– Te aconsejo que no hagas nada hasta que sepamos más de ella.
– Suponía que lo harías -le dije-, puesto que tu conducta con ella debe de hacerte desear evitarla, y más en mi presencia. Por eso me he tomado la libertad de enviarle una nota esta mañana, pidiéndole que venga a verme si tiene algo importante que decir.
Elias, que claramente no tenía nada importante que añadir, cedió.
Pasamos las horas siguientes conversando acerca de cómo podríamos rescatar al señor Franco de las garras de Cobb y me pareció que habíamos dado con varias excelentes ideas. Era casi mediodía cuando mi casera llamó a la puerta para decirme que una dama me aguardaba fuera en un carruaje y que manifestaba su vivo deseo de que la recibiera.
Elias y yo intercambiamos una mirada, pero perdimos poco tiempo en bajar a la calle y dirigirnos a un elegante coche de color plata y negro. Mirando a través de la ventanilla aparecía una dama maravillosamente vestida, bellísima en sus galas de seda, que sin duda tenía que ser una figura distinguida y rica en la alta sociedad. Por lo menos, ese fue mi primer pensamiento. Porque el segundo pensamiento fue que aquella criatura era Celia Glade.
– ¡Ah, caballeros! Me alegra mucho encontraros. Veo que no soy la única que ha pensado que ahora ya no vale la pena volver a Craven House. Si los dos fuerais tan amables de aceptar subir a mi coche, podríamos dar una vuelta por la ciudad y conversar privadamente. Estoy segura de que tenemos muchas cosas que contarnos.
Elias sacudió la cabeza casi imperceptiblemente, pero yo lo vi con claridad. Y entendí también lo que aquello significaba. Me pareció que su temor a Celia Glade no se basaba solo en la advertencia de Aadil, sino que se confundía ahora con un sentimiento de culpabilidad: que deseaba evitarla porque su presencia le recordaba el comportamiento que había tenido conmigo, impropio de un amigo. Y eso me pareció una base muy pobre para dictar una estrategia.
– ¿Por qué tendríamos que fiarnos de alguien que juega a dos barajas como vos? -pregunté, más por complacer a Elias que porque esperara obtener una respuesta clarificadora.
– Tengo motivos para pensar que, en cuanto entréis en mi coche, comprenderéis por qué -respondió, mirándome directamente, buscando mis ojos-. Podéis desconfiar de mí, señor, pero subid a pesar de todo, para que no perdamos tiempo en tonterías.
Me adelanté y abrí la portezuela. La señorita Glade estaba sentada en el interior del carruaje, luciendo el más espléndido vestido de seda verde, ribeteado con encajes de color marfil. Llevaba en la mano unos delicados guantes de piel y en la cabeza un lindo sombrerito. Pero, por maravillosas que fueran sus ropas, lo que la hacía más resplandeciente era la picara sonrisa que bailaba en su cara, expresiva de un dichoso triunfo. Y no podía reprocharle esos sentimientos, porque estaba claro que se había salido con la suya.
Sentado junto a ella con las manos atadas delante de él y las piernas atadas por los tobillos -las dos cosas con una gruesa soga de un color semejante al del encaje marfileño de la señorita Glade- se hallaba ni más ni menos que el mismísimo señor Cobb.
Ella rió como si compartiéramos una divertida broma.
– ¿Queréis saber algo más ahora?
– Tenéis toda nuestra atención -dije. Nos instalamos en nuestros asientos y el lacayo cerró la puerta detrás de nosotros.
El carruaje empezó a moverse. La señorita Glade estaba sentada con las manos delicadamente apoyadas en su regazo y una sonrisa de lo más seductora en el rostro. Elias no sabía adonde mirar y yo tenía los ojos fijos en Cobb. Este tenía la cabeza inclinada y los hombros caídos, más parecido a un prisionero de guerra que…, bueno, a lo que fuera, porque yo aún no sabía decir lo que era.
Asombrosamente, fue él quien rompió el silencio.
– Weaver… -dijo-. Tenéis que ayudarme. Hablad con esta loca y responded de mí. Ha amenazado con torturarme, encerrarme en prisión y hacer que me ahorquen. No puedo soportarlo. Comprendo que tal vez no os han gustado mis acciones, pero he sido amable con vos, ¿no?
