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—Bien, señor Frodo, me alegro de que haya tenido el buen tino de volver a Los Gamos —continuó Maggot—. Mi consejo es: ¡quédese ahí! Y no se mezcle con gente de otros lados. Se hará de amigos en estos lugares. Si alguno de esos sujetos negros vuelve a buscarlo, se las verá conmigo. Diré que usted ha muerto, o que ha abandonado la Comarca, o lo que usted quiera. Lo que será bastante cierto, pues lo más probable es que deseen saber del señor Bilbo, y no de usted.

—Quizá esté en lo cierto —dijo Frodo, evitando los ojos del granjero, y mirando las llamas.

Maggot lo observó pensativamente.

—Veo que tiene usted sus propias ideas —dijo—. Es claro como el agua que ni usted ni el jinete vinieron en la misma tarde por casualidad; y quizá mis noticias no son muy nuevas para usted, después de todo. No le pido que me diga algo que quiera guardar en secreto, pero me doy cuenta de que está preocupado. Tal vez piensa que no le será muy fácil llegar a Balsadera sin que le pongan las manos encima.

—Así es —dijo Frodo—, pero tenemos que intentarlo, y no lo conseguiremos si nos quedamos aquí sentados pensando en el asunto. Así pues, temo que debamos partir. ¡Muchas gracias por su amabilidad! Usted y sus perros me han aterrorizado durante casi treinta años, granjero Maggot, aunque se ría al oírlo. Lástima, pues he perdido un buen amigo, y ahora lamento tener que partir tan pronto. Quizá vuelva un día, si me acompaña la suerte.

—Será bien recibido —dijo Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está anocheciendo y cenaremos de un momento a otro, pues por lo general nos vamos a acostar poco después que el sol. Si usted y el señor Peregrin y todos quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros, nos sentiríamos muy complacidos.

—¡Nosotros también! —dijo Frodo—. Pero tenemos que partir en seguida. Será de noche cuando lleguemos a Balsadera.

—¡Ah!, pero un minuto. Iba a decir que después de cenar sacaré una pequeña carreta y los llevaré a todos a Balsadera. Les evitaré una larga caminata y quizá también otras dificultades.

Frodo aceptó agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se había escondido ya tras las colinas del oeste, y la luz declinaba. Aparecieron dos de los hijos de Maggot y las tres hijas, y sirvieron una cena generosa en la mesa grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras. Los perros estaban sentados junto al fuego, royendo cortezas y triturando huesos.

Terminada la cena, el granjero y sus hijos llevaron afuera un farol y prepararon la carreta. Cuando salieron los invitados, ya había oscurecido. Cargaron bultos en la carreta y subieron. El granjero se sentó en el banco del conductor y azuzó con el látigo a los dos vigorosos poneys. La señora Maggot lo miraba de pie desde la puerta iluminada.

—¡Ten cuidado, Maggot! —exclamó—. ¡No discutas con extraños y vuelve aquí directamente!

—Eso haré —dijo Maggot, cruzando el portón.

La noche era apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente. Luego de una o dos millas llegaron al extremo del camino, cruzaron una fosa profunda, y subieron por una pequeña cuesta hasta la calzada.

Maggot descendió y miró a ambos lados, norte y sur, pero no se veía nada en la oscuridad y no se oía ningún sonido en el aire quieto. Unas delgadas columnas de niebla flotaban sobre las zanjas y se arrastraban por los campos.

—La niebla será espesa —dijo Maggot—, pero no encenderé mis faroles hasta dejarlos a ustedes. Oiremos cualquier cosa en el camino, antes de tropezarnos con ella esta noche.

Balsadera distaba unas cinco millas de la casa de Maggot. Los hobbits se arroparon de pies a cabeza, pero con los oídos atentos a cualquier sonido que se elevase sobre el crujido de las ruedas y el espaciado clop-clopde los poneys. El carro le parecía a Frodo más lento que un caracol. Junto a él, Pippin cabeceaba somnoliento, pero Sam clavaba los ojos en la niebla que se alzaba delante.

Por fin llegaron a la entrada de Balsadera, señalada por dos postes blancos que asomaron de pronto a la derecha del camino. El granjero Maggot sujetó los poneys y el carro se detuvo. Empezaban a descargar cuando oyeron lo que tanto temían; unos cascos en el camino, allá adelante. El sonido venía hacia ellos.

Maggot bajó de un salto y sostuvo firmemente la cabeza de los poneys, escudriñando la oscuridad. Clip-clop, clip-clop; el jinete se acercaba. El golpe de los cascos resonaba en el aire callado y neblinoso.

—Es mejor que se oculte, señor Frodo —dijo Sam ansiosamente—. Acuéstese en la carreta y cúbrase con la manta. ¡Nosotros nos ocuparemos del jinete!

Bajó y se unió al granjero. Los Jinetes Negros tendrían que pasar por encima de él para acercarse a la carreta. Clip-clop, clip-clop.

El jinete estaba casi sobre ellos.

—¡Eh, ahí! —llamó el granjero Maggot.

El ruido de cascos se detuvo. Creyeron vislumbrar entre la bruma una sombra oscura y embozada, uno o dos metros más adelante.

—¡Cuidado! —dijo el granjero arrojándole las riendas a Sam y adelantándose—. ¡No dé ni un paso más! ¿Qué busca y adónde va?

—Busco al señor Bolsón, ¿lo ha visto? —dijo una voz apagada: la voz de Merry Brandigamo. Se encendió una linterna y la luz cayó sobre la cara asombrada del granjero.

—¡Señor Merry! —gritó.

—¡Sí, por supuesto! ¿Quién creía que era? —exclamó Merry acercándose.

Cuando Merry salió de la bruma, y los temores de los otros se apaciguaron, pareció que la figura se le empequeñecía hasta tener la talla común de un hobbit. Venía montando un poney, y llevaba una bufanda al cuello y sobre la barbilla para protegerse de la niebla.

Frodo saltó de la carreta para saludarlo.

—¡Así que aquí estás por fin! —dijo Merry—. Comenzaba a preguntarme si aparecerías hoy, y ya me iba a cenar. Cuando se levantó la niebla fui a Cepeda a ver si habías caído en un pantano. Maldito si sé por dónde has venido. ¿Dónde los encontró, señor Maggot? ¿En la laguna de los patos?

—No. Los descubrí merodeando —dijo el granjero—, y casi les suelto los perros, pero sin duda ellos le contarán toda la historia. Ahora, si me permiten, señor Merry, señor Frodo, y todos, lo mejor es que vuelva a casa. La señora Maggot estará preocupada, con esta cerrazón.

Hizo retroceder la carreta, y dio media vuelta.

—Buenas noches a todos —dijo el granjero Maggot—. Ha sido un extraño día, y no me equivoco. Pero todo está bien cuando termina bien. Aunque quizá no podamos decirlo hasta que estemos de vuelta en casa. No negaré que me sentiré feliz entonces.

Encendió los faroles y se levantó. De pronto sacó de debajo del asiento una canasta grande.

—Casi lo olvidaba —dijo—. La señora Maggot lo preparó para el señor Bolsón, con sus recuerdos.