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– Por el amor de Dios, Lydia, ¿qué hace aún aquí?

– Estaba esperándole. Quería preguntarle algo, director.

Theo se rió para sus adentros. No le había pasado por alto que sus alumnos recurrían siempre a aquel tratamiento de cortesía cuando querían pedirle algún favor. A pesar de ello, sonrió, animándola a hablar.

– ¿De qué se trata?

– Usted sabe cómo son los chinos, cómo funcionan las cosas aquí, así que…

El director no pudo reprimir una carcajada.

– Pero si sólo llevo diez años aquí. Haría falta toda una vida de estudio para conocer China, e incluso en ese caso uno no habría hecho más que arañar levemente su superficie.

– Pero usted habla mandarín, y sabe muchas cosas -insistió ella, mirándole fijamente a los ojos, con una urgencia que le intrigó.

– Sí -admitió él en voz baja-. Sé muchas cosas.

– Entonces, ¿podría decirme el nombre de una cosa, por favor?

– Eso depende de qué sea esa cosa.

– Se trata de la manera china de luchar. Ésa en la que vuelan por los aires y usan los pies. Tengo que saber cómo se llama.

– Ah, sí. Los chinos son famosos por sus artes marciales. Las hay de muchas clases, cada una de ellas con un estilo y una filosofía propias. Mi favorita es el tai chi chuan. Resulta difícil traducirlo, porque significa muchas cosas, pero aproximadamente se trata del Puño Yin Yang. -Se fijó en que la joven escuchaba con un nivel de atención que le habría venido muy bien durante sus clases-. Pero por lo que comenta, creo que se refiere usted al kung fu.

– Kung fu -repitió ella despacio.

– Exacto. Literalmente significa Maestro de Méritos. Los japoneses lo llaman karate, que quiere decir «mano vacía». En otras palabras, se trata de un combate sin armas.

Lydia esbozó una sonrisa de entusiasmo que le iluminó el rostro delgado.

– Sí, es eso.

– ¿Y por qué diablos se interesa usted por los combates sin armas?

Ella le sonrió con descaro y picardía.

– Porque deseo aprender más cosas sobre China, para decidir si son o no son relevantes, señor.

– Bien, me alegro de que se muestre tan dispuesta a adquirir conocimientos sobre la tierra en la que vive, sea cual sea el motivo. Y ahora, váyase, jovencita, que tengo otras cosas que hacer.

Durante una fracción de segundo, Lydia alzó la vista y miró de reojo la ventana que se alzaba sobre ellos. Y entonces, sin despedirse siquiera, se alejó.

Theo dejó escapar un suspiro. Lydia Ivanova no le iba a poner nunca las cosas fáciles. Ese mismo día había tenido que golpearle los nudillos con la regla porque había vuelto a llegar tarde. Aquella muchacha no sentía un gran respeto por las normas. No es que fuera una insolente, pero había algo en ella, en su manera de entrar en el aula, en su porte independiente, su cabeza erguida, su modo de sostenerle la mirada cuando le formulaba alguna pregunta… Era algo que se adivinaba en el fondo de sus ojos. Como si supiera algo que él ignoraba. Y le molestaba.

Pero no tanto como le molestaba el señor Christopher Mason. Se acercó a las pesadas rejas y las cerró con llave, dejando el mundo del otro lado. Sólo entonces se permitió el placer exquisito de alzar la vista y contemplar la ventana.

– No es prudente pellizcar la cola del tigre, amor mío.

– ¿A que te refieres? -Theo le besó el delicioso pliegue que a Li Mei se le formaba en la base del cuello, y sintió el latido de su sangre bajo los labios.

– Me refiero al señor Mason.

– Que se vaya al infierno.

Estaban tendidos en la cama, desnudos, las persianas entrecerradas para protegerse del calor, y sólo un haz de luz se colaba en la habitación y se posaba, semejante a una tela polvorienta, sobre el cuerpo de Li Mei, como si tampoco pudiera apartar los dedos de sus pechos.

– Tiyo, amor mío, te hablo en serio.

Theo levantó la cabeza y le besó la punta de la barbilla.

– Pues yo no. Llevo todo el día hablando en serio, con la escuela llena de monos, y ahora lo que me apetece es ponerme poco serio.

Ella se echó a reír, y su risa era un sonido delicioso, tan dulce y tan suave que él sintió cosquillas en las plantas de los pies. La piel le olía a jacintos y le sabía a miel, pero la adicción que despertaba era infinitamente mayor. Theo le recorrió el cuerpo esbelto con los labios, dejó atrás la curva de la cadera, y apoyó la mejilla en el muslo fino, suspirando de placer.

– ¿Entonces? ¿Vas a ir a ver mañana al señor Mason?

– No. Ese hombre es una amenaza.

– Por favor, Tiyo.

Li Mei le acarició la cabeza, le masajeó suavemente el cuero cabelludo con las yemas de los dedos, hasta que él empezó a sentir que la tensión desaparecía de su cerebro. Le encantaban sus caricias, distintas a las de cualquier otra mujer. Cerró los ojos, para alejarlo todo, todo menos aquella sensación que le daba vueltas, que lo vaciaba.

– Mañana es sábado -murmuró-, así que te llevaré al río. Allí el aire es más fresco, y por la noche pararemos en Hwang a comer colas de gambas y kuo tieh hasta que reventemos. -Se dio la vuelta y la miró, sonriente-. ¿Te apetece?

Ella lo miraba con sus ojos oscuros, solemnes. Con un gesto elegante, se quitó la peineta de madreperla y la orquídea amarilla del pelo, las dejó sobre la mesilla de noche y volvió a mirarlo con gran seriedad.

– Me apetece mucho, Tiyo -dijo-. Pero no mañana.

– ¿Por qué no mañana?

– Porque mañana vas a ver al señor Mason.

– Por el amor de Dios, Li Mei, me niego a salir corriendo hacia allí como un perro cada vez que él me hace una seña con el dedo.

– ¿Quieres perder la escuela?

Theo se apartó. Sin mediar palabra se levantó de la cama y se dirigió a la ventana abierta, donde permaneció, observando, con la espalda desnuda muy rígida.

– Ya sabes que no soportaría perder la escuela -dijo al fin, tras un largo silencio.

Un rumor de sábanas, y ella ya estaba allí, a su lado, apretujándose contra su espalda, rodeándole el pecho con sus brazos, la mejilla apoyada en la clavícula. Ninguno de los dos habló.

Desde lo alto de la colina Theo observaba los tejados de la ciudad que había sido su hogar desde hacía diez años, un hogar que amaba, un refugio de las murmuraciones que había dejado atrás en Inglaterra. Recorrió con la mirada todo el Asentamiento Internacional, una mota insignificante para China, que parecía haberse transformado en una parte más de Europa. Poseía una curiosa mezcla de estilos arquitectónicos, con sus macizas mansiones victorianas que se alzaban junto a avenidas francesas más ornamentadas y a terrazas italianas con sus balcones de hierro forjado y sus exuberantes tribunas.

Los europeos habían robado aquella parcela de tierra a los chinos como parte del tratado de reparación que se firmó tras la Rebelión de los Bóxers de 1900. Habían apartado a un lado la ciudad antigua, amurallada, y habían iniciado la construcción de otra mucho mayor, contigua a aquélla, apoderándose del curso de agua con lanchas bombarderas que se abrían paso como cocodrilos grises río Peiho arriba. El Asentamiento Internacional, pues así lo bautizaron era un pujante centro de intercambio y comercio occidental que entusiasmaba a los patronos en Gran Bretaña, pero que irritaba sobremanera al gobierno chino.