– ¿Por qué hacerlo, entonces?
– Pues porque la única cosa que sé acerca de Cobb, lo único de lo que puedo estar seguro, es que él ha oído hablar de los planos de la máquina de Pepper y desea desesperadamente poseerlos. Por eso debemos encontrarlos. Veremos quién amenaza a quién si arrojo los planos al fuego o si prometo entregarlos a Craven House. Ya es hora de que seamos nosotros quienes conduzcamos este coche. Mi tío ha muerto. El señor Franco se pudre en la cárcel. Los hombres a los que buscaba para que me guiaran han acabado asesinados. Es una locura pensar que las cosas nos irán mucho mejor a menos que dictemos nuevas reglas para este juego.
– Cobb ahora solo nos amenaza a nosotros y a vuestra tía -observó Elias-. Si nosotros optamos por soslayar la amenaza y eludir a los alguaciles que envíe tras nosotros, no puede detenernos. En cuanto a tu tía, no me cabe duda de que soportará cualquier dificultad temporal que haya de sufrir, por molesta que sea, si puedes emplearla para devolver el golpe a tus enemigos.
Aunque no podía verla en la oscuridad, le ofrecí una sonrisa. Había sido una noche terrible para él y para nuestra amistad, pero yo sabía de sobra lo que quería decirme. Arrostraría las iras de Cobb y se mantendría a mi lado. Y era consciente de que arriesgaba mucho más que su libertad. Elias era un cirujano de excelente reputación: tenía una clientela de hombres y mujeres de buena posición. Arriesgaría todo eso para ponerse a mi lado y luchar contra mis enemigos.
– Te lo agradezco -le dije-. Si tenemos suerte, esto se resolverá pronto. Sabremos más después de que hablemos con el señor Franco.
– ¿Me estás proponiendo que vayamos tranquilamente a dormir y esperemos a que abran la prisión de Fleet?
Dejé escapar una carcajada amarga.
– No -respondí-. No tengo ninguna intención de esperar. Iremos a Fleet ahora mismo.
– No permitirán que visites a un prisionero en plena noche.
– Cualquiera puede conseguir un poco de tiempo a cambio de dinero -le dije-.Ya lo sabes.
– Ciertamente -asintió. Resultaba difícil no advertir el tono de amargura en su voz-. ¿No ha sido todo esto una demostración de este punto de vista?
El cochero se mostraba reacio a llevarnos a la zona de las Normas de Fleet, temeroso de que nos negáramos a pagarle y porque, dadas las peculiaridades de aquella zona, no tendría ningún recurso legal para exigir el dinero. Pagarle por adelantado acabó con esa preocupación, aunque se siguió mostrando intranquilo con respecto a las intenciones de dos hombres que querían acceder al Fleet durante la noche. A pesar de eso, aceptó llevarnos y aguardar nuestro regreso, aunque ni Elias ni yo nos sorprendimos mucho cuando oímos que el carruaje se marchaba en el instante en que le dimos la espalda.
Era bien pasada la medianoche cuando llamé a las puertas de la prisión. Transcurrieron varios minutos antes de que alguien acudiera a descorrer la mirilla y mirara quiénes éramos y qué deseábamos.
– Tengo suma necesidad de visitar a un preso -dije-.A un tal Moses Franco. He de hablar con él de inmediato.
– Y yo debo de ser el rey de Prusia -replicó el guardia-. No se admiten visitas durante la noche. Y, si no fuerais un malhechor, dedicado a alguna tarea nefanda, lo sabrías perfectamente. -Olfateó varias veces el aire como un perro ansioso-. Apestáis como el tiro de una chimenea…
No hice caso de su observación, que sin duda era muy cierta.
– Dejémonos de juegos -dije-. ¿Cuánto hay que pagar por ver al prisionero ahora mismo?
El guardia ni siquiera lo pensó.
– Dos chelines.
Le tendí las monedas.
– Valdría más que, como en cualquier posada pública, colocarais una pizarra con los precios del día y ahorrarais a vuestros clientes el problema de las adivinanzas.
