Aquello le dolió. Siempre había sido muy buena embustera.
– Lo que a mí me gustaría saber -zanjó ella- es qué le ha traído a mi casa. ¿Por qué ha venido a visitarme?
– Ah, sí. -Alexei Serov hizo una breve reverencia, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo una tarjeta, que le alargó-. De puño y letra de mi querida madre, la condesa Serova.
Lydia aceptó la tarjeta, gruesa, color marfil, con un escudo de armas grabado en lo alto, un águila con las alas extendidas sobre un escudo cuartelado. No costaba adivinar que se trataba del emblema de la familia Serov. Sobre la tarjeta estaba escrita la invitación al baile nocturno y a la velada que se celebraría en la villa de la familia, situada en la Rué Lamarque, el lunes a las ocho.
¿El lunes? Para el lunes faltaban siglos. Demasiado tiempo como para comprometerse. Antes debía conseguir que Chang An Lo y ella misma llegaran sanos y salvos al fin de semana.
– Es sólo para que conste formalmente -prosiguió él, amistoso, aunque con su sonrisa de superioridad.
– Gracias, lo pensaré, aunque no estaré segura de mis planes para la próxima semana hasta que mi madre regrese mañana.
Una oleada de sorpresa invadió el rostro de su interlocutor, como si no estuviera acostumbrado a que le rechazaran las invitaciones, pero disimuló hábilmente.
– Por supuesto. Lo comprendo.
Lo acompañó hasta la puerta, y cuando él salió a la calle, el viento le arrancó la bufanda. Con todo, ignoró el hecho y se volvió para mirarla. Sus ojos verdes se clavaron en los de Lydia, y durante un largo rato la observó en silencio.
– No olvide mi consejo -le dijo al fin.
Pero Lydia no estaba dispuesta a consentirle aquellas libertades.
– Alexei Serov, ¿por qué no se limita a meterse en sus asuntos y me deja a mí que me ocupe de los míos?
Cerró la puerta y, al hacerlo, pensó que, en conjunto, las cosas no habían ido demasiado bien.
– ¡Cielo! ¡Sorpresa!
Lydia se quedó helada. Estaba en su dormitorio, acababa de subir a toda prisa para recoger un suéter más antes de volver al cobertizo para contarle a Chang An Lo cómo habían ido las cosas con Alexei Serov.
– Lydia, ya estamos en casa.
– Mamá.
Bajó la escalera y los encontró en el vestíbulo, rodeados de maletas y paquetes. Sacudiéndose los abrigos, riendo y pateando el suelo, llenando de ruido y bullicio la casa que llevaba una semana en silencio.
– ¡Cielo! -Su madre abrió mucho los brazos, y Lydia corrió hacia ellos.
Algo sucedió entonces, y Lydia no estaba en absoluto preparada para ello. Valentina la abrazó con mucha fuerza, como si no fuera a soltarla nunca, y su figura elegante se estremeció ligeramente mientras besaba a su hija en la mejilla. De pronto, a Lydia se le formó un nudo en la garganta, un nudo que le dolía como si se hubiera tragado varios anzuelos.
– ¿Me has echado de menos, cielo?
– Pero ¿has llegado a irte? No me he dado ni cuenta.
– ¡Niña mala! -Valentina rió, abrazando a Lydia con más fuerza.
Alfred se acercó a ellas y, algo incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda a su hijastra.
– Me alegro de verte tan bien, querida, pero ¿dónde está Deng?
– ¿El mozo? -preguntó, sin despegarse de su madre, aspirando hondo para impregnarse de su perfume-. Le di la semana libre.
– ¿Por qué diablos…? En fin, no importa. Subiré las maletas yo solo. El ejercicio me hará bien.
Los pasos resonaron con fuerza en los peldaños, y sintió el aliento rápido de su madre en su oído.
– Lydia -fue todo lo que dijo Valentina-. Lydia.
– Mamá.
Y permanecieron de ese modo, de pie, en el vestíbulo. Sin querer despegarse la una de la otra.
– Te habría encantado, Lydia. -Alfred le sonreía, y dio una chupada a su pipa humeante, enviando una voluta hacia el techo.
Lydia prefería el perfume aromático de aquel tabaco al olor fuerte de los cigarrillos de su madre. Estaban los tres sentados en el salón, tras el delicioso almuerzo, que había consistido en filete de cerdo seguido de crema de piña. Wai exhibía sus mejores dotes culinarias ahora que su amo había regresado. Como el mozo no estaba, Alfred había tenido que encender la chimenea del salón, pero lo había hecho sin dejar de silbar en ningún momento. A Lydia no le pasó por alto el marcado cambio de humor que había experimentado.
Los silencios, los movimientos nerviosos de pie, habían dejado paso a toda una variedad de sonidos: canturreaba, silbaba o hablaba sin parar. Como si la felicidad que anidaba en su interior brotara de él en forma de sonido.
– Algún día, Lydia -insistió Alfred, mientras arrojaba una cerilla a las brasas-, te llevaré a los templos de Yungang, excavados en la roca, para que veas con tus propios ojos lo asombrosos que son, y qué extraordinarias habilidades constructivas poseían los chinos hace casi dos mil años. Dios santo, en Inglaterra no tenemos nada que pueda comparársele. Bastante impresionante.
– Sí, me gustaría.
– Oh, dochenka, tienes que ver el Buda sentado. Es asombroso. Tiene una altura de treinta metros, y está excavado en un acantilado de piedra amarilla. Nunca había visto a nadie tan grande. -Sentada junto a Alfred, en el chesterfield, rió, burlona.
La radio sonaba de fondo, se oía una pieza nueva de jazz sincopado, y Alfred volvía a canturrear. Lydia daba sorbos a su zumo de lima con hielo, y se esforzaba por participar en la conversación, pero su mente se encontraba fuera, rodeada de frío.
Debía cambiarle la bolsa de agua caliente, y las cataplasmas de las quemaduras. La siguiente dosis de infusión le tocaba ya, y…
– Querida, escucha. Pareces estar a muchos kilómetros de aquí. Te estaba hablando del sistema que tienen para sus templos, sus tumbas y demás. Se llama feng sui. Llevan usándolo más de dos mil años. Sirve para asegurarse de que los lugares son… ¿cuál era la palabra que usaban, cariño?
– ¿Propicios? -aventuró Alfred.
– Exacto. Que tienen la ubicación propicia.
Valentina parecía muy animada, como si se hubiera desprendido de la capa de indiferencia cultivada que siempre llevaba consigo y hubiera optado por un entusiasmo general. A Lydia le resultaba raro, y no sabía si se trataba de un sentimiento auténtico o si era más bien un barniz. Pero no había duda de que Alfred estaba extasiado con ella.
– Ya conozco el feng shui, mama. El problema es que los europeos no se han molestado nunca por conocerlo. Tendemos vías de tren sobre lugares espirituales, y los misioneros construyen iglesias que proyectan su sombra sobre tumbas ancestrales chinas, lo que perturba a sus difuntos. No te rías, mamá, para ellos es muy importante. Y creen que las agujas de nuestras basílicas rasgan los cielos con sus formas afiladas, e impiden que los buenos espíritus regresen a la tierra. Feng Shui significa «viento y agua».
– ¿En serio? Qué lista eres, cielo. ¿Verdad que tengo una hija muy lista, Alfred?
– Sí, muy lista -dijo, y volvió a sonreírle.
Pero ella sabía que si Valentina le hubiera preguntado si su hija era de color verde intenso y con topos rosas, él habría asentido con la misma disposición. Lydia aprovechó la ocasión: se desperezó, aparentando indiferencia, y se puso en pie.
– Me alegro de teneros de vuelta en casa, pero creo que, si no os importa, voy a acostarme.
– ¿Tan pronto?
– Mmmm, tengo sueño. -Dedicó una sonrisa a su padrastro-. Será por el calor de esta maravillosa chimenea. Pero creo que me acercaré a ver cómo está Sun Yat-sen antes de subir a mi cuarto.
– Creo que no es buena idea -respondió Alfred con firmeza-. No quiero que salgas a pasear por ahí con esta oscuridad.
– Pero si hay luna. No está tan oscuro.
– No, querida, vete a la cama ahora. Al conejo ya lo verás mañana. -Alfred sonrió, aunque sus ojos se mantenían serios, y Lydia recordó entonces el pacto al que había llegado con él a cambio de los doscientos dólares.