Ya no era virgen. La idea sólo provocó en ella un escalofrío de placer, a pesar de saber que su madre se pondría furiosa y le diría que ningún hombre la querría, pues ahora su mercancía se había echado a perder.
Aquello era una estupidez de tal calibre que no pudo reprimir una sonrisa. Era todo lo contrario: había pasado de ser un producto anodino que se guardaba al fondo del estante a un artículo nuevo y resplandeciente. Brillante, iluminado por dentro. ¿A quién le importaba lo que dijeran los demás hombres? Se estremeció de asco al pensar que otro hombre pudiera tocarla. Era a Chang An Lo a quien deseaba. A nadie más.
Acercó el oído a la boca de su amado para asegurarse de que seguía respirando. No se fiaba del todo de sus dioses. Tal vez lo quisieran a su lado. Pero ella lo quería más.
– Hora de desayunar, amor mío. Sí, ya sé que ni siquiera es de día -añadió, entre risas, señalando la negrura de la ventana-. Pero es que me muero de hambre.
Él sintió que el calor de su cuerpo desaparecía de su lado.
– Yo sólo quiero comerte a ti -dijo, sonriendo.
– No. Hoy te toca huevo duro y tostadas. Debo mantenerte con fuerzas. Nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitarlas.
Se alejó de él emitiendo una risita maliciosa, encendió la luz y se metió en el baño. A él seguían impresionándole los lujos de las casas occidentales. La oía llenar la bañera mientras canturreaba. Y aunque sonrió, sabía que debía prepararla.
– Háblame de tu infancia.
Lydia estaba sentada al borde de la cama, con las piernas cruzadas, comiéndose los restos de algo que se llamaba pudín. De vez en cuando se echaba hacia delante y le metía una cucharada en la boca. A él, aunque no decía nada, le parecía demasiado empalagoso, y no comprendía que a ella le entusiasmara tanto, pero disimulaba.
– Mi infancia -dijo él- estuvo rodeada de lujos. Tutores, sirvientes y esclavos. Mi padre era un gran mandarín. Una pluma de pavo real en el sombrero y tejas doradas en el tejado como signo de superioridad. Era un asesor muy valorado de la emperatriz Tzu Hsi, pero después de que Sun Yat-sen…
– ¿Mi conejo? -sonrió ella.
– Después de que el verdadero y noble Sun Yat-sen pusiera fin a la dinastía Ching en 1911, mi familia se libró de la muerte. Y eso sólo porque al nuevo gobierno central le hacían falta los conocimientos financieros de mi padre. Pero -Chang notó que el rostro se le tensaba y perdía expresión- los señores de la guerra se rebanaron los pescuezos los unos a los otros, y fueron a por él.
– ¿Y tu familia?
– Muertos. Todos muertos. Decapitados en Pekín. Por orden del general Yuan Shi-k'ai.
– Lo siento. Lo siento mucho, amor mío. Perder a todos…
Él meneó la cabeza, como si de ese modo fuera a apartar la imagen de su mente.
– Yo me salvé. Había optado por vivir con los monjes para aprender un modo de vida más simple. En un templo de las montañas, al norte de Yenan.
– ¿Un templo?
– Sí.
– Yo creía que los comunistas no creían en la religión.
– Y tienes razón. Pero no es una tarea fácil erradicar la superstición de la mente humana. -Se acercó a ella, la atrajo hacia sí y con la lengua le robó un resto de crema que asomaba a sus labios-. O el amor del corazón del hombre.
– ¿Es eso lo que nos ha sucedido a nosotros?
– ¿La huida?
– No, el amor.
Él le acarició la barbilla y metió la mano sin vendajes en su blusa, donde sintió que su corazón latía con fuerza.
– ¿No lo notas? Aquí.
– Noto un dolor.
Él se rió en voz baja.
– Te amo, mi hermosa niña-zorro.
Lydia abrió mucho los ojos y los clavó en los de él, mientras sentía que se le formaba un nudo en la garganta.
– Y yo te amo a ti, Chang An Lo. No permitiré que nadie nos separe.
Del pecho de él brotó también un dolor agudo.
– Vivamos el ahora, amor mío. Nadie nos arrebatará este momento.
– Es hora de trasladarse.
– ¿Qué?
– Al cobertizo.
– ¿Por qué ahora? -le preguntó ella-. Es viernes, y ni siquiera es de día. -Las primeras luces del alba acariciaban la cortina-. No van a volver hasta mañana, de modo que tenemos todo el día, y la noche, para…
– Lo siento. Debo trasladarme ahora. Hoy. Antes de que llegue la mañana.
– ¿Por qué?
– Para prepararme. Prepararse es vivir. ¿Y si adelantan su regreso? Llamarán a la policía de inmediato.
– Por favor. No.
– Mi precioso amor, no puedes mantenerme encerrado en una jaula como haces con tu conejo.
– Pero es que quiero que estés bien, dar tiempo a tu cuerpo para que se cure y vuelva a ser fuerte. Todavía tienes algo de fiebre.
– Ya sé que estoy débil.
– Ayer noche no me lo pareciste.
– No. Ya ves que eres tú la que me da fuerzas.
– Por favor, Chang An Lo. Espera a mañana.
Lydia lo trasladó todo cuando la noche tocaba a su fin. Sábanas, mantas, medicamentos, vendas, velas, alimentos y agua. Juntos descendieron la escalera y se dirigieron al cobertizo, él apoyándose en su hombro, sorprendido al constatar lo débil que aún se sentía. No dijo nada, pero ella no dejaba de volverse hacia él, de mirarlo con preocupación mientras Chang arrastraba los pies sobre la hierba helada. Y aunque asentía para tranquilizarla, ella no parecía demasiado convencida. El cocinero y su esposa eran unos holgazanes, y en ausencia de su amo seguían en la cama, de modo que no había peligro de que los descubrieran, pero lo que él temía era no llegar siquiera al cobertizo.
¿Qué sucedería entonces? ¿Podría ella cargar con él?
– Deberías haber esperado a mañana -le dijo secamente Lydia cuando él, tras tropezar en el quicio de la puerta, se desplomó y cayó al suelo.
Él se arrastró hasta la pared y se levantó junto a Sun Yat-sen mientras ella le improvisaba una cama sobre los tablones de madera. Le dolía la cabeza y le temblaban las piernas. Pero le encantaba observarla. Ver cómo se movía. Eficiente y llena de energía.
– Gracias -le dijo, mientras ella le ayudaba a subirse a una pila de mantas y le colocaba una bolsa de agua caliente bajo los pies-. No te enfades.
– Silencio, amor mío. No estoy enfadada, pero me da miedo que me abandones.
– Mírame bien. ¿Crees que tengo fuerzas para saltar por tu tejado y esfumarme?
Ella se echó a reír.
– Ahora acuéstate y duérmete.
– ¿Y tú?
– Yo iré al mercado en cuanto abra. Quiero comprarte algo de ropa.
Chang se aferró a su mano al constatar que veía borroso, y que el rostro de Lydia aparecía y desaparecía frente a él.
– Unas plumas de pavo real y unas zapatillas de oro no estarían mal.
Ella sonrió.
– Yo estaba pensando más bien en un frac y una chistera.
Chang no tenía ni idea de a qué se refería, pero se llevó los dedos a la boca.
Ella volvió a sonreír.
– Y nada de fiestas salvajes en mi ausencia.
Alguien golpeaba el candado. En silencio, Chang abandonó el calor de las mantas, con el cuchillo de hoja afilada ya en la mano, y se agazapó a un lado de la puerta.
– ¡Señorita Lydia! Señorita, ¿está usted ahí? Soy Wai.