpatía por los hombres de Craven House, os lo aseguro, pero tampoco creo que sea cosa mía procurar destruirlos.
– Tal vez porque apenas conocéis el negocio, o el rostro de vuestros enemigos o la naturaleza de su malicia.
– No -admití-. No los conozco.
– Entonces, si deseáis conocerlos, acompañadme hasta alguna taberna próxima. Aumentaré mi oferta de abrigo y un lugar protegido de la lluvia, con algo de comida y bebida.