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A Frodo le dejó muchísimas cosas y, por supuesto, los tesoros principales. También libros, cuadros y cantidad de muebles. No hubo rastros ni mención de joyas o dinero; no se regaló ni una cuenta de vidrio, ni una moneda.

Frodo tuvo una tarde difícil; el falso rumor de que todos los bienes de la casa estaban distribuyéndose gratis se propaló como un relámpago; pronto el lugar se llenó de gente que no tenía nada que hacer allí, pero a la que no se podía mantener alejada. Las etiquetas se rompieron y mezclaron, y estallaron disputas; algunos intentaron hacer trueques y negocios en el salón, y otros trataron de huir con objetos de menor cuantía, que no les correspondían, o con todo lo que no era solicitado o no estaba vigilado. El camino hacia la puerta se encontraba bloqueado por carros de mano y carretillas.

Los Sacovilla-Bolsón llegaron en mitad de la conmoción. Frodo se había retirado por un momento, dejando a su amigo Merry Brandigamo al cuidado de las cosas. Cuando Otho requirió en voz alta la presencia de Frodo, Merry se inclinó cortésmente.

—Está indispuesto —dijo—. Está descansando.

—Escondiéndose, querrás decir —respondió Lobelia—. De cualquier modo queremos verlo y lo exigimos. ¡Ve y díselo!

Merry los dejó en el salón por un tiempo, y los Sacovilla-Bolsón descubrieron entonces las cucharas. Esto no les mejoró el humor. Por último fueron conducidos al escritorio. Frodo estaba sentado a una mesa frente a un montón de papeles. Parecía indispuesto (de ver a los Sacovilla-Bolsón, en todo caso). Se levantó jugueteando con algo que tenía en el bolsillo, y les habló con mucha cortesía.

Los Sacovilla-Bolsón estuvieron bastante ofensivos. Empezaron por ofrecerle precios de ocasión (como entre amigos) por varios objetos de valor que no tenían etiqueta. Cuando Frodo replicó que sólo se darían aquellas cosas que Bilbo había señalado especialmente, respondieron que todo el asunto era muy sospechoso.

—Sólo una cosa me resulta clara —dijo Otho—, y es que tú eres el más beneficiado de todos. Insisto en ver el testamento.

Otho habría sido el heredero de Bilbo de no mediar la adopción de Frodo. Leyó el testamento cuidadosamente y bufó. Era, para su desgracia, muy claro y correcto (de acuerdo con las costumbres legales de los hobbits, quienes exigían, entre otras cosas, las firmas de siete testigos, estampadas con tinta roja).

—¡Burlado otra vez! —dijo a su mujer—. ¡Después de esperar sesentaaños! ¿Cucharas? ¡Qué disparate!

Chasqueó los dedos bajo la nariz de Frodo y salió corriendo.

No fue tan fácil deshacerse de Lobelia. Un poco más tarde Frodo salió del estudio para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y la encontró revisando todos los escondrijos y rincones y dando golpecitos en el suelo. La acompañó con firmeza fuera de la casa, después de aligerarla de varios pequeños pero bastante valiosos artículos que le habían caído dentro del paraguas no se sabía cómo. La cara de Lobelia reflejaba la angustia con que buscaba una frase demoledora de despedida, pero esto fue lo único que dijo, volviéndose airadamente:

—¡Vivirás para lamentarlo, jovencito! ¿Por qué no te fuiste tú también? Tú no eres de aquí, no eres un Bolsón, tú... ¡ni siquiera eres un Brandigamo!

—¿Has oído eso, Merry? Fue un insulto, ¿no? —dijo Frodo cerrando la puerta en las narices de Lobelia.

—Fue un cumplido —respondió Merry Brandigamo—, y por eso mismo falso.

Luego recorrieron el lugar y expulsaron a tres jóvenes hobbits (dos Boffin y un Bolger) que estaban agujereando la pared de una bodega. Frodo tuvo un forcejeo con el joven Sancho Ganapié (el nieto del viejo Odo Ganapié), quien había iniciado una excavación en la despensa mayor, donde le pareció que sonaba a hueco. La leyenda del oro de Bilbo movía a la curiosidad y a la esperanza: pues el oro legendario misteriosamente obtenido, si bien no positivamente mal habido, es como todos saben para cualquiera que lo encuentre, a menos que algún otro interrumpa la búsqueda.

Frodo echó a Sancho, y se desplomó en una silla de la sala.

—Ya es hora de cerrar la tienda, Merry —dijo—. Echa llave a la puerta y no la abras a nadie hoy, aunque traigan un ariete.

Frodo fue a reanimarse con una tardía taza de té. Apenas se había sentado, cuando se oyó un golpe en la puerta principal. «Seguro que es Lobelia otra vez», pensó. «Se le habrá ocurrido algo realmente desagradable y ha vuelto para decírmelo. Puede esperar.»

Siguió tomando té. Se oyó otra vez el golpe, mucho más fuerte. Frodo no le dio importancia. De repente la cabeza del mago apareció en la ventana.

—Si no me dejas entrar, Frodo, haré volar la puerta colina abajo.

—¡Mi querido Gandalf! ¡Medio minuto! —gritó Frodo, corriendo hacia la puerta—. ¡Entra! ¡Entra! Pensé que era Lobelia.

—Entonces te perdono. La vi hace un momento en un cochecito que iba hacia Delagua, con una cara que hubiese agriado la leche fresca.

—Casi me ha agriado a mí. Honestamente, estuve tentado de utilizar el anillo de Bilbo. Tenía ganas de desaparecer.

—¡No lo hagas! —le dijo Gandalf, sentándose—. Ten mucho cuidado con ese anillo, Frodo. En realidad, en parte he venido a decirte una última palabra al respecto.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—¿Qué sabes tú del anillo?

—Sólo lo que Bilbo me contó. He oído su historia; cómo lo encontró y cómo lo usó en el viaje, quiero decir.

—Estoy pensando qué historia —dijo Gandalf.

—Oh, no la que contó a los enanos y escribió en el libro —dijo Frodo—. La verdadera historia. Me la contó tan pronto como vine a vivir aquí. Me dijo que tú lo habías importunado, y al fin te la contó, y que entonces era mejor que yo también la supiera. «No tengamos secretos entre nosotros, Frodo», me dijo Bilbo. «Pero no la repitas. De cualquier modo, el anillo me pertenece.»

—Interesante —dijo Gandalf—. ¿Qué pensaste?

—Si te refieres al invento ese del «regalo», bueno, te diré que la historia verdadera me parece mucho más probable, y no pude entender por qué la alteró. Nada propio de Bilbo, al menos; el asunto me pareció raro.

—Lo mismo a mí, pero a la gente que tiene estos tesoros, y los utiliza, pueden ocurrirles cosas realmente raras. Permíteme aconsejarte que seas muy cuidadoso con el anillo; puede tener quizá otros poderes además de hacerte desaparecer a voluntad.