– Tal vez sea que me gustan las adivinanzas -respondió-. Ahora esperad aquí mientras voy a buscar a vuestro hombre.
Nos arrimamos bien a las resbaladizas piedras del edificio, porque la lluvia no había cesado y, aunque apenas una hora antes había dado indicios de mejoría, ahora teníamos frío y nos sentíamos calados y miserables. El guardia se ausentó durante lo que nos pareció una eternidad, pero al final volvió una media hora más tarde.
– No puedo ayudaros -me dijo-. Al prisionero lo han dejado en libertad. Se ha ido.
– ¿Que se ha ido? -exclamé-. ¿Cómo ha podido irse?
– Me han contado una historia muy extraña. Habría vuelto antes si no me hubiera quedado a oírla hasta el final; pero, pensando que os gustaría oírla, he esperado un rato para enterarme bien. Ahora, tras consultar la pizarra con los precios del día, veo que las historias interesantes acerca de prisioneros liberados cuestan también dos chelines. Pagadlos y dad gracias de que esta semana la prisión no cobre nada por las caminatas infructuosas en busca de un preso.
Pasé las monedas por la mirilla y el guardia se apresuró a guardarlas.
– Bien… Esto es lo que he oído. Se ha presentado un caballero que ha ofrecido liberar de sus deudas al prisionero y abonar los gastos de su prisión. Nada raro en esto. Es algo que sucede a diario, naturalmente. Pero en este caso el relato ha corrido de boca en boca porque parece ser que el tipo que se ha presentado a aflojar la mosca es el mismo que antes hizo que lo encerraran: un individuo llamado Cobb. Y lo más curioso del caso es que el prisionero no quería que lo soltaran para irse con él. Dijo que prefería seguir en prisión. Pero, a pesar de lo que vos habéis dicho, este negocio no es una posada, e hicieron falta un par de carceleros para obligar al remiso y liberado señor Franco a entrar en el carruaje de su liberador.
Sentí que me atenazaba un nudo de temor por el ultraje inferido al señor Franco. No había pasado mucho tiempo desde que Elias y yo razonábamos que Cobb no podría amenazarme ahora con nada para lo que no estuviera yo preparado; pero él, por lo visto, se había adelantado a estas reflexiones. No contento con dejar que el señor Franco languideciera en la prisión, se había apoderado ahora del hombre. Yo estaba ahora más decidido que nunca a devolverle el golpe, pero no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo.
A la mañana siguiente, ya a solo dos días de la reunión de la asamblea de accionistas, Elias vino a verme a mis habitaciones como le había pedido y tan temprano como le decía: señales evidentes de que estaba tan preocupado como yo.
– ¿No deberías estar en Craven House -me preguntó- ocupándote de todo desde allí?
– No hay nada de lo que pueda ocuparme -respondí-. Si no puedo encontrar los planos de la máquina de Pepper, no estoy en condiciones de hacer nada. Me encantaría poder dar con ellos antes de la asamblea de accionistas, puesto que el triunfo de Ellershaw solo puede significar la derrota de Cobb. Pero antes de eso, hemos de ir a rescatar a Franco.
– ¿Y cómo piensas conseguirlo?
– Se me ocurren algunas ideas, pero primero tenemos que hablar con Celia Glade.
Noté que se ponía pálido y se le encendía el rostro después.
– ¿Estás seguro de que eso es una buena idea? Después de todo, pudiera ser que el señor Baghat haya querido advertirnos de que nos mantuviéramos lejos de ella.
– Quizá sí, pero también cabe que nos estuviera diciendo que le pidiéramos ayuda. No quisiera fallarle en hacer lo que se esforzó en decirnos con sus palabras de moribundo.
– Si esas últimas palabras de un moribundo fueran una advertencia? ¿No lamentarías ponernos en peligro a los dos?
– Mucho. Pero afrontar el peligro es preferible a no hacer nada. Si es nuestra enemiga, tendremos una oportunidad para encararnos con ella.