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– Mucho mejor. ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

– Sí.

Lydia sabía que le estaba mintiendo, pero le parecía tan raro mantener aquella conversación ahí, boca arriba en la cama con él, que optó por no contradecirlo. Él se acercó aún más y le rozó una oreja durante un instante brevísimo. Lydia notó que la hinchazón de sus dedos era mucho menor, y deseó que volviera a acariciarle la oreja. La oreja, la cara, lo que él quisiera. Desde tan cerca le veía el bozo de la mandíbula, aunque no tan cerrado como el de Alfred. No tenía ni un pelo en el pecho, y al constatarlo supo que le gustaba así, que le gustaba aquella suavidad.

Permanecieron en silencio, mirándose. No se trataba de un silencio incómodo, tenso, interminable, y parecía tan natural como la luz del sol que se colaba bajo la cortina, de modo que cuando ella, al cabo de un rato, se inclinó sobre él y le besó los labios, no existió el menor rubor, sino sólo una sensación de plenitud. Y un deseo imperioso de más. El deseo era tan fuerte que el cuerpo le dolía. Pero cuando menos lo esperaba, él cerró los ojos y la rechazó. Su decepción fue tal que tuvo que tragar saliva, pero se recordó a sí misma que estaba enfermo, gravemente enfermo, y que necesitaba reposo. Cuando se levantó de la cama, él no trató de impedírselo.

Permaneció tendido, respirando profundamente, como si le doliera el pecho, la cabeza oscura e inmóvil sobre la almohada que todavía conservaba la huella de la suya.

Recogió deprisa algo de ropa limpia y se metió en el baño. «Gospodi!» Debía de apestar. Llenó la bañera y vertió en ella un chorro del baño de espuma de su madre, de un color verde intenso. Se metió dentro y se frotó con fuerza. Para quitarse el dolor. Después se envolvió el pelo húmedo en una toalla y se puso el vestido limpio y el cardigan de lana nuevo que Valentina le había comprado, muy suave y de un amarillo pálido.

Se miró en el espejo colocado sobre el lavabo, intentando ver lo que Chang vería, pero no pudo. Sus huesos se habían recubierto de algo de carne, lo que era una mejora. Y le parecía que su madre tenía razón, porque en los últimos meses, la buena alimentación, que se debía a Alfred, no sólo le había redondeado la cara, sino también los pechos. No los tenía tan bonitos como los de Polly. Todavía no.

Sonrió. Mirándose al espejo. Y lo que vio le causó sorpresa. Era una sonrisa nueva por completo.

Cuando sonó el timbre esa vez, a Lydia no le sorprendió del todo. Casi lo esperaba.

– Será Polly -dijo, y bajó a abrir la puerta principal.

– Hola, Lyd, he venido a ver cómo te va. ¿No te sientes sola?

– Oh, Polly, la verdad es que ahora no me viene muy bien. Estaba…

– Hola, Lydia, cielo, te ves muy bien, hazme caso. La verdad es que estás radiante. Y ese color te sienta de maravilla.

– Gracias, señora Mason. No tienen por qué venir a ver cómo estoy, de veras. Me va muy bien.

– Sólo quería asegurarme de que te defiendes bien sola, como le prometí al señor Parker. Temíamos que la bomba te hubiera asustado ayer. ¿Verdad, Polly?

– Yo no me asusté. A mí me pareció emocionante -dijo Polly sonriendo-. Y le dije a mamá que tú tampoco te asustarías.

– ¿Tienes tiempo para tus favoritos? -Anthea Mason le alargó los dulces que sostenía y esbozó una sonrisa pícara-. Son macaroons.

Lydia no estaba precisamente de humor para macaroons.

– Mamá los ha hecho especialmente para ti -comentó Polly, y se le iluminó el rostro al ver que su amiga se retiraba para dejarlas entrar en el vestíbulo. Las sentó en el salón.

– ¡Qué habitación tan bonita! Los colores son adorables -comentó Anthea Mason con voz alegre. Lydia le echó un vistazo.

– Los colores los eligió mamá, y los muebles son del señor Parker.

El mueble bar y el chesterfield de cuero eran algo oscuros y siniestros para su gusto, pero su madre ya había empezado a suavizar su impacto aportando sus toques personales, con cojines y cortinas de telas cálidas. Con todo, en ese momento, la cabeza de Lydia estaba en otra parte. Se había quedado de pie, al borde de la gruesa alfombra china.

