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—¡Cuidado, amigos! —rió Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí un conocedor de la Lengua Antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de los Elfos! —dijo inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a nosotros! Es mejor que caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso que os sentiréis cansados antes que hagamos un alto.

—¿Por qué? ¿Hacia dónde vais? —preguntó Frodo.

—Esta noche vamos hacia los bosques de las colinas que dominan Casa del Bosque. Quedan a algunas millas de aquí, pero podréis descansar cuando lleguemos, y acortaréis el camino de mañana.

Marcharon todos juntos en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues los Elfos (aún más que los hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo deseaban. Pippin pronto sintió sueño, y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero cada vez un Elfo alto que marchaba a su lado extendía el brazo y evitaba que cayera. Sam caminaba junto a Frodo como en un sueño y con una expresión mitad de miedo y mitad de maravillada alegría.

Los bosques de ambos lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran más nuevos y frondosos, y a medida que el camino descendía siguiendo un pliegue de las lomas, unos setos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos laderas. Por último los Elfos dejaron el camino, internándose por un sendero verde casi oculto en la espesura a la derecha, y subieron por unas laderas boscosas hasta llegar a la cima de una loma que se adelantaba hacia las tierras más bajas del valle del río. De pronto, salieron de las sombras de los árboles, y un vasto espacio de hierba gris se abrió ante ellos bajo el cielo nocturno; los bosques lo encerraban por tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique, y las copas de los árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura del claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en la aldea de Casa del Bosque.

Los Elfos se sentaron en la hierba hablando juntos en voz baja; parecían haberse olvidado de los hobbits. Frodo y sus amigos se envolvieron en capas y mantas y una pesada somnolencia cayó sobre ellos. La noche avanzó y las luces del valle se apagaron. Pippin se durmió, la cabeza apoyada en un montículo verde.

A lo lejos, alta en oriente, parpadeaba Remmirath, la red de estrellas, y lento entre la niebla asomó el rojo Borgil, brillando como una joya de fuego. Luego algún movimiento del aire descorrió el velo de bruma y trepando sobre las crestas del mundo apareció la Espada del Cielo, Menelvagor, y su brillante cinturón. Los Elfos rompieron a cantar. De súbito, bajo los árboles, un fuego se alzó difundiendo una luz roja.

—¡Venid! —llamaron los Elfos a los hobbits—. ¡Venid! ¡Llegó el momento de la palabra y la alegría!

Pippin se sentó restregándose los ojos, y de pronto tuvo frío y se estremeció.

—Hay fuego en la sala y comida para los invitados hambrientos —dijo un Elfo, de pie ante él.

En el extremo sur del claro había una abertura. Allí el suelo verde penetraba en el bosque formando un espacio amplio, como una sala techada con ramas de árboles; los grandes troncos se alineaban como pilares a los lados. En el centro había una hoguera, y sobre los árboles-pilares ardían las antorchas con luces de oro y plata. Los Elfos se sentaron en el pasto o sobre los viejos troncos serruchados, alrededor del fuego. Algunos iban y venían llevando copas y sirviendo bebidas; otros traían alimentos apilados en platos y fuentes.

—Es una comida pobre —dijeron los Elfos a los hobbits—, pues estamos acampando en los bosques, lejos de nuestras casas. Allá en nuestros hogares os hubiésemos tratado mejor.

—A mí me parece un banquete de cumpleaños —dijo Frodo.

Pippin apenas recordó después lo que había comido y bebido, pues se pasó la noche mirando la luz que irradiaban las caras de los Elfos y escuchando aquellas voces tan variadas y hermosas; todo había sido como un sueño. Pero recordaba que había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las huertas; y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara, dorada como una tarde de verano.

Sam nunca pudo describir con palabras, y ni siquiera volver a imaginar lo que había pensado y sentido aquella noche, aunque se le grabó en la memoria como uno de los episodios mas importantes de su vida. Lo más que pudo decir fue:

—Bien, señor, si pudiese cultivar esas manzanas, me consideraría entonces un jardinero. Pero lo que más profundamente me conmovió el corazón fueron las canciones, si usted me entiende.

Frodo comió, bebió y habló animadamente, pero prestó atención sobre todo a las palabras de los demás. Conocía algo de la lengua de los Elfos y escuchaba ávidamente. De vez en cuando hablaba y agradecía en élfico. Los Elfos sonreían y le decían riéndose:

—¡Una joya entre los hobbits!

Al poco tiempo Pippin se durmió y lo alzaron y llevaron a una enramada bajo los árboles; allí durmió el resto de la noche en un lecho blando. Sam no quiso abandonar a su señor. Cuando Pippin se fue, se acurrucó a los pies de Frodo, y allí cabeceó un rato y al fin cerró los ojos. Frodo se quedó largo tiempo despierto, hablando con Gildor.

Hablaron de muchas cosas, viejas y nuevas, y Frodo interrogó repetidamente a Gildor acerca de lo que ocurría en el ancho mundo, fuera de la Comarca. Las noticias eran en su mayoría tristes y ominosas: las tinieblas crecientes, las guerras de los Hombres y la huida de los Elfos. Al fin Frodo hizo la pregunta que más le tocaba el corazón:

—Dime, Gildor, ¿has visto a Bilbo después que se fue?

Gildor sonrió. —Sí —dijo—, dos veces. Se despidió de nosotros en este mismo sitio. Pero lo vi otra vez, lejos de aquí.

Gildor no quiso decir nada más acerca de Bilbo, y Frodo calló.

—No preguntas ni dices mucho de lo que a ti concierne, Frodo —dijo Gildor—. Pero sé ya un poco y puedo leer más en tu cara y en el pensamiento que dicta tus preguntas. Dejas la Comarca, y todavía no sabes si encontrarás lo que buscas, si cumplirás tu cometido, o si un día volverás. ¿No es así?

—Así es —dijo Frodo—; pero pensaba que mi partida era un secreto que sólo Gandalf y mi fiel Sam conocían.

Miró a Sam que roncaba apaciblemente.

—En lo que toca a nosotros, el secreto no llegará al Enemigo —dijo Gildor.

—¿El Enemigo? —dijo Frodo—. ¿Entonces sabes por qué dejo la Comarca?

—No sé por qué te persigue el Enemigo —respondió Gildor—, pero veo que es así... aunque me parezca muy extraño. Y te prevengo que el peligro está ahora delante y detrás de ti, y a cada lado.

—¿Te refieres a los Jinetes? Temí que fueran sirvientes del Enemigo. ¿Quiénes son los Jinetes Negros?

—¿Gandalf no te ha dicho nada?

—Nada sobre tales criaturas.

—Entonces creo que no soy quien deba decirte más, pues el temor podría impedir tu viaje. Porque creo que has partido justo a tiempo, si todavía hay tiempo. Ahora tienes que apresurarte, no demorarte ni volver atrás, pues ya no hay protección para ti en la Comarca.