Yo no iba a darle la satisfacción que deseaba. Había sido más cortés conmigo que su sobrino -eso era cierto-, pero me había impuesto su tiranía. Así que, en lugar de acceder, le pregunté:
– ¿Cómo ha podido esta mujer convertiros en su prisionero?
– No nos preocupemos ahora por los detalles -dijo la señorita Glade-. Esperaba que de momento os sintierais felices de ver que os traía al responsable de vuestras desgracias.
– ¿Y no puedo saber quién sois vos?
Ella sonrió de nuevo, y que me condenen si no consiguió que se fundiera mi corazón con su sonrisa.
– Podéis saber lo que deseéis -dijo-, pero preferiría no hablar delante del señor Cobb. Preguntadle ahora lo que os plazca, y después conversaremos más en privado vos y yo.
– Encuentro muy razonables las palabras de la señorita Glade -le repliqué a Cobb-. Decidme ahora quién sois y qué es lo que queréis. Me gustaría saber por qué habéis hecho lo que me habéis hecho. Y quiero saber también dónde está el señor Franco.
– ¡Por Dios, Weaver! ¿No veis que esta mujer es un monstruo?
– Aún no estoy seguro de si ella es un ángel o un demonio, pero de lo que no me cabe duda es de lo que sois vos, señor. Hablad ahora, o tendré que daros algún incentivo para hacerlo.
– ¿Me someteríais a tortura, después de todo lo que he hecho por vos?
– Me encantaría torturaros, sobre todo por esas afirmaciones que seguís empeñado en hacer. ¿Qué habéis hecho por mí para que deba estar contento de haber contado con vuestra ayuda? Me ha habéis utilizado, señor, me habéis convertido en vuestro títere y juguete, y me habéis mantenido en todo momento en la oscuridad. Habéis abusado de mis amigos y por culpa de vuestros planes han muerto tres hombres: el señor Carmichael, el señor Aadil Baghat (el hombre del Gran Mogol), y uno de los antiguos socios del señor Pepper, llamado Teaser.
Oí un grito ahogado de sorpresa: era la señorita Glade, que se había llevado a la boca uno de sus guantes.
– ¿Ha muerto Baghat? -preguntó con un hilo de voz-. No lo sabía.
Estuve a punto de decirle que era un alivio para mí que no supiera todo, pero pude ver que la noticia era dura para ella, y evité mis cáusticos comentarios.
– Fue anoche -le expliqué-, en una taberna en el Southwark. Intentábamos rescatar a ese tal Teaser, aunque este no es su verdadero nombre. Era…
– Sé quién era -me cortó la señorita Glade-. Era el amante de Pepper. Uno de ellos.
– Sí. Intentábamos sacar de él toda la información que pudiéramos, cuando nos atacaron. El señor Baghat murió intentando salvarle la vida a Teaser. Siempre había fingido mostrarse ante mí como un hombre sin entrañas, un monstruo…, pero bastó muy poco tiempo para que conociera su verdadero carácter. -Me volví para mirar a Cobb-: Os desprecio por haber provocado la muerte de un hombre como él. No me importa si disparasteis vos la pistola, ordenasteis que otro lo hiciera o si fue simplemente la consecuencia de otra de vuestras intrigas. Os consideraré responsable de ella.
– Su país ha perdido un gran servidor -dijo la señorita Glade, sin rastro de ironía ni falsedad-.Y, por lo mismo, también este país. Era un decidido defensor de la Corona.
La miré con fijeza. ¿Podía ser sincera en lo que decía? Yo había creído durante mucho tiempo que ella era hostil a la Corona… ¿Podía haberme equivocado tanto?
– ¿Y vos quién sois, Cobb? -pregunté-. ¿Quién sois para haber tramado tantas muertes y con qué propósito?
– Solo soy un mandado -respondió-, con tan poco poder en todo esto como vos, señor. He sido manipulado exactamente igual que vos. ¡Oh…, apiadaos de mí, señor! Jamás he querido hacer daño a nadie.
– ¿Quién sois? -repetí.
– ¡Basta ya! -dijo Elias. Era la primera vez que hablaba desde que habíamos entrado en el coche-. ¿Quién es, Celia?