– ¿Cómo está Sun Yat-sen?

– Bien.

– ¿Y el cocinero? ¿Te cuida bien?

– Sí.

– Así que comes como Dios manda.

– Sí.

– Pero estoy segura que te quedará algo de sitio para éstos, ¿verdad, querida?

– Sí, gracias.

– ¿Una taza de té, tal vez?

– Está bien. Iré a prepararlo.

– Pídele al cocinero que lo prepare, querida. Ya sé que has dado fiesta al criado, aunque sigo sin entender por qué.

– No tardaré.

Se dirigió rápidamente a la cocina, preparó el té de cualquier manera, lo puso en una bandeja negra y lo llevó al salón. Y al entrar quedó petrificada.

– ¿Dónde está Polly?

– Oh, creo que ha subido a tu dormitorio a echarle un vistazo, cielo. No te importa, ¿verdad?

Lydia soltó la bandeja y salió corriendo.

Pero ya era demasiado tarde. Polly estaba en el dormitorio. Tenía las mejillas muy coloradas y estaba absolutamente rígida, observando a Chang An Lo. Él, tendido en la cama, sostenía el cuchillo.

– Maldita sea, Polly, deberías haber esperado. -Lydia sostuvo a su amiga por el hombro y la giró hacia sí-. Escúchame bien. No puedes contar nada. ¿Me oyes? No puedes decírselo a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Polly volvió a fijarse en Chang, al que miraba como habría mirado a un tigre que hubiera encontrado en la cama de su amiga.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

Polly abrió mucho los ojos.

– No será el del callejón. El comunista.

– Sí.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– Está herido. Polly, si se lo cuentas a alguien, será muy peligroso para él. Debes guardar silencio, si no lo pillarán y lo matarán.

Polly ahogó un grito y, con gesto brusco, automático, se levantó el flequillo, dejando al descubierto un cardenal muy feo que tenía en la frente. Al verlo, Lydia se enfureció.

– Y no le digas nada a tu padre sobre Chang An Lo, ¿de acuerdo? Prométemelo. -La abrazó-. Tranquila, no te preocupes, que no hemos hecho nada malo.

Polly la miró, incrédula.

– ¿No te parece que meter a un chino en tu cama mientras tu madre está de viaje está mal?

– No, me limito a cuidar de él, eso es todo, y no hay nada malo en ello. Además, se irá tan pronto como se sienta mejor, te lo juro. -Lydia miró a Polly fijamente a los ojos, y en ellos vio algo que hizo que el alma se le cayera a los pies.

– Sigo pensando que está mal -insistió Polly en voz baja.

– Por favor, Polly.

– Pero si se lo contara a mi madre…

– No, no se lo digas a nadie. Debes mantener silencio sobre lo que has visto. -Rodeó la muñeca de su amiga con la mano, y le dio un ligero apretón-. Hazlo por mí. -Le dio un beso en la mejilla-. Por favor, Polly, hazlo por mí.

– He estado pensando -dijo Lydia mientras servía de apoyo a Chang An Lo, que avanzaba con dificultad por la habitación-. Ya se me ha ocurrido qué vamos a hacer el sábado.

Chang sudaba copiosamente. El esfuerzo le estaba matando, pero no se detenía.

– El sábado me voy.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Era la primera vez que lo verbalizaba.

– No, a eso me refería. No hace falta que te vayas. Puedes quedarte.

El volvió la cabeza y la miró, esbozando una sonrisa burlona.

– Sí, claro. Tu madre y tu nuevo padre me darán encantados la bienvenida a su casa en calidad de invitado.

– Quiero que te quedes.

Él la atrajo más hacia sí con el brazo que se apoyaba en sus hombros, aunque sin dejar de caminar.

– Verás, he pensado que puedes quedarte en el cobertizo, el que ahora ocupa Sun Yat-sen. Le he puesto un candado, de modo que nadie podrá entrar en él, excepto yo. No sabrán que tú estás dentro. Alfred y mi madre estarán tan ocupados el uno con el otro que no se fijarán, y he trasladado todos los utensilios del jardinero al garaje, y así…