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Él ahogó una risita, un sonido malicioso y alegre y tan lleno de vida que a Lydia se le aceleró el pulso de emoción.

– Te adoro, Lydia Ivanova. -Volvió a reírse-. Ni los dioses pueden detenerte.

No había dicho que no. Eso era lo que importaba. No había dicho que sí, pero tampoco que no. Y a eso se aferraba.

Por la noche estaba agotado, y pareció sumirse en un sueño profundo e inquieto. Gemía y balbucía cosas en sus pesadillas, pero hablaba en mandarín. A los dos les había alterado sobremanera la intromisión de Polly, pero Lydia le había asegurado que su amiga no diría nada. Ella se alegró de que su propia voz sonara tan convincente, y le habría gustado creer en sus propias palabras. El asombro de Polly había sido mayúsculo, y no sabía cómo reaccionaría cuando tuviera tiempo para reflexionar sobre lo sucedido.

«Polly -murmuró para sus adentros-, no me decepciones.»

La noche se acercaba, y miró por la ventana antes de correr las cortinas. A pesar de la situación precaria en la que se encontraba, se sentía extraordinariamente a salvo. Sabía que se trataba de algo absurdo, tanto que no pudo reprimir una carcajada. Tenía en su cama a un conocido comunista, su madre estaba a punto de regresar acompañada de su nuevo padrastro, un hombre quisquilloso que pondría su mundo patas arriba… Y sin embargo… se sentía bien.

Observó a un faisán moteado que avanzaba sobre la nieve, en el jardín trasero, picoteando en busca de gusanos, y por primera vez en su vida pensó en la importancia de contar con un refugio. De haber dejado de ser una criatura hambrienta, a la intemperie. Apartó la mirada de la escena invernal y se concentró en la habitación. Estaba caldeada, y su iluminación tenue provenía de la lámpara verde. Sobre la bandeja quedaba algo de comida, y un camisón blanco aguardaba doblado en una silla. Se suponía que así era como debía vivir la gente. Pero ella sabía que no era el camisón ni la bandeja lo que hacía que se sintiera tan bien.

Era tener a Chang An Lo en la cama.

Él la despertó en plena noche.

Lydia estaba tendida en la cama. Como la noche anterior, bajo el edredón, pero encima de la manta. Se había cepillado los dientes, se había puesto el camisón y ocupado su posición, junto a él, que ya dormía. La lámpara estaba apagada, y entre la mezcla de sombras silenciosas que ocupaban el dormitorio, sus sentidos se aguzaron. Oía la respiración de Chang, y hasta ella llegaba el olor masculino de su piel. No tenía prisa por quedarse dormida.

– Lydia -susurró él, agarrándola del brazo con fuerza.

Ella despertó al instante.

– ¿Qué sucede? ¿Te duele más?

Chang estaba temblando. Lydia oía el castañetear de sus dientes. Se incorporó en la cama.

– No -respondió él-. Es sólo el dolor de los sueños.

Ella se tendió a su lado y le pasó el brazo por el pecho, abrazándolo con fuerza. Incluso a través de la manta sentía los latidos de su corazón. Él apoyó su mejilla húmeda en la frente de Lydia, aspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Durante un largo rato, permanecieron en esa posición.

– Nunca me lo has preguntado -dijo él al fin, envuelto en la oscuridad de la habitación.

– ¿Preguntado qué?

– Qué sucedió.

– Creía que, si querías que lo supiera, me lo contarías tú.

Él asintió.

– Pero, tal vez, si me lo cuentas ahora, te liberarás, y dejarás de tener pesadillas.

Chang volvió a aspirar hondo, y cuando habló lo hizo con voz dura, grave.

– No hay mucho que contar. Fue muy sencillo. Me desnudaron y me metieron en un baúl de metal. Sobreviví. Tres meses, tal vez más. No lo recuerdo bien. Era una caja con agujeros para que entrara el aire. De la longitud de un brazo, y de la misma altura. Me alimentaban cuando les parecía, es decir, casi nunca. Sólo me sacaban del baúl para divertirse. Para cortarme los dedos, o el pecho. Y otras cosas. No quiero que tus oídos lo oigan.

Lydia levantó una mano y le acarició la mejilla, el cuello… caricias largas, lentas. Pero no dijo nada.

– Un día se descuidaron. Dejaron los puñales demasiado cerca mientras jugaban a sus jueguecitos conmigo. Creían que era un muerto viviente. Que no suponía la menor amenaza para ellos. Pero se equivocaban. Mi mano aún sabía cómo se clavaba un filo en una barriga bien alimentada.

Se detuvo. Había dejado de temblar. Lydia sentía que su ira era como una capa de acero bajo la piel.

– Escapé. Pero no podía acudir a ningún amigo en busca de ayuda. Habría sido demasiado peligroso.

– De modo que recurriste a Tan Wah.

– Sí. No lo conocía nadie. Las cabañas las usan los adictos al opio. Nadie más va hasta allí. Pensé que era un lugar seguro. -Dejó escapar un gemido grave-. Me equivocaba.

– No, Chang An Lo, no, tenías razón. Si murió fue por mi culpa. Por culpa de mi estúpido abrigo, y por la avaricia de otra persona. Lo siento.

– Los dos lo sentimos; Tan Wah -susurró él.

El silencio duró poco, porque ahora era Lydia la que sentía que su ira luchaba por salir a la superficie.

– ¿Quién te hizo esas cosas? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los Serpientes Negras? ¿El Kuomintang? Dímelo.

Chang movió la cabeza sobre la almohada y la miró. La oscuridad le impedía distinguir la expresión de su rostro, pero Lydia le tocó la cara y descubrió, asombrada, que sus labios se curvaban componiendo una sonrisa.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a salir a matarlos para vengarte en mi nombre?

– Eso es lo que merecen.

Chang se rió en voz baja y se acercó más a ella.

– ¿Es difícil matar a alguien? -le preguntó Lydia en un susurro.

– Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.

Y entonces la besó, y esa vez no fue un beso tierno, sino fiero, ávido, un beso que recorrió todo su cuerpo, como un dolor.

– ¿Quién fue? -volvió a preguntar ella cuando recobró el aliento.

– Nunca te rindes.

– ¿Quién?

– Fue Feng Po Chu. Su padre, Feng Tu Hong, es el jefe de las Serpientes Negras y el presidente del Consejo.

– ¿Po Chu? ¿El que robó los explosivos? ¿Y por qué te hizo esto?

– Porque yo hice algo que le hizo perder autoridad.

– ¿Qué hiciste?

Chang permaneció en silencio unos momentos, y ella pensó que iba a mantener el secreto, pero al poco, muy despacio, retomó la conversación.

– Lo llevé desnudo y atado en presencia de su padre y le hice suplicar. Creía que contaba con la protección de Feng Tu Hong, pero… -Se detuvo, y resiguió la línea de su oreja con el dedo- estaba equivocado.

Lydia recordó entonces que el señor Theo le había hablado del pacto que Chang había alcanzado con Feng, y asintió.

– Gracias. Ahora ya lo sé.

Tras reflexionar unos instantes, Lydia se apartó de él, se levantó, se acercó a la lámpara verde y la encendió. Cuando regresó a la cama, permaneció inmóvil unos instantes, observándolo fijamente. Entonces, lentamente, se quitó el camisón.

Y vio que los ojos negros de Chang se llenaban de deseo.

Lydia levantó la sábana y se tendió en la cama, junto a su cuerpo desnudo. Estaba caliente. Como la seda, y rozaba un costado entero de su piel. Le acarició la mano vendada, suavemente, las costillas, las caderas. Conocía aquel cuerpo a la perfección, cada hueso, cada músculo.

Pero de pronto, tontamente, se sintió incómoda. No sabía cómo seguir. El corazón le latía con fuerza, y temía que él lo oyera, pero cuando ya pensaba que estaba haciendo el ridículo más espantoso al meterse en la cama como si fuese una vulgar puta, él se dio la vuelta y, apoyado en un codo, le estudió el rostro con gesto oscuro, serio, tan intenso que ahuyentó todos sus